Cirilo Villaverde.
Cecilia Valdés
o La Loma del Angel.
VALDES
la Loma del Angel
tiene fuerza de despertar
la caridad dormida.
Cervantes
ÍNDICE
- PRIMERA PARTE
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- SEGUNDA PARTE
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- Capítulo XIII
- Capítulo XIV
- Capítulo XV
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- TERCERA PARTE
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- CUARTA PARTE
INTRODUCCIÓN
Cirilo Villaverde nació el 28 de octubre de 1812 en el ingenio Santiago, cercano al pueblo de San Diego de Núñez (Pinar del Río). Su padre era médico del ingenio y en ese medio pasó sus primeros años.
En 1823 vino a La Habana, donde cursó estudios de pintura, filosofía y derecho. Se recibió de Bachiller en Leyes en 1832, pero apenas ejerció esta profesión. Sus principales actividades fueron la enseñanza y el periodismo.
Trabajó como maestro en los colegios Buenavista y Real Cubano de la capital y La Empresa de Matanzas. Publicó para uso de las escuelas un Compendio geográfico de la isla de Cuba (1845), El librito de cuentos y las conversaciones (1847) y El librito de los cuentos (1857).
Su obra es extensa y variada como periodista y literato. Colaboró en las principales publicaciones de la época.
Dio a conocer sus primeras narraciones — El ave muerta, La peña blanca, El perjurio y La cueva de Taganana — en Miscelánea de Útil y Agradable Recreo (1837) y en El Album, Engañar con la verdad, El espetón de oro y la primera parte de Excursión a Vuelta Abajo, todas en 1838. La Cartera Cubana insertó en su sección de folletines Amores y contratiempos de un guajiro y Una cruz negra, en 1839. La Siempreviva en ese mismo año publicó la primera versión de Cecilia Valdés o La loma del Ángel.
Mientras desempeñaba su cátedra en el colegio La Empresa comenzó a escribir para Faro Industrial de La Habana. De regreso a la capital, fue uno de sus principales redactores y condueño junto a Bachiller y Morales. En este diario aparecieron entre 1842 y 1847 la segunda parte de Excursión a Vuelta Abajo (1842), El guajiro (1842), La peineta calada (1843), Dos amores (1843), El penitente (1844), La tejedora de sombreros de Yarey (1844-45) y otras de menor importancia, así como multitud de notas, crónicas y artículos de crítica literaria y de costumbres calzados con su nombre o con los seudónimos de Sansueña, Yo, El ambulante del oeste, Lola de la Habana y otros.
Villaverde, defensor de los ideales independentistas, participó como propagandista activísimo en la conspiración de La Mina de la Rosa Cubana de 1848. Al ser descubierta la misma por delación de un conjurado fue apresado en La Habana y condenado primero a muerte «en garrote vil» y más tarde a diez años de prisión. Escapó el 31 de marzo de 1849 con otros presos y escondido en la bodega de una goleta costera, llegó a los Estados Unidos.
En Norteamérica continuó luchando por sus principios políticos. Fue en Nueva York secretario de Narciso López, a quien conocía desde 1846, y redactor en jefe de La verdad. Publicó en Nueva Orleans entre 1853 y 1854 el periódico El independiente, etc.
Se trasladó a Filadelfia en 1854, donde vivió como profesor de español y contrajo matrimonio con Emilia Casanova, una destacada activista de la independencia cubana.
Regresó a La Habana en 1858, acogido a la amnistía. Aquí trabajó al frente de la imprenta La Antilla, que publicara algunas obras de interés para nuestras letras, como los artículos de costumbres de Anselmo Suárez y Romero, y colaboró en el periódico literario La Habana en compañía de Sterling y Calcagno, con importantes juicios críticos sobre Betancourt y otros contemporáneos. Volvió poco después a Nueva York, donde continuó sus labores de maestro y periodista. Fue entonces redactor de La América (1861-62), La Ilustración Americana (1865-1869), El Espejo y El Avisador Hispanoamericano. En 1864 fundó con su mujer un colegio en Wechawken. Durante esta segunda estancia en los Estados Unidos continuó luchando por la independencia de Cuba, como muchos otros cubanos de su tiempo. Sólo regresó a la Isla en 1888 por dos semanas.
Murió en Nueva York el 20 de octubre de 1894. Su figura al morir contaba con la admiración y el reconocimiento de sus contemporáneos por su doble condición de patriota y novelista.
La novela que consolidó su fama literaria fue Cecilia Valdés o La loma del Ángel, publicada en su forma definitiva en Nueva York en 1882. Ninguna de sus obras anteriores respondió a empeño tan elevado ni despertó como ésta el entusiasmo del público y la crítica. En ella Villaverde recoge el panorama de la vida cubana desde 1812 hasta 1831. Muestra sus categorías políticas, sociales y económicas y las terribles lacras que padecían. La obra, con sus clases poderosas y sus clases oprimidas, con sus funcionarios venales y su burguesía indolente, con sus mulatos discriminados y sus negros esclavos, con sus familias enriquecidas por el régimen esclavista y sus aristócratas de blasones comprados a la decrépita monarquía española, sirve de esclarecedor prólogo a nuestra historia republicana.
El ambiente de esta época colonial, trasladado con amplitud y minuciosidad a las abundosas páginas del libro, es lo decisivo en la obra, lo que determina su vigencia en la apreciación de los críticos. Porque Cecilia Valdés está muy lejos de ser una obra perfecta. El autor explica en el prólogo su proceso de creación; proceso que indudablemente resintió el saldo final del trabajo. El asunto central — drama de amor, celos, venganza y muerte — apenas difiere de los usuales en los folletines de la época; los personajes en su mayoría no trascienden de los rasgos externos; la acción es desarticulada y digresiva, hurtada a la historia y los personajes principales por criaturas y sucesos de menor cuantía; el estilo, híbrido, plagado de debilidades románticas entre las que alborean atisbos realistas; el lenguaje, oscilante entre el arcaísmo más rebuscando y el espontáneo giro popular nuestro; el desenlace, atropellado, en contradicción con las dimensiones de la narración.
Pero Cecilia Valdés es en nuestra historia literaria, a pesar de esas abundantes y graves deficiencias, la mejor creación novelística del siglo xix.
Muchos cubanos de hoy la conocen a través de la adaptación teatral de Agustín Rodríguez y José Sánchez Arcilla, musicalizada admirablemente por Gonzalo Roig; versión que necesariamente fue vertebrada con la historia de los protagonistas. Despojado del lujo descriptivo de su ambiente, el asunto resulta endeble y melodramático. Esta aplaudida adaptación confirma que lo fundamental en Cecilia Valdés es el ambiente. Su costumbrismo, de vigorosa indagación política, social y económica, es el que atenúa sus defectos y sitúa a la obra en las puertas de la novelística realista.
PROLOGO
Publiqué el primer tomo de esta novela, en la Imprenta Literaria de don Lino Valdés a mediados del año de 1839. Contemporáneamente empecé la composición del segundo tomo, que debía completarla; pero no trabajé mucho en él, tanto porque me trasladé poco después a Matanzas como uno de los maestros del colegio de La Empresa, fundado recientemente en dicha ciudad, cuanto porque una vez allí, emprendí la composición de otra novela, La joven de la flecha de oro, que concluí e imprimí en un volumen el año de 1841.
De vuelta en la capital el año de 1842, sin abandonar el ejercicio del magisterio, entré a formar parte de la redacción de El Faro Industrial, al que consagré todos los trabajos literarios y novelescos que se siguieron casi sin interrupción hasta mediados de 1848. En sus columnas, entre otros muchos escritos de diverso género, aparecieron en la forma de folletines: — El Ciego y su Perro; La Excursión a La Vuelta Bajo; La Peineta Calada; El Guajiro; Dos Amores; El Misionero del Caroní; El Penitente, etc.
Pasada la media noche del 20 de octubre del último año citado, fui sorprendido en la cama y preso, con gran golpe de soldados y alguaciles por el comisario del barrio de Monserrate, Barreda; y conducido a la cárcel pública, de orden del Capitán General de la Isla, don Federico Roncaly.
Encerrado cual fiera en una oscura y húmeda bartolina, permanecí seis meses consecutivos, al cabo de los cuales, después de juzgado y condenado a presidio por la Comisión Militar Permanente como conspirador contra los derechos de la corona de España, logré evadirme el 4 de abril de 1849, en unión de don Vicente Fernández Blanco, reo de delito común y del llavero de la cárcel García Rey; quien de allí a poco fue causa de una grave dificultad entre los gobiernos de España y de los Estados Unidos. Por extraña casualidad los tres salimos juntos en barco de vela del puerto de La Habana; pero nuestra compañía sólo duró hasta la ría de Apalachicola, en la costa meridional de Florida, desde donde me encaminé por tierra a Savannah y Nueva York.
Fuera de Cuba, reformé mi género de vida: troqué mis gustos literarios por más altos pensamientos; pasé del mundo de las ilusiones, al mundo de las realidades; abandoné, en fin, las frívolas ocupaciones del esclavo en tierra esclava, para tomar parte en las empresas del hombre libre en tierra libre. Quedáronse allá mis manuscritos y libros, que si bien recibí algún tiempo después, ya no me fue dado hacer nada con ellos; puesto que primero como redactor de La Verdad, periódico separatista cubano, luego como secretario militar del general Narciso López, llevé vida muy activa y agitada, ajena por demás a los estudios y trabajos sedentarios.
Con el fracaso de la expedición de Cárdenas en 1850, el desastre de la invasión de las Pozas y la muerte del ilustre caudillo de nuestra intentona revolucionaria en 1851, no cesaron, antes revivieron nuevos proyectos de libertar a cuba, que venían acariciando los patriotas cubanos desde muy al principio del presente siglo. Todos, sin embargo, cual los anteriores terminaron en desastres y desgracias por el año de 1854.
En 1858 me hallaba en La Habana tras nueve años de ausencia. Reimpresa entonces mi novela Dos Amores, en la imprenta del señor Próspero Massana, por consejo suyo acometí la empresa de revisar, mejor todavía, de refundir la otra novela, Cecilia Valdés, de la cual sólo existía impreso el primer tomo y manuscrita una pequeña parte del segundo. Había trazado el nuevo plan hasta sus más menudos detalles, escrito la advertencia y procedía al desarrollo de la acción, cuando tuve de nuevo que abandonar la patria.
Las vicisitudes que se siguieron a esta segunda expatriación voluntaria, la necesidad de proveer a la subsistencia de familia en país extranjero, la agitación política que desde 1865 empezó a sentirse en Cuba, las tareas periodísticas que luego emprendí, no me concedieron ánimo ni vagar para entregarme a la obra larga, sin expectativa de lucro inmediato, y por lo mismo tediosa — que demandaba el expurgo, ensanche y refundición de la más voluminosa y complicada de mis obras literarias.
Tras la nueva agitación de 1865 a 1868 vino la revolución del último año nombrado y la guerra sangrienta por una década en Cuba, acompañada de las escenas tumultuosas de los emigrados cubanos en todos los países circunvecinos a ella, especialmente en Nueva York. Como antes y como siempre, troqué las ocupaciones literarias por la política militante, siendo así que acá desplegaban la pluma y la palabra al menos la misma vehemencia que allá el rifle y el machete.
Durante la mayor parte de esa época de delirio y de sueños patrióticos, durmió, por supuesto, el manuscrito de la novela. ¿Qué digo? no progresó más allá de una media decena de capítulos, trazados a ratos perdidos, cuando el recuerdo de la patria empapada en la sangre de sus mejores hijos, se ofrecía en todo su horror y toda su belleza y parecía que demandaba de aquéllos que bien y mucho la amaban, la fiel pintura de su existencia bajo el triple punto de vista físico, moral y social, antes que su muerte o su exaltación a la vida de los pueblos libres, cambiaran enteramente los rasgos característicos de su anterior fisonomía.
De suerte, que en ningún sentido puede decirse con verdad que he empleado cuarenta años (período cursado de 1839 a la fecha) en la composición de la novela. Cuando me resolví a concluirla, habrá dos o tres años, lo más que he podido hacer ha sido despachar un capítulo, con muchas interrupciones, cada quince días, a veces cada mes, trabajando algunas horas entre semana y todo el día los domingos.
Con esta manera de componer obras de imaginación, no es fácil mantener constante el interés de la narrativa, ni siempre animada y unida la acción, ni el estilo parejo y natural, ni el tono templado y sostenido que exigen las producciones del género novelesco. Y tal es uno de los motivos que me impelen a hablar de la novela y de mí.
El otro es, que después de todo, me ha salido el cuadro tan sombrío y de carácter tan trágico, que, cubano como soy hasta la médula de los huesos y hombre de moralidad, siento una especie de temor o vergüenza presentarlo al público sin una palabra explicativa de disculpa. Harto se me alcanza que los extraños, dígase, las personas que no conozcan de cerca las costumbres ni la época de la historia de Cuba que he querido pintar, tal vez crean que escogí los colores más oscuros y sobrecargué de sombras el cuadro por el mero placer de causar efecto a la Rembrandt, o a la Gustavo Doré. Nada más distante de mi mente. Me precio de ser, antes que otra cosa, escritor realista, tomando esta palabra en el sentido artístico que se le da modernamente.
Hace más de treinta años que no leo novela ninguna, siendo Walter Scott y Manzoni los únicos modelos que he podido seguir al trazar los variados cuadros de Cecilia Valdés. Reconozco que habría sido mejor para mi obra que yo hubiese escrito un idilio, un romance pastoril, siquiera un cuento por el estilo de Pablo y Virginia1 o de Atala y Renato;2 pero esto, aunque más entretenido y moral, no hubiera sido el retrato de ningún personaje viviente, ni la descripción de las costumbres y pasiones de un pueblo de carne y hueso, sometido a especiales leyes políticas y civiles, imbuido en cierto orden de ideas y rodeado de influencias reales y positivas. Lejos de inventar o de fingir caracteres y escenas fantasiosas e inverosímiles, he llevado el realismo, según entiendo, hasta el punto de presentar los principales personajes de la novela con todos sus pelos y señales, como vulgarmente se dice, vestidos con el traje que llevaron en vida, la mayor parte bajo su nombre y apellido verdaderos, hablando el mismo lenguaje que usaron en las escenas históricas en que figuraron, copiando en lo que cabía, d’après nature,3 su fisonomía física y moral, a fin de que aquéllos que los conocieron de vista o por tradición, los reconozcan sin dificultad y digan cuando menos: el parecido es innegable.
Apenas si he aspirado a otra cosa. Lo único que debo agregar en descargo de mi conciencia, por si alguien juzgare que la pintura no tiene nada de santa ni de edificante, es que, al situar la acción de la novela en el teatro habanero y época corrida de 1812 a 1831, no encontré personajes que pudieran representar con mediana fidelidad el papel, por ejemplo, del payo Lorenzo, o el del pacato de don Abundio, o el del enérgico padre Cristóbal, o el del santo arzobispo Carlos Borromeo; al paso que abundaban los que podían pasar, sin contradicción, por fieles copias de los Canoso, los Tramoya y los don Rodrigo, matones, bravos y libertinos, cuya generación parece ser de todos los países y de todas las épocas.
Tampoco ha de achacarse a falta del autor si el cuadro no ilustra, no escarmienta, no enseña deleitando. Lo más que me ha sido dado hacer, es abstenerme de toda pintura impúdica o grosera, falta en que era fácil incurrir, habida consideración a las condiciones, al carácter y a las pasiones de la mayoría de los actores de la novela; porque nunca he creído que el escritor público, en el afán de parecer fiel y exacto pintor de las costumbres, haya de olvidar que le merecen respeto la virtud y la modestia del lector.
Por lo demás, si la obra que ahora sale a luz completa, no contiene todos los defectos de lenguaje y de estilo que sacó el primer tomo impreso en La Habana, si hay mayor corrección y verdad en la pintura de los caracteres, si resultan eliminadas ciertas escenas y frases de escasa o dudosa moralidad, si el tono general de la composición es más uniforme y animado, en mucha parte a los consejos de mi esposa, con quien he podido consultar capítulo tras capítulo, a medida que los iba concluyendo.
C. Villaverde
Nueva York, mayo, 1879
PRIMERA PARTE
Capítulo I
Tello, cosecha de dolor.
HACIA EL OSCURECER de un día de noviembre del año de 1812, seguía la calle de Compostela en dirección del norte de la ciudad, una calesa tirada por un par de mulas, en una de las cuales, como era de costumbre, cabalgaba el calesero negro. El traje de éste, las guarniciones de aquéllas y los ornamentos de plata maciza, mostraban a las claras que era rica la persona a que pertenecía tan lujoso equipaje. Prendida estaba de los calamones, no sólo por el frente, sino también por un costado y hasta la mitad del otro, — la cortina o capacete de paño con banda de vaqueta. Sea el que fuese quien ocupaba el carruaje a la sazón, no puede negarse que tenía interés en guardar la incógnita, aunque parecía excusada la precaución, por cuanto no había alma viviente en las calles, ni se divisaba otra luz que la de las estrellas, o la artificial de algunas casas que se escapaba por las anchas rendijas de las puertas cerradas.
Pararon de repente las mulas al trote en la esquina del callejón de San Juan de Dios y salió a espacio y con no poco trabajo de la calesa un caballero alto, bien puesto, vestido de frac negro abotonado hasta el cuello, dejando ver por debajo el chaleco o chupa de color claro, pantalones de carranclán de pie, corbatín de cerda y sombrero de castor con copa enorme y ala angosta. Por lo que podía distinguirse en aquella media luz de las estrellas, las facciones más notables del hombre eran la nariz, que tenía aguileña, los ojos bastante vivos, el rostro ovalado y la barba pequeña. El color de ésta y el del cabello, las sombras del sombrero y de las paredes alterosas del convento vecino, lo oscurecían tal vez sin ser negro.
— Sigue hasta la calle de lo Empedrado — dijo el caballero en tono imperioso, más bajo, apoyando la mano izquierda en la silla de la mula de varas — y espera inmediato a la esquina. En caso que diese la ronda contigo, di que perteneces a don Joaquín Gómez y que aguardas sus órdenes. ¿Entiendes, Pío?
— Sí, señor, contestó el calesero; quien desde que empezó a hablar su amo tenía el sombrero en la mano.
Y siguió al paso de las mulas hasta el punto que le indicó aquél.
El callejón de San Juan de Dios se compone de dos cuadras solamente, cerrado por un extremo en las paredes del convento de Santa Catalina y por el otro en las casas de la calle de la Habana. El hospital de San Juan de Dios, que le da nombre, y que por sus altas y cuadradas ventanas, siempre deja salir el vaho caliente de los enfermos, ocupa todo un lado de la segunda cuadra y los otros tres, casitas pequeñas de tejas coloradas y un solo piso, el de las últimas en particular más alto que el nivel de la calle, con uno y dos escalones de piedra a la puerta. Las de mejor apariencia de ellas eran las de la primera cuadra entrando de la calle de Compostela. Eran todas de un mismo tamaño, poco más o menos, de una sola ventana y puerta, ésta de cedro con clavos de cabeza grande, pintadas de color de ladrillo, aquélla o de espejo o volada4 y de balaustres de madera gruesa. El piso de la calle se hallaba en su estado primitivo y natural, pedregoso y sin banquetas.
El caballero desconocido, arrimado a las paredes, debajo de los salientes aleros de tejas, se detuvo a la puerta de la tercera casita de su derecha y dio dos golpecitos con la punta de los dedos. Allí sin duda le aguardaban, porque tardaron en abrir lo que tardó en pasar de la ventana a la puerta la persona que quitó la tranca con que se cerraba por dentro. Esa resultó ser la ama de la casa; mulata como de 40 años de edad, de estatura mediana, llena de carnes, aunque conservaba el talle estrecho, los hombros redondos y desnudos, la cabeza hermosa, la nariz algo gruesa, la boca expresiva y el cabello espeso y muy crespo. Vestía camisa fina bordada, de manga corta, y enaguas de sarga sin pliegues ni adorno ninguno.
Había pocos muebles en la sala: arrimada a la pared de la derecha una mesa de caoba, sobre la cual ardía una vela de cera, dentro de una guardabrisa o fanal, y varias sillas pesadas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, clavados con tachuelas de cobre. En aquella época esto se tenía por lujo, mucho más tratándose de una mujer de color, que ocupaba aquella habitación como ama y no como criada. El caballero no le dio la mano al entrar, sólo le hizo un saludo grave sin dejar de ser gracioso y amable; lo que sin disputa era aún más extraño, pues aparte de su diferencia de condición y de raza, la de sus edades respectivas era notable a primera vista y no cabía entre ellos otra relación que la de la amistad, más o menos sincera y desinteresada. Enseguida preguntó en tono triste y acercándose a la mujer cuanto podía, a fin de no levantar la voz, que la tenía algo bronca:
— ¿Y qué tal la enferma?
La mulata sacudió la cabeza con aire todavía más triste y contestó con tres monosílabos:
— ¡Ah! muy mal.
Algo más animada, aunque sin despejársele el semblante, agregó poco después:
— ¿No se lo dije al señor? Entodavía ha de acabar con ella el golpe.
— Pues qué, replicó desazonado el caballero, ¿no me dijo Vd. anoche que estaba mejor y más tranquila?
— Lo estaba, sí, señor; pero la mañana la ha pasado muy desinquieta y agitada. Decía que le daban calor las sábanas, que le ardía la cabeza, y varias veces ha tratado de salirse de la cama buscando aire. De manera que fue preciso mandar por el médico. Vino y recetó un calmante: lo tomó, porque la pobrecita toma cuanto le dan. De sus resultas ya se duerme como una piedra, ya dispierta sobresaltada. ¡Ay, señor, su sueño se parece tanto a la muerte! Me da miedo, mucho miedo. Yo se lo decía al señor desde un principio, el golpe era demasiado para ella. Esa muchacha no tiene fuerzas para soportarlo. ¡Ah! mi señor, de esta hecha la perdemos, lo estoy mirando; me lo ha dado el corazón.
Y no dijo más, porque la emoción le ahogó la voz en la garganta.
— Veo que Vd. se acobarda, seña Josefa, dijo el desconocido con dulzura y sentimiento. ¿Pues no ha tratado Vd. de convencerla de que la separación es sólo por muy corto tiempo? No es ella ninguna chiquilla…
— ¡Que si no he tratado! El señor parece que no la conoce entodavía. Ella no oye razones. Es la más voluntariosa y cabecidura que ha nacido. Además, dende ese lance no está en su cabal juicio y razón. ¿El señor mismo no trató aquella noche fatal de consolarla y tranquilizarla? ¿Y qué sacó? Acuérdese lo que semos: nada. El señor va a ver por sus propios ojos que se escogió mal el momento de someterla a semejante prueba. No se habían pasado los cuarenta días y luego tenía una calentura que volaba. Sí, concluyó ya del todo conmovida y llorosa — me tengo tragado que de ésta no sale ella con juicio o con vida.
— Dios querrá, seña Josefa, que no se realicen tan funestos pronósticos, dijo el caballero preocupado. Después de breve rato añadió: — Ella es joven y robusta, y todavía la naturaleza triunfará de todos sus males y penas. Fío más en esto que en la ciencia oscura de los médicos. Aparte de eso, Vd. sabe que se ha hecho lo hecho por el bien de todos, mejor dicho… Más adelante me lo agradecerán, estoy seguro. Yo no podía ni debía darla mi nombre. No, no, repitió como azorado del eco de su propia voz. Nadie mejor que Vd. lo sabe. Vd. que es mujer de razón, conocerá y confesará que así tenía que ser. Es preciso que la chica lleve un nombre, nombre de que no tenga que avergonzarse mañana, ni esotro día, el de Valdés, con que quizás haga un buen casamiento. Para ello no había más remedio sino pasar por la Real Casa Cuna. Esto no ha podido ser más doloroso para la madre, bien lo sé, que para… todos nosotros. Pero dentro de breves días la habrán bautizado y entonces haré que la traiga aquí María de Regla, mi negra, que tres meses hace perdió un hijo del mal de los siete días, y la está amamantando en la Casa Cuna por orden mía. Ella la devolverá sana, salva y cristiana a los brazos de su madre. Yo tengo arreglado todo eso con Montes de Oca, el médico de la Real Casa, por quien a menudo sé de la chica. Al principio lloraba mucho y se negaba a tomar el pecho de María de Regla, por lo que enflaqueció un poco. Pero ya todo eso ha pasado y ahora está gorda y rozagante, es decir, según me ha informado Montes de Oca, porque yo no la he visto desde la noche en que la hice pasar por el torno… Los ojos se me fueron tras ella. Es indecible cuánto me costó ese paso… Pero, a otra cosa. Vd. sabe, sin embargo, que no cabe equivocación.
— Demasiado que lo sé — dijo la mulata enjugándose las lágrimas. No puede equivocarse, no. Por lo tocante a eso estoy tranquila, como que a pesar de sus chillidos, que me partían el alma, le hice la media luna azul en el hombro izquierdo, según el señor me ordenó. Yo no sé a quién le dolería más, si a ella o a mí… La madre, la madre, mi señor, es la que me tiene sin sosiego. Ella no puede resistir. De por fuerza pierde el juicio o la vida. Yo se lo repito al señor.
Seña Josefa, como la llamó el desconocido, se conocía que era mujer inteligente, si bien por el descuido de su educación incurría a menudo en las faltas de lenguaje comunes al vulgo de las gentes en Cuba. A pesar de la madurez de sus años y de sus pesares, conservaba las muestras de una juventud bella y distinguida, buenos ojos, la expresión amorosa de la boca y la redondez del cuello, de los hombros y de los brazos. Tenía el color cetrino que resulta de la mezcla de hembra negra y varón indio; pero lo crespo del pelo y el óvalo del rostro no admitían la probabilidad de semejante maridaje, sino el de madre negra y padre blanco. Cuando joven llevó vida acomodada, tuvo goces y se rozó con gente bien criada y de buenas maneras. Honda debía de ser la pesadumbre que a la sazón la aquejaba, según eran la frecuencia de sus suspiros, la contracción repetida de su entrecejo y la abundancia del humor acuoso en que nadaban sus grandes ojos y le empañaban el brillo. Por lo demás, había en su actitud más desesperación que verdadero pesar. En efecto, como luego veremos, tenía razón sobrada para lo uno y no le faltaba para lo otro.
Hacía ratos que ambos personajes estaban callados, cada cual a vueltas con sus propios pensamientos, que de seguro no coincidían en ningún punto, a tiempo que se oyeron un lamento y un grito desgarrador salidos del interior de la casa. La mujer hizo una exclamación dolorosa, se llevó ambas manos a la cabeza y corrió como desalada por el primer aposento al segundo cuarto. Maquinalmente el caballero hizo con las manos el mismo movimiento y siguió sus pasos en silencio, aunque a cierta distancia. Allí no había más luz que la mortecina de una lamparita de aceite en una mesa, sobre la cual se veía un nicho o retablo de titiritero, donde se veneraba una figura de talla, con traje talar o de mujer, que miraba al cielo y tenía clavada en el pecho una espada, cuya empuñadura parecía de plata. En el lado opuesto había un catre, con colgaduras de seda, ya ajadas, y a la cabecera una silla de cuero, que en el momento que entró allí seña Josefa, la había desocupado una anciana negra, escuálida, imagen de la muerte, cuya cabeza blanca contrastaba con el ébano de su cuello largo y huesoso. Tenía en la mano derecha un rosario y varios escapularios al pecho sobre la camisa blanca; ciñéndola el talle de la falda de cañamazo, una correa negra y larga a lo fraile agustino. Estaba como embebida o rezando con gran fervor, y al tocarle en el hombro seña Josefa, alzó de repente la cabeza, la volvió hacia la puerta del aposento, vio en ella de pie al desconocido, hizo un movimiento de horror o de susto y desapareció por la puerta del fondo sin decir palabra.
Ocupó su lugar seña Josefa. Abrió con tiento las cortinas del lecho, y por señas indicó al caballero que se acercara; lo que hizo éste, al parecer, con repugnancia. Los ojos de ambos se clavaron en el rostro pálido de una muchacha de 20 años, yaciente boca arriba y aparentemente muerta. Porque no se movía a la sazón, tenía los ojos hundidos y cerrados los párpados, cuyas pestañas eran tan largas que daban sombra a las mejillas. La cabeza era lo único que tenía fuera de las sábanas, y eso casi enterrada en la almohada, la cual desaparecía bajo una mata de pelo negro, undoso y esparcido por todas partes en el mayor desorden. De en medio de aquel fondo negro se destacaba el rostro ovalado, pálido de cera de la enferma, con la barba aguda, la frente cuadrada y alta, la boca pequeña, los labios belfos, y la nariz bastante bien hecha para mujer de raza mezclada, como sin duda era aquélla de que ahora se trata. El conjunto era bueno, femenil; pero había tal expresión de angustia y melancolía en el semblante marchito por la enfermedad, que daba lástima el contemplarle. Movida por este sentimiento tal vez seña Josefa dijo al oído del caballero: — Se ha dormido.
La contestación del caballero fue sacudir la cabeza negativamente, acaso porque en aquel instante creyó notar un temblor convulsivo que recorría de pies a cabeza todo el cuerpo de la paciente. Tras el temblor empezó a levantársele el pecho, movimiento fácil de percibir por encima de la sábana, como una ola en mar sereno que repunta, de repente, y precursor del suspiro que exhaló enseguida del fondo del corazón, acompañado de un gemido doloroso y agudo. Comprendiendo el caballero lo que debía sobrevenir, sin poderlo remediar, apartó primero la vista y disimulada y paulatinamente se retiró a los pies de la cama. Incorporada en aquel instante la enferma, exclamó con aire de espanto:
— ¡Mamita! ¿Era su merced?
— ¡Hija mía! ¿Qué quieres? ¿Estás mejor?
— ¡Ah! ¡Mamita! prosiguió la muchacha en el mismo aire de azorada. — La he visto, la acabo de ver. Sí, no me queda duda. ¡Ahí está! agregó señalando al cielo. ¡Se va! ¡Me la llevan! Debe estar muerta. ¡Ay! — Y se le escapó otro grito desgarrador.
— ¡Hija! le observó la madre afligida. Dispierta. Tú estás soñando o esas son ilusiones tuyas.
— Venga acá, mamita, mire su merced misma.
Diciendo esto la atraía a sí por el brazo.
— ¡Véala! ¿No es aquella la Virgen Santísima dentro de una nube dorada, con los pies desnudos, apoyados en las alas de infinitos ángeles? Ella es. ¡Mire! Por aquí. ¡Allá! Vea. ¡Se eleva!
— Visiones, hija mía. No hagas caso. Acuéstate y descansa.
— ¿Cómo quiere su merced que me acueste, si veo que se llevan a mi hija, la hija de mis entrañas?
— ¿Pero quién se la lleva, mi vida?
— ¿Quién se la lleva? ¿Pues no lo ve su merced? La Virgen Santísima. Se la lleva en los brazos. Debe estar muerta. ¡Ah!
— Ella no se ha muerto, no lo creas; le dijo débilmente seña Josefa, pues sobre este punto no estaba más segura que la enferma. Tu niña está viva y pronto la verás. Esos son sueños tuyos.
— Sueños, sueños, repitió la muchacha, distraída. ¿Yo soñaba? ¿No será más que un sueño? Pero, ¿y mi hija? ¿Dónde está? ¿Por qué me la han quitado? Y de que yo la perdiera su merced tiene la culpa, concluyó diciendo con iracundo ademán y acento.
No tuvo valor seña Josefa para replicar palabra, bien por no irritar más a la enferma con una contradicción poco menos que inútil, bien porque la acusación era directa y fundada. Sólo acertó a volver los ojos hacia su derecha, con lo que los de la enferma naturalmente siguieron la misma dirección y en consecuencia tropezaron con el bulto oscuro del desconocido, que hacía por ocultarse tras las colgaduras de la cama.
— ¿Quién está ahí? preguntó apuntando con el dedo. ¡Ah! ¡El es, el ladrón de mi hija! ¡Mi verdugo! ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Vienes, basilisco, a gozarte en tu obra? A tiempo llegas. Gózate a tus anchas. Mi hija ha volado al cielo, lo sé, de ello estoy convencida, yo la seguiré muy pronto; pero tú, tú, causa de nuestra condenación y muerte, tú bajarás… al infierno.
— ¡Jesús! exclamó seña Josefa santiguándose. Tú no sabes lo que dices. Calla.
Y anegada en lágrimas se arrojó sobre su hija con el doble objeto de impedirle que se levantara y de que siguiera en aquella terrible increpación contra el caballero desconocido. Por prudencia o por remordimiento, éste callaba e inclinó más la cabeza. El, de todos modos, estaba muy disgustado y luchaba consigo mismo a fin de tomar una resolución. Porque, previéndolo, había venido a ponerse al alcance de las recriminaciones, al parecer justas, de la enferma, quien aunque delirante, le echaba en cara la pérdida de su hija y la ruina de su razón. Mas no hizo por defenderse. Se sentía, al contrario, humillado, altamente ofendido por cuanto siendo sus intenciones las más puras, guiadas por el deseo del bien de todos los inmediatamente interesados, las resultas llevaban camino de ser muy desastrosas. A los ojos de su propia conciencia la justificación era fácil; el mundo, sin embargo, debía juzgarle por los hechos. Y a este juicio le tenía él horror cerval.
Continuaba entre tanto la lucha entre la madre y la hija. Esta, con los ojos de espantada, los cabellos desgreñados, la frente cubierta de sudor copioso, las mejillas encendidas por la fiebre, repelía con ambas manos a la madre y le repetía: — Déjame, mamita, déjame ver esa cara de hereje. Quiero pedirle cuenta de mi hija. El me la ha quitado, él, entrañas de fiera. Y la madre, siempre inundada en lágrimas estrechándola en sus brazos, le respondía: — Por el amor de Dios, hija mía, por la Purísima Concepción de María Santísima, por tu salud, por la de tu hija, que vive y está buena, cállate, tranquilízate. Yo te lo ruego por lo que más quiera.
Pero como se prolongase demasiado aquella lucha, se acercó el caballero a la cama, tomó en la suya una mano de la enferma, la cual ella no rechazó, y con voz grave, mas llena de exquisita ternura, le dijo:
— Charo, óyeme. Te prometo que mañana verás a tu hija. Vuelve en ti. ¡Cálmate! No más locuras.
Séase que de tanto bregar se le agotasen las fuerzas, séase que la impusiese respeto la voz del desconocido, es lo cierto que la enferma, exhalando un profundo suspiro, cayó repentinamente de espaldas en la almohada y allí quedó por breve rato sin movimiento. No creyó menos la madre, al pronto, sino que había expirado. Púsola con ese motivo la mano en el corazón, y como, ya por el susto, ya porque en efecto se le había paralizado la sangre en las venas a la paciente, no sintió por unos instantes las pulsaciones. Así que, grandemente asustada, se volvió para el caballero, que al parecer contemplaba impasible aquella escena muda, y con acento de amarga reconvención le dijo:
— ¿Lo ve el señor? Está muerta.
No fue esto parte a hacerle perder al caballero su natural ecuanimidad. Lejos de ello, con mucha calma y deliberación le tomó el pulso a la muchacha, a guisa de médico, y después dijo:
— Traiga Vd. éter. Se ha desmayado. Esta moza está muy débil, necesita alimento.
— El médico lo ha prohibido, observó seña Josefa.
— El médico no sabe lo que se pesca. Dela Vd. caldo. Pero despache con el éter.
Traído el álcali volátil, se le aplicaron a la nariz; pero las únicas señales de vida que dio la muchacha fue un estremecimiento de los párpados, que no abrió por cierto, y un llorar en silencio, o hilo a hilo, según reza la gráfica expresión vulgar. Mientras esto pasaba delante de la cama de la enferma, asomó la cabeza blanca por entre la puerta del fondo, medio abierta, la anciana negra antes mencionada; pero la retiró de golpe persignándose cual si viese al diablo, sin duda porque aún estaba allí el caballero desconocido. Al fin, éste se alejó de aquel sitio de dolor y de tribulación, saludó a seña Josefa con una mera inclinación de cabeza, y salió a la calle murmurando en su despecho:
— ¡Y nadie más que yo tiene la culpa!
Capítulo II
Sola me tuvo mi madre,
Sola me tengo de andar,
Como la pluma en el aire.
ALGUNOS AÑOS ADELANTE, mejor, uno o dos después de la caída del segundo breve período constitucional, en que quedó establecido el estado de sitio de la Isla de Cuba y Capitán General de la misma don Francisco Dionisio Vives, solía verse por las calles del barrio del Ángel una muchacha de unos once a doce años de edad, quien, ya por su hábito andariego, ya por otras circunstancias de que hablaremos enseguida, llamaba la atención general.
Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores. Porque a una frente alta, coronada de cabellos negros y copiosos, naturalmente ondeados, unía facciones muy regulares, nariz recta que arrancaba desde el entrecejo, y por quedarse algo corta alzaba un si es no es el labio superior, como para dejar ver dos sartas de dientes menudos y blancos. Sus cejas describían un arco y daban mayor sombra a los ojos negros y rasgados, los cuales eran todo movilidad y fuego. La boca tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter. Las mejillas llenas y redondas y un hoyuelo en medio de la barba, formaban un conjunto bello, que para ser perfecto sólo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, si no maligna.
De cuerpo era más bien delgada que gruesa, para su edad antes baja que crecida, y el torso, visto de espaldas, angosto en el cuello y ancho hacia los hombros, formaba armonía encantadora, aun bajo sus humildes ropas, con el estrecho y flexible talle, que no hay medio de compararle sino con la base de una copa. La complexión podía pasar por saludable, la encarnación viva, hablando en el sentido en que los pintores toman esta palabra, aunque a poco que se fijaba la atención, se advertía en el color del rostro, que sin dejar de ser sanguíneo había demasiado ocre en su composición, y no resultaba diáfano ni libre. ¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha? Difícil es decirlo. Sin embargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios rojos tenían un borde o filete oscuro, y que la iluminación del rostro terminaba en una especie de penumbra hacia el nacimiento del cabello. Su sangre no era pura y bien podía asegurarse que allá en la tercera o cuarta generación estaba mezclada con la etíope.
Pero de cualquier manera, tales eran su belleza peregrina, su alegría y vivacidad, que la revestían de una especie de encanto, no dejando al ánimo vagar sino para admirarla y pasar de largo por las faltas o por las sobras de su progenie. Nunca la habían visto triste, nunca de mal humor, nunca reñir con nadie; tampoco podía darse razón dónde moraba ni de qué subsistía. ¿Qué hacía, pues, una niña tan linda, azotando las calles día y noche, como perro hambriento y sin dueño? ¿No había quien por ella hiciera ni rigiera su índole vagabunda?
Entre tanto la chica crecía gallarda y lozana, sin cuidarse de las investigaciones y murmuraciones de que era objeto, y sin caer en la cuenta de que su vida callejera, que a ella le parecía muy natural, inspiraba sospechas y temores, si no compasión a algunas viejas; que sus gracias nacientes y el descuido y libertad con que vivía, alimentaban esperanzas de bastardo linaje en mancebos corazones, que latían al verla atravesar la plazuela del Cristo, cuando a la carrerita y con la sutileza de la zorra hurtaba un bollo o un chicharrón a las negras que de parte de noche allí se ponen a freírlos; o cuando al descuido metía la pequeña mano en los cajones de pasas de los almacenes de víveres en las esquinas de las calles; o cuando levantaba el plátano maduro, el mango o la guayaba del tablero de la frutera; o cuando enredaba el perro del ciego en el cañón de la esquina, o le encaminaba a San Juan de Dios, si iba para Santa Clara:5 que todas éstas eran travesuras dignas de celebración en una niña de su edad y parecer.
Su traje ordinario, no siempre aseado, consistía en falda de zaraza, sin más pañizuelo ni otro calzado que unas chancletas, las cuales anunciaban de lejos su aproximación, porque sonaban mucho en las banquetas de piedra de las pocas calles que entonces tenían tales adornos. Llevaba también el cabello siempre suelto y naturalmente rizado. El único ornamento de su cuello era un rosarito de filigrana, especie de gargantilla, con una cruz de coral y oro pendiente, memoria de la madre cara y desconocida.
A pesar de aquella vida suya y de aquel traje, parecía tan pura y linda, que estaba uno tentado a creer que jamás dejaría de ser lo que era, cándida niña en cabello, que se preparaba a entrar en el mundo por una puerta al parecer de oro, y que vivía sin tener sospecha siquiera de su existencia. Sin embargo, las calles de la ciudad, las plazas, los establecimientos públicos, como se apuntó más arriba, fueron su escuela, y en tales sitios, según es de presumir, su tierno corazón, formado acaso para dar abrigo a las virtudes, que son el más bello encanto de las mujeres, bebió a torrentes las aguas emponzoñadas del vicio, se nutrió desde temprano con las escenas de impudicia que ofrece diariamente un pueblo soez y desmoralizado. ¿Y cómo librarse de semejante influjo? ¿Cómo impedir que sus vivarachos ojos no viesen? ¿Qué sus orejas siempre alerta no oyesen? ¿Que aquella alma rebosando vida y juventud no se asomara antes de tiempo a los ojos y a los oídos para juzgar de cuanto pasaba en su derredor, en vez de dormir el sueño de la inocencia? ¡Bien temprano, a fe, llamó a sus puertas la legión de pasiones que gastan el corazón y abaten las frentes más soberbias!
Una tarde, entre otras, pasaba la chica, como de costumbre, a la carrerita, por cierta calle de que no hay para qué mencionar ahora el nombre. Asomadas a una de las altas y anchas rejas de hierro de las ventanas de una casa de apariencia aristocrática, estaban dos niñas poco más o menos de su edad y una joven de 14 a 15, las cuales, como viesen pasar aquella exhalación, según se expresó una de ellas mismas, excitada grandemente la curiosidad de todas, la llamaron con instancia. No se hizo de rogar la mozuela, antes se entró, desde luego por el zaguán, y se presentó con mucho desembarazo a la puerta de la sala, donde ya la esperaba el grupo de las tres jovencitas. Allí, éstas la tomaron por la mano y la llevaron delante de una señora algo gruesa, vestida con mucho aseo, que estaba arrellanada en un ancho sillón y descansaba los pies en un escabel.
— ¡Ah! exclamó ésta cuando la hubo visto de cerca. ¡Y qué mona es! Dicho lo cual se enderezó en el asiento, operación que le costó un buen esfuerzo, y agregó:
— ¿Cómo te llamas?
— Cecilia, respondió vivamente.
— ¿Y tu madre?
— Yo no tengo madre.
— ¡Pobrecita! ¿Y tu padre?
— Yo soy Valdés, yo no tengo padre.
— Esa está mejor, exclamó la señora recapacitando.
— Papá, papá, dijo la mayor de las señoritas dirigiéndose a un caballero que estaba recostado en un sofá a la derecha del estrado. Papá, ¿ha visto Vd. niña más preciosa?
— Ya, ya, contestó el padre casi sin volver el rostro. Dejadla en paz. Pero apenas salieron esas palabras de sus labios, reparó en él Cecilia, y entre admirada, y reída, dijo:
— ¡Ay! Yo conozco a ese hombre que está ahí acostado. Este, por debajo de las manos, con que ya se sombreaba la frente, le echó una mirada fiera, en que iban pintados su mal humor y disgusto. Enseguida se levantó y dejó la sala, sin decir más palabra. Extraño es en verdad que sólo este hombre no sintiese simpatía por la linda callejera.
— ¿Conque no tienes padre ni madre? Tornó a preguntar la buena señora, un si es no es preocupada por la anterior escena. ¿Y cómo vives? ¿Con quién vives? ¿Eres hija de la tierra o del aire?
— ¡Ave María Purísima! exclamó la niña doblando la cabeza sobre el hombro derecho y mirando fijamente a sus preguntadoras. ¡Ay, Jesús! ¡Qué gente tan curiosa! Yo vivo con mi abuela, que es una viejecita muy buena, que me quiere mucho y que me deja hacer cuanto yo quiero. Mi madre se murió hace mucho tiempo y… mi padre también. No sé más ni me pregunten más.
Bien quisieran las jovencitas hacer más preguntas, e informarse de otros pormenores acerca de la vida y parentela de Cecilia; pero, por una parte, su padre les había dicho que la dejaran en paz, y, por otra, su madre, ya incapaz de dominar su desazón, les indicó por un gesto muy significativo que era tiempo saliese de allí mozuela tan procaz. Colmada de regalos y despedida al fin, Cecilia, pasaba por el zaguán en vuelta de la calle, a sazón que bajaba de los altos un jovencito en traje veraniego, es decir, de chupa y pantalón de Arabia quien apenas la vio, la reconoció y le dijo desde lo alto:
— Cecilia, ¡eh, Cecilia! Oye, mira.
Ella, sin contener el paso, mas sin dejar de mirar al que le daba voces, le decía hasta la puerta de la calle: ¡Cuico! ¡Cuico! Y al mismo tiempo abría la mano derecha, ponía el dedo pulgar en la punta de la nariz y movía los otros con gran rapidez. Que es una manera de burla que a menudo se hacen los muchachos en nuestras calles, como diciendo: ¡Ah! ¡que te engañé! ¡Ah! que me escapé de tus majaderías.
No es para referir aquí la escena que se siguió a la ida de la chica de aquella casa. Del señor y de la señora puede decirse que no volvieron a mencionar su nombre. Las señoritas, al contrario, aún cuando tornaron a la ventana para ver y saludar a sus amigas, que de vuelta del paseo pasaban en sus lujosas volantas, no cesaron de hablar de Cecilia y de repetir su nombre, ayudándoles entonces el hermano mayor, quien la conocía y a menudo se encontraba con ella cuando iba a la clase de latín del padre Morales, enfrente del convento de Santa Teresa.
En el medio tiempo la chica, siguiendo por la calle adelante salió a la plazuela de Santa Catalina, cuyo terraplén, que corre por todo el frente, subió a saltos, y luego bajó a la calle del Aguacate por una escalera de mampostería. Una vez allí, se dirigió derecho, aunque con cierta cautela, a la casita inmediata a la esquina ocupada por una taberna. No tocó ni se detuvo delante de la puerta, sino que empujó con suavidad la hoja de la derecha o macho, la cual estaba sujeta con una media bala de hierro en el suelo. Había sido de bermellón la pintura de dicha puerta, pero lavada por las lluvias, el sol y el tiempo, no le quedaban sino manchas oscuras en torno de la cabeza de los clavos y en las molduras profundas de los tableros. La ventanilla, que era de espejo y alta, sólo tenía tres o cuatro balaustres, había perdido la pintura primitiva, quedándole un baño ligero de color de plomo. Por lo que toca al interior, su apariencia era más ruin, si cabe, que el exterior. Se componía de una salita, dividida por un biombo para formar una alcoba, cuya puerta daba precisamente hacia la de la calle, y otra a la derecha con salida al patio angosto y no más largo que el fondo de la casita. A la izquierda de la entrada y a la altura de una vara, había un hueco en la pared medianera, a modo de nicho, en cuyo fondo se veía una Madre Dolorosa de cuerpo entero, aunque muy reducido, con una espada de fuego que le atravesaba el pecho de parte a parte. Alumbraban día y noche tan peregrina pintura dos mariposas, es decir, dos hornillas con su pabilo correspondiente, flotando en tres partes de agua y una de aceite, dentro de vasos ordinarios de vidrio. Una guirnalda de todas flores artificiales y de pedazos de cartulina dorada y plateada, ajadas, descoloridas y polvorosas adornaba el retablo. Y en torno, por las paredes, en el biombo y detrás de las puertas y ventanas, gran número de letreros, por ejemplo: ¡Ave María Purísima! ¡La Gracia de Dios sea en esta casa! ¡Viva Jesús! ¡Viva María! ¡Viva la Gracia y muera el Pecado! Con otros muchos por el estilo, que no hay para qué repetirlos. Las estampas, sin cuadro, pegadas a las paredes con obleas o engrudo, eran más numerosas que los letreros, todas de santos, impresas por el impresor Boloña6 en papel común y recogidas de manos de los demandantes de los conventos a cambio de limosnas, o compradas a la puerta de las iglesias en los días de fiestas.
Reducíase a bien poco el mueblaje, aunque en su poquedad y ruina se conocía que había visto mejores tiempos cuando nuevo. El más apetecible de la casa era una butaca de Campeche, ya coja, con orejas grandes y desvencijada. Agregábanse tres o cuatro sillas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, del mismo estilo, fuertes, macizas y antiquísimas. Hacía juego con ellas una rinconera de la propia madera, cuyos pies estaban labrados en forma de pezuña de sátiro, con molduras y hojas de parra.
A pesar de la estrechez de aquel albergue, había un gato dormilón, varias palomas y gallinas, muy familiarizadas sin duda con sus dos únicos huéspedes humanos, pues que iban y venían, saltaban sobre los respaldos de las sillas, maullaban, arrullaban y cacareaban sin consideración ni temor. A un lado de la alcoba había una cama alta, cuadrilonga, que siempre estaba de recibo, como que era de cuero sin curtir, cuya dureza la suavizaba un colchón de plumas, cubierto perennemente con una colcha de mil y un retazos o taracea. Las columnas salomónicas, en vez de colgaduras, sostenían San Blases, escapularios, cruces de cartón, piedras de vidrio y palmas benditas de los domingos de ramos de muchos años atrás.
En realidad aquélla no era casa sino en cuanto daba abrigo a dos personas, porque, fuera de las dos piezas mencionadas, no tenía comodidad ni más desahogo que el patio dicho, donde estaba la cocina, mejor, fogón, cajoncito de madera lleno de ceniza, montado sobre cuatro pies derechos, y protegido de la lluvia por una especie de alero de mesilla. Nos hemos detenido tanto en la descripción de la casucha donde entró Cecilia, porque pare su imaginación el benigno lector en el contraste que ofrecería una niña tan linda, rebosando vida y juventud, en medio de tanta antigualla, que no parecía sino que el cielo la había colocado allí para decirle a cada rato al oído: — Hija, contempla lo que serás y sé más cuerda.
Pero estamos seguros que eso era lo menos en que ella pensaba, y entonces con doble motivo, cuanto que más le importaba que no la sintiese entrar cierta persona que, de espaldas en la butaca, frente al nicho, parecía rezar o dormitar. Sin embargo, por más tiento que pusiese la picaruela en el modo de asentar la planta, no lo pudo hacer tan callandito que no la oyese y sintiese distintamente la vieja, cuyos oídos eran muy finos, y que entonces no rezaba ni dormía, sino que leía, hecha un arco, en un libro pequeño de oraciones con forro de pergamino.
— ¡Hola! le dijo mirándola de soslayo por encima de los aros perfectamente redondos de sus gafas, enhorquilladas en la punta de la nariz, a guisa de muchacho a la grupa de un caballo, ¡Hola señorita! ¿Aquí está Vd? ¿Eh? ¡Qué bueno! ¿Son éstas horas de venir a pedir la bendición de su abuela? (Porque la chica se acercaba con los brazos cruzados.) ¿Dónde has estado hasta ahora, buena pieza? (Habían tocado ya las oraciones.) ¡Qué linda estabas para ir por los óleos! Y echándole mano de pronto, en cuyo acto se le cayó el libro y se espantaron el gato que pestañeaba a menudo sentado en una silla, las palomas y las gallinas. Ven acá, espiritada, añadió; mariposa sin alas, oveja sin grey, loca de cepo; ven, que he de averiguar dónde has estado hasta estas horas. ¿Qué, tú no tienes rey ni Roque que te gobierne, ni Papa que te excomulgue? ¿Adónde se ha visto de eso? ¿Tú no tienes más vida que correr por las calles? ¿No se puede averiguar nadie contigo? Yo te haré entender que hay quien puede. ¡No me quedaba que ver!
Cecilia, lejos de asustarse, ni de huir, con mucha risa se echó en brazos de la malhumorada y gruñidora abuela, y, como para anudarle la lengua, le entregó cuanto le habían regalado las señoritas donde había estado.
Capítulo III
Que a las mozas malamente
Enloquecen con consejas.
CON MÁS ZALAMERÍA y astucia de las que cabían en una niña de su edad, Cecilia abrazó y besó a su abuela, a la cual dio el nombre de Chepilla (alteración caprichosa de Josefa), que así generalmente la llamaban. Bastó eso para aplacar su enojo, y nada hay en ello que extrañar, porque, según adelante veremos, había sido tan infeliz aquella mujer, sentía tal necesidad de ser amada por el único ser que la interesaba de cerca en el mundo, que mantener seriedad con la nieta, hubiera sido lo mismo que prolongar su propio martirio. Por supuesto que selló sus labios de golpe, y no acertó a otra cosa que a contemplarla, bien así como momentos antes había estado contemplando el dulce rostro de María Santísima, en fervorosa oración.
Mientras la niña estrechaba por la cintura a la vieja con sus torneados brazos y recostaba la hermosa cabeza en su pecho, semejante a la flor que brota en un tronco seco y con sus hojas y fragancia ostenta la vida junto a la misma muerte, la figura de seña Josefa se mostraba más extraña y fea de lo que era naturalmente. Su rostro mismo formaba contraste con lo demás del cuerpo. Ya fuese porque tenía la costumbre de llevarse el cabello atrás, ya porque lo sacó de naturaleza, la verdad es que le lucía la frente demasiado ancha, la nariz grande y roma, la barba aguda, y la cuenca de los ojos hundida. Esto daba aviesa expresión a su semblante, no muy fácil de pasar por alto al menos avisado observador. Aún había morbidez en sus brazos, y sus manos podían calificarse de lindas. Pero lo más notable de su fisonomía eran sus ojos grandes, oscuros y penetrantes, restos de una facciones que habían sido agradables, desarmonizadas ahora por una vejez prematura.
Mulata de origen, su color era cobrizo, y con los años y las arrugas se le había vuelto atezado, o achinado; para valernos de la expresión vulgar con que se designa en Cuba al hijo de mulato y negra, o al contrario. Podía tener 60 años de edad, aunque aparentaba más, porque ya empezaba a blanquearle el cabello, cosa que en las gentes de color suele suceder más tarde que en las de raza caucásica. Los padecimientos del ánimo aniquilan primero el semblante que el cuerpo mortal del hombre. Como veremos después, la resignación cristiana, obra de su fe en Dios, pasto con que al fin alimentaba su espíritu en las largas horas consagradas al rezo y a la meditación, sólo la hubiera mantenido en pie contra los embates de su miserable suerte. Por otra parte, con el triste convencimiento del que de una ojeada midió su pasado y su porvenir, y lo que debía y podía esperar de su nieta, hermosa flor arrojada en mitad de la plaza pública, para ser hollada del primer transeúnte, ya en el último tercio de su vida, con los remordimientos de la pasada, antes de airarse, comprendió que le tocaba aplacar la cólera de su juez invisible y procurarse momentos de calma, ínterin sonaba la hora postrimera.
En aquélla en que la sorprende nuestra narración, aunque hubiese cumplido los 80 de su vida, habría creído que había vivido muy poco tiempo si llegaban sus últimos momentos y dejaba tras sí a la nieta joven y desamparada en el mundo, y no le era dado asistir al desenlace de un drama en que ella, bien a su pesar, sin ser la heroína, representaba, hacía tiempo, papel muy importante. Acomodado el carácter de seña Josefa, naturalmente irascible, a la regla de conducta de que antes se ha hablado, como medio de alcanzar el perdón de sus propias culpas, fácil es comprender por qué, si bien justamente enojada con Cecilia porque llegaba tarde, y por otras muchas faltas anteriores, se sentía más bien dispuesta a disculparla que a reñirla. Después, como ella le vino con sus zalamerías, en vez de hurtarle el cuerpo, esto la sirvió de pretexto plausible para confirmarse en su propósito. En su virtud, cambiando prontamente de tono y aspecto, se contentó con preguntarle por segunda vez dónde había estado.
— ¿Yo? repitió la niña apoyando ambos codos en las rodillas de la abuela y jugando con los escapularios que le pendían del pescuezo. ¿Yo? En casa de unas muchachas muy bonitas que me vieron pasar y me llamaron. Allí estaba una señora gorda sentada en un sillón, que me preguntó cómo me llamaba yo, y cómo se llamaba mi madre, y quién era mi padre, y dónde vivía yo…
— ¡Jesús! ¡Jesús! exclamó seña Josefa persignándose.
— ¡Ay! continuó la chica sin parar mientes en la abuela. ¡Qué gente tan preguntona! ¿Y no sabe su merced cómo una de las muchachas aquellas me quería cortar el pelo para hacer una cachucha? Sí, señor. Pero yo me zafé.
— ¡Vea Vd. espíritu maligno y por dónde trepa! volvió a exclamar la abuela como si hablase consigo misma.
— Y si no es por un hombre, prosiguió Cecilia, que estaba acostado en el sofá, y regañó a las muchachas y les dijo que me dejaran quieta y luego se fue para su cuarto bravísimo… ¿Su merced no sabe quién es ese hombre, abuelita? Yo lo he visto hablar con su merced algunas veces allá en Paula, cuando vamos a misa. Sí, sí, él es, no me cabe duda. Y ahora recuerdo que es el mismo que cada vez que me encuentra en la calle me dice callejera, perdida, pilluela y muchas cosas. ¡Ah! Y dice que mandará a los soldados que me cojan y me lleven a la cárcel. ¡Qué sé yo cuánto más! Le tengo mucho miedo a ese hombre. ¡Debe ser muy regañón!
— ¡Niña! ¡Niña! exclamó sordamente la anciana apartándola un poco de su pecho y mirándola de un modo extraño y fijo, más enojada que sorprendida. Pero como si le ocurriese un grave pensamiento o un doloroso recuerdo y entre amonestarla y aconsejarla, lo que acaso equivalía a alumbrarle aquello de que debía estar ignorante toda la vida, su ánimo triste luchase en un mar de dudas, con sorpresa de la nieta selló de golpe sus labios. Poco a poco fue serenándose el piélago alborotado: se desvanecieron una después de la otra las nubes apiñadas en aquel horizonte naturalmente sombrío; y volviendo a estrechar la niña en sus desnudos brazos, añadió con toda la dulzura que pudo dar a su voz, por naturaleza bronca, con toda la calma de que pudo revestir su semblante:
— ¡Cecilia! Hija de mi corazón, no vayas más a esa casa.
— ¿Por qué, mamita?
— Porque, contestó la abuela como distraída, no sé verdaderamente, mi alma, no lo sé, no podría decirlo si quisiera…, pero es claro y constante, niña, que esa gente es muy mala.
— ¡Mala! repitió Cecilia azorada, ¿y me hicieron tantas caricias, y me dieron dulces, y raso para zapatos? ¡Si tú supieras lo que me chiquearon…!
— Pues no te fíes, niña. Tú eres muy confiada y eso no está bien. Por lo mismo que te chiquearon tanto debías de andar con cuatro ojos. Querían atraerte para hacerte algún daño. Uno no puede decir de qué son capaces las gentes. ¡Tantas cosas suceden ahora que no se veían en mi tiempo…! Cuando menos lo que procuraban era que te descuidaras, para coger unas tijeras y ¡tris! tumbarte el pelo. Sería una lástima, porque tú lo tienes muy hermoso. Además, que ese pelo no te pertenece, sino a la Virgen, que te salvó de aquella grave enfermedad… ¡Acuérdate! Yo le ofrecí que si te ponías buena le daría tu cabellera para adornar su efigie en Santa Catalina. No te fíes te digo.
Esto diciendo, le cogía la cabeza a la nieta entre ambas manos y le desparramaba los copiosos rizos por la espalda y los hombros.
— Sí, replicó Cecilia apretando los labios y levantando con aire de desdén la frente, como yo soy tan boba para que me engañen así, así…
— Sin embargo, hija, lo mejor de los dados es no jugarlos. Yo bien sé que tú eres una muchacha dócil y entendida; pero estoy cierta que no conoces a esa gente. Mira, no les hagas caso; aunque se les seque el gañote llamándote, no vayas a donde están. Mas ahora que me acuerdo: lo mejor es que ni por cien leguas te acerques por su rededores. Luego, ese hombre que tú misma dices que donde quiera que te topa te pone mala cara. ¡Sabe Dios quién será! Aunque no debemos pensar mal de nadie, con todo, como puede ser un santo puede ser un de… (Y se persignó sin concluir la palabra.) El Señor sea con nosotras. Además, Cecilia, tú eres muy inocente, algo atolondrada, y en esa casa… ¿Tú no lo sabes? hay una bruja que se roba a las muchachas bonitas. Por milagro de su Divina Majestad has escapado. Tú estuviste allí por la tarde, ¿no?
— Por la tardecita; todavía no habían encendido las luces en las casas.
— ¡Ay de ti si llegas a entrar de noche! Vamos, no vayas más en tu vida a esa casa, ni pases tampoco por la cuadra.
— ¡Anjá! Con que allí vive también un muchacho ya grande, que a cada rato lo topo por Santa Teresa con un libro debajo del brazo. Siempre que me ve me quiere coger, me corre detrás y sabe mi nombre…
— Estudiante, perverso, como todos ellos. Cuando menos se le cayó de las uñas al mismo Barrabás. Pero voy viendo que tú tienes una cabecita dura como una piedra, y que por más que me afano en aconsejarte no consigo nada. En efecto, ¿quién ha visto que una niña tan linda como tú se ande azotando calles, con la chancleta arrastro y el pelo suelto y desgreñado, hasta las tantas más cuantas de la noche? ¿De quién aprendes estas malas mañas? ¿Por qué no me has de hacer caso?
— Y Nemesia, la hija de seño Pimienta el músico, ¿no se está en la calle hasta las diez? Antenoche nada menos la topé en la plazuela del Cristo jugando a la lunita con una porción de muchachos.
— ¿Y tú te quieres comparar con la hija de seño Pimienta, que es una pardita andrajosa, callejera, y mal criada? El día menos pensado traen a esa espiritada, a su casa en una tabla con la cabeza partida en dos pedazos. La cabra, hija, siempre tira al monte. Tú eres mejor nacida que ella. Tu padre es un caballero blanco, y algún día has de ser rica y andar en carruaje. ¿Quién sabe? Pero Nemesia no será nunca más de lo que es. Se casará, si se casa, con un mulato como ella, porque su padre tiene más de negro que de otra cosa. Tú, al contrario, eres casi blanca y puedes aspirar a casarte con un blanco. ¿Por qué no? De menos nos hizo Dios. Y has de saber que blanco, aunque pobre, sirve para marido; negro o mulato ni el buey de oro. Hablo por experiencia… Como que fui casada dos veces… No recordemos cosas pasadas. Si tú supieras lo que le sucedió a una muchachita, cuasi de tu misma edad, por no hacer caso de los consejos de una abuela suya, la cual le pronosticó que si daba en andar por las calles tarde de la noche le iba a suceder una gran desgracia…
— Cuéntemelo, cuéntemelo, Chepilla, repitió la niña con la curiosidad de tal.
— Pues, señor: una noche muy escura, en que soplaba el viento recio, por cierto que era día de San Bartolomé, en que, como ya te he dicho otras veces, se suelta el diablo desde las tres de la tarde, estaba la muchacha Narcisa, que éste era su nombre, sentada cantando bajito en el quicio de piedra de su casa, mientras su abuela rezaba arrinconada detrás de la ventana… Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Pues señor, habían tocado ánimas en el Espíritu Santo, y como el viento había apagado los pocos faroles, las calles estaban muy escuras, silenciosas y solitarias, como boca de lobo. Pues según iba diciendo, la muchachita cantaba y la vieja rezaba el rosario, cuando estando así, cate que se oye tocar un violín por allá en vuelta del Ángel. ¿Qué se figuró la Narcisa? Que era cosa de baile, y sin pedirle permiso a la abuela, sin decir oste ni moste, echó a correr y no paró hasta la loma. Así que la vieja acabó de rezar, creyendo que su nieta estaba en la cama, según era natural, cerró la puerta.
— ¿Y dejó en la calle a la pobrecita? interrumpió Cecilia a la contadora con muestras de ansiedad y lástima.
— Ahora verás. La viejecita, antes de acostarse, porque ya era tarde y se caía del sueño, cogió una vela y fue al catre de la nieta para ver si dormía. Figúrate cuál no se quedaría ella que la amaba tanto, al encontrarse con el catre vacío. Corrió a la puerta de la calle, la abrió, llamó a gritos a la nieta: ¡Narcisa! ¡Narcisa! Pero Narcisa no responde. Ya se ve, ¿cómo había de responder la infeliz si el diablo se la había llevado?
— ¿Cómo fue eso? preguntó azorada la niña.
— Yo te lo contaré, prosiguió seña Chepa con calma, notando que producía el efecto deseado su cuento de cuentos. Pues, señor, al llegar Narcisa a las cinco esquinas del Ángel, se le apareció un joven muy galán, que le preguntó a dónde iba a aquella hora de la noche. — A ver un baile, contestó la inocente. — Yo te llevaré, repuso el joven; y cogiéndola por un brazo la sacó a la muralla. Aunque era muy escuro, reparó Narcisa que según iban andando el desconocido se ponía prieto, muy prieto, como carbón; que los pelos de la cabeza se le enderezaban como lesnas; que al reír asomaba unos dientes tamaños como de cochino jabalí; que le nacían dos cuernos en la frente; que le arrastraba un rabo peludo por el suelo, vamos, que echaba fuego por la boca como un horno de hacer pan. Narcisa entonces dio un grito de horror y trató de zafarse, pero la figura prieta le clavó las uñas en la garganta para que no gritara, y, cargando con ella, se subió a la torre del Ángel, que, según habrás reparado, no tiene cruz, y desde allí la arrojó en un pozo hondísimo que se abrió y volvió a cerrarse tragándosela en un instante. Pues esto es, hija, lo que le sucede a las niñas que no hacen caso de los consejos de sus mayores.
Dio aquí fin a su cuento seña Chepa y comenzó la admiración, el pavor de Cecilia, la cual se puso a temblar de pies a cabeza y a dar diente con diente, aunque sin cesar de bostezar, porque más era el sueño que el miedo; con lo que, dando traspiés, se fue a la cama, que es a lo que tiraba la astuta vieja. Muchos otros cuentos por el estilo le hizo a la andariega muchacha; pero estamos seguros que no sacó otro fruto con ellos que llenar su cabeza de supersticiones y amilanar su espíritu. Ello es, que no por eso dejó la chica de hacer su gusto, escapándose a veces por la ventana, aprovechándose otras del momento en que la enviaban a la taberna de la esquina inmediata, para andarse de calle en calle y de plaza en plaza: cuándo en pos de la incitativa música de un baile; cuándo tras los tambores de los relevos; cuándo de los carruajes del entierro; cuándo, en fin, de la turba muchachil que arrebata el medio de plata en el bautizo.
Capítulo IV
Lleno de impudicia, y lo derraman
En torpes mil escandalosas voces,
Que inficionan el viento
Y altamente publican lo que aman.
CINCO O SEIS AÑOS después de la época a que nos hemos contraído en los dos capítulos anteriores, a fines del mes de setiembre, había dado principio el convento de la Merced a la serie de ferias con que hasta el año de 1832, acostumbraban a solemnizar en Cuba las fiestas titulares religiosas, consagradas a los santos patrones de las iglesias y conventos; novenarios coincidentes a veces con el circular del Sacramento, introducido en el culto de Cuba desde los primeros años del siglo por el Señor Obispo Espada y Landa.
El novenario, de paso diremos, comenzaba nueve días anteriores a aquél en que caía el del santo patrono, prolongándose hasta otros nueve, con lo que se completaban dos novenas seguidas. Es decir, dieciocho días de fiesta, religiosas y profanas, que tenían más de grotescas y de irreverentes que de devotas y de edificantes. En ese tiempo se decía misa mayor con sermón por la mañana y se cantaba salve a prima noche dentro de la iglesia, con procesión por la calle el día del santo.
Fuera del templo había lo que se entendía por feria en Cuba, que se reducía a la acumulación en la plazuela o en las calles inmediatas, de innumerables puestos ambulantes, consistentes en una mesa o tablero de tijeras, cubiertos con un toldo y alumbrados por uno o más candiles de quemar grasa, donde se vendía, no ciertamente artículo alguno de industria o comercio del país, ni producto del suelo, caza, ave ni ganado, sino meramente baratijas de escasísimo valor, confituras de varias clases, tortas, obra de masa, avellanas, alcorza, agua de Loja y ponche de leche. Aquello no era feriar en el sentido recto de la palabra.
Pero esto no era por cierto el rasgo más notable de nuestras fiestas circulares. Había en el espectáculo algo que se hacía notable por demasiado grosero y procaz. Nos contraemos ahora a los juegos de envite y de manos que hacían parte de la feria y que provocaban con sus estupendas, aunque mentirosas ganancias, la codicia de los incautos. Los dirigían y ejecutaban en su mayoría hombres de color y de la peor ralea. Si bien groseros los artificios, no dejaban de engañar a muchos que se daban por muy avisados. Estos tenían lugar en la plazuela o en la calle, a la luz mortecina de los candiles o de los faroles de papel, y tomaban en ellos parte gentes de todas clases, condiciones, edades y sexos. Para las de alta posición social, queremos decir, para los blancos, había algo más decente, había la casa de bailes, donde un Farruco, un Brito, un Illas o un Marqués de Casa Calvo tenían puesta la banca o juego del monte desde el oscurecer hasta pasada la media noche, mientras duraban los dieciocho días de la feria.
Procurábase que la casa o casas de bailes estuviesen lo más vecino que se pudiera a la parroquia o convento en que se celebraba el novenario. En la sala se bailaba, en el comedor tocaba la orquesta, y en el patio se jugaba al juego conocido por del monte. La mesa era larga y angosta, para que cupiesen los más de los jugadores sentados a ambos lados, el tallador a una cabeza y en la otra su ayudante, que dicen gurrupié. Para la protección de los jugadores y de los naipes, en caso de lluvia, frecuentes en el otoño, se tendía un toldo del alero de la casa al caballete de la tapia divisoria de la vecina. No todos los tahures, para vergüenza nuestra sea dicho, eran del sexo fuerte, hombres ya maduros, ni de la clase lega, que en el grupo apiñado y afanoso de los que arriesgaban a la suerte de una carta, quizás el sustento de su familia el día siguiente, o el honor de la esposa, de la hija o de la hermana, podía echarse de ver una dama más ocupada del albur que de su propio decoro, o un mozo todavía imberbe, o un fraile mercenario en sus hábitos de estameña color de pajuela, con el sombrero de ala ancha encasquetado, las cuentas del largo rosario entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, y la derecha ocupada en colocar la moneda de oro o plata en el punto que más se daba, perdiendo o ganando siempre con la misma serenidad de ánimo que de semblante.
El banquero, para llamarle por su nombre más decente, era quien hacía el gasto del alquiler de la casa, el de la música y el de las velas de esperma con que se alumbraban la sala de baile, el comedor y la mesa del juego. Todo esto se hacía para atraer a los jugadores. La entrada, por supuesto, era libre, aunque el bastonero, que también tiraba sueldo, no admitía toda clase de persona. En aquella época corría mucho la moneda fuerte, los duros españoles y las onzas de oro. La plata menuda escaseaba, y era cosa de oír el continuo retintín de los pesotes columnarios y sonoras onzas, que maquinalmente dejaban caer los tahures de una mano a otra o sobre la mesa, como para distraer el pensamiento y de algún modo interrumpir el solemne silencio del azaroso juego.
Que nada de lo que aquí se traza a grandes rasgos estaba prohibido o no más que tolerado por las autoridades constituidas, se desprende claramente del hecho de que los garitos en Cuba pagaban una contribución al gobierno para supuestos objetos de caridad. ¿Qué más? La publicidad con que se jugaba al monte en todas partes de la Isla principalmente durante la última época del mando del capitán general don Francisco Dionisio Vives, anunciaba, a no dejar duda, que la política de éste o de su gobierno se basaba en el principio maquiavélico de corromper para dominar, copiando el otro célebre del estadista romano: divide et impera. Porque equivalía a dividir los ánimos, el corromperlos, cosa que no viese el pueblo su propia miseria y su degradación.
Pero esta digresión, por más necesaria que fuese, nos ha desviado un tanto del punto objetivo de la presente historia. Nuestra atención la atraía por completo un baile de la clase baja que se daba en el recinto de la ciudad por la parte que mira al Sur. La casa donde tenía efecto, ofrecía ruín apariencia, no ya por su fachada gacha y sucia, como por el sitio en que se hallaba, el cual no era otro que el de la garita de San José, opuesto a la muralla, en una calle honda y pedregosa. Aunque de puerta ancha con postigo, no formaba lo que se entiende en Cuba por zaguán, pues abría derecho a la sala. Tras ésta venía el comedor con el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que persianas menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada barrigona, los búcaros, de una especie de terra cotta y las pálidas alcarrazas de Valencia, en España. Al comedor dicho daba la puerta lateral del primer aposento, ocupado en su mayor parte por dos órdenes de sillones de vaqueta colorada, una cama con colgaduras de muselina blanca y un armario, al que dicen en La Habana escaparate. Otros cuartos seguían a ése, atestados de muebles ordinarios, y paralelo a ellos un patio largo y angosto, también obstruido en parte por el brocal alto de un pozo cuyas aguas salobres dividía con la casa contigua, terminando cuartos y patio en una saleta atravesada y exenta.
En esta última se hallaba una mesa de regular tamaño, ya vestida y preparada con cubiertos como para hasta diez personas; algunos refrescos y manjares, agua de Loja, limonada, vinos dulces, confituras, panetelas cubiertas, suspiros, merengues, un jamón adornado con lazos de cintas y papel picado, y un gran pescado, nadando casi en una salsa espesa de fuerte condimento. En la sala había muchas sillas ordinarias de madera arrimadas a las paredes, y a la derecha, como se entra de la calle, un canapé, con varios atriles de pie derecho por delante. Aquél, a la sazón que principia nuestro cuento, le ocupaban hasta siete negros y mulatos músicos, tres violines, un contrabajo, un flautín, un par de timbales y un clarinete. El último de los instrumentos aquí mencionados se hallaba a cargo de un mulato joven, bien plantado y no mal parecido de rostro, quien, no obstante sus pocos años, dirigía aquella pequeña orquesta.
Ese se veía de pie a la cabeza del canapé por el lado de la calle. Sus compañeros, casi todos mayores que él, le decían Pimienta, y ya fuese un sobrenombre, ya su verdadero apellido, por éste lo designaremos de aquí adelante. Su mirada distraída y aun sombría, no se apartaba de la puerta de la calle, como si esperase algo o a alguien, en los momentos de que hablamos ahora.
Pero aquella puerta, lo mismo que la ventana de bastidor cuadrado, se veía asediada de una multitud de curiosos de todas edades y condiciones, que apenas permitían acceso a la sala a las mujeres y hombres con derecho o voluntad de entrar. Y decimos con derecho o voluntad porque nadie presentaba papeleta, ni había bastonero que recibiese o aposentase. El baile, conocidamente era uno de los que, sin que sepamos su origen, llamaban cuna en La Habana. Sólo sabemos que se daban en tiempo de ferias, que en ellos tenían entrada franca los individuos de ambos sexos de la clase de color, sin que se le negase tampoco a los jóvenes blancos que solían honrarlos con su presencia. El hecho, sin embargo, de tenerse preparado en el interior un buen refresco, prueba, que si aquella era una cuna en el sentido lato de la palabra, parte al menos de la concurrencia había recibido previa invitación o esperaba ser bien recibida. Así era en efecto la verdad. La ama de la casa, mulata rica y rumbosa, llamada Mercedes, celebraba su santo en unión de sus amigos particulares, y abría las puertas para que disfrutaran del baile los aficionados a esta diversión y contribuyeran con su presencia al mayor lustre e interés de la reunión.
Serían las ocho de la noche. Desde por la tarde habían estado cayendo los primeros chubascos de otoño, y aunque habían suspendido hacia el oscurecer, tras haber empapado el suelo, dejando las calles intransitables, no habían refrescado la atmósfera. Lejos de ello, había quedado tan saturada de humedad, que se adhería a la piel y hervía en los poros. Pero no eran estos inconvenientes para los curiosos que, según hemos dicho antes, asediaban la puerta y la ventana, hasta llenar casi la mitad de la angosta y torcida calle; ni para los concurrentes al baile, que a medida que avanzaba la noche llegaban en mayor número, unos a pie, otros en carruaje. Cosa de las nueve la sala de baile era un hervidero de cabezas humanas; las mujeres sentadas en las sillas del rededor y los hombres de pie en medio, formando grupo compacto, todos con los sombreros puestos; por lo cual la cabeza que sobresalía, de seguro que tropezaba con la bomba de cristal, suspendida de una vigueta por tres cadenas de cobre, en que ardía la única vela de esperma para alumbrar a medias aquella tan extraña como heterogénea multitud.
Bastante era el número de negras y mulatas que habían entrado, en su mayor parte vestidas estrafalariamente. Los hombres de la misma clase, cuya concurrencia superaba a la de las mujeres, no vestían con mejor gusto, aunque casi todos llevaban casaca de paño y chaleco de piqué, los menos chupa de lienzo, dril o Arabia, que entonces se usaban generalmente, y sombrero de paño. No escaseaban tampoco los jóvenes criollos de familias decentes y acomodadas, los cuales sin empacho se rozaban con la gente de color y tomaban parte en su diversión más característica, unos por mera afición y otros movidos por motivos de menos puro origen. Aparece que algunos de ellos, pocos en verdad, no se recataban de las mujeres de su clase, si hemos de juzgar por el desembarazo con que se detenían en la sala de baile y dirigían la palabra a sus conocidas o amigas, a ciencia y presencia de aquéllas que, mudas espectadoras, los veían desde la ventana de la casa.
Distinguíase entre los jóvenes dichos antes, así por su varonil belleza de rostro y formas, como por sus maneras joviales, uno a quien sus compañeros decían Leonardo. Vestía pantalón y chupa de dril crudo con listas rosadas, chaleco blanco de piqué, corbata de seda ajustada al cuello por un anillo de oro y las puntas sueltas, sombrero de yarey, tan fino que parecía hecho de holán Cambray, calcetín de seda de color de carne y zapato bajo con hebillita de oro al lado. Por debajo del chaleco, asomaba una cinta de aguas rojo y blanco, doblada en dos y sujetas las puntas con una hebilla también de oro. Esta servía de cadena al reloj en el bolsillo del pantalón. Había allí otro hombre que se distinguía más si cabe que Leonardo, aunque por distinto camino, esto es, por lo que diferían a su opinión y se reían de sus chocarrerías los negros y mulatos, y por la familiaridad con que trataba a las mujeres, sobre todas al ama de la casa. Frisaba ya en los cuarenta años de edad ese sujeto, no tenía pelo de barba, era blanco de rostro, con ojos grandes y alocados, la nariz larga, roja hacia la punta, indicio de su poca sobriedad, la boca grande, más expresiva. Portaba siempre debajo del brazo izquierdo una caña de Indias con puño de oro y borlas de seda negra. Le acompañaba a todas partes, como la sombra al cuerpo, un hombre de facha ordinaria, notable por la estrechez de la frente, por sus movibles y ardientes ojicos, y, sobre todo, por sus enormes patillas negras, que le daban el aire antes de bandolero que de alguacil; empleo que desempeñaba entonces, pues el otro a quien seguía era nada menos que Cantalapiedra, comisario del barrio del Ángel, el cual abandonaba por andarse tras la tentadora cuna.
Rato hacía que la música tocaba las sentimentales y bulliciosas contradanzas cubanas, aunque todavía el baile, para valernos de la frase vulgar, no se había rompido. Acomodaba afanosa el ama de la casa a sus amigas particulares y de más edad en los sillones del aposento, para que a salvo de las pisadas y tropiezos pudiesen gozar de la fiesta al mismo tiempo que no perder de vista a los objetos o de su cuidado, o de su cariño, que como jóvenes quedaban en la sala. Pimienta, el clarinete, se mantenía en pie a la cabeza de la orquesta, tocando su instrumento favorito, casi de frente para la calle, cual si no hubiese entrado aún la persona digna de su música, o quisiera ser el primero en verla entrar. Parecía, sin embargo, inútil este cuidado, por cuanto no entraba hombre ni mujer que no tuviera algo que decirle al paso. A todos estos saludos contestaba él invariablemente con un movimiento de cabeza, si se exceptúa que cuando le tocó su vez al capitán Cantalapiedra, quien con su acostumbrada familiaridad le puso la mano en el hombro y le habló en secreto, contestó quitándose el instrumento de la boca: — Así parece, mi capitán.
Podía advertirse que cada vez que entraba una mujer notable por alguna circunstancia, los violines, sin duda para hacerle honor, apretaban los arcos, el flautín o requinto perforaba los oídos con los sones agudos de su instrumento, el timbalero repiqueteaba que era un primor, el contrabajo, manejado por el después célebre Brindis,7 se hacía un arco con su cuerpo y sacaba los bajos más profundos imaginables, y el clarinete ejecutaba las más difíciles y melodiosas variaciones. Aquellos hombres, es innegable, se inspiraban, y la contradanza cubana, creación suya, aun con tan pequeña orquesta, no perdía un ápice de su gracia picante ni de su carácter profundamente malicioso-sentimental.
Capítulo V
Mujer más airosa?
— No.
Ni al Parque jamás salió
Más aseada y bien prendida
Después de dar una vuelta por la sala, el comisario Cantalapiedra se entró de rondón en el aposento, y en son de broma le tapó por detrás los ojos al ama de la casa, en los momentos en que ella se inclinaba sobre la cama para depositar la manta de una de sus amigas que acababa de entrar de la calle. La tal ama de la casa, Mercedes Ayala, era una mulata bastante vivaracha y alegre a pesar de sus treinta y pico cumplidos, regordeta, baja de cuerpo y no mal parecida. Atrapada y todo por detrás, no se cortó ni turbó por eso; antes por un movimiento natural acudió con entrambas manos a tentar las del que la impedía ver, y sin más dilación dijo: — Este no puede ser otro que Cantalapiedra.
— ¿Cómo me conociste, mulata? preguntó él.
— ¡Toma! repuso ella. Por el aquel de algunas gentes.
— ¿El aquel mío o tuyo?
— El de los dos, señor, para que no haya disgusto.
Tras lo cual el comisario la atrajo a sí suavemente por la cintura con el brazo derecho y le dijo una cosa al paño que la hizo reír mucho; aunque, apartándole con ambas manos, repuso:
— Quite allá, lisonjero. La que trastorna el juicio está al caer. Ya yo ya… Cátela Vd.
Si con estas últimas palabras aludía la Ayala a una de las dos muchachas que en aquel mismo punto se apearon de un lujoso carruaje a la puerta de la casa, hecho anunciado por el movimiento general de cabezas de dentro y fuera de ella, no cabe duda que tenía sobrada razón. No la había más hermosa ni más capaz de trastornar el juicio de un hombre enamorado. Era la más alta y esbelta de las dos, la que tomó la delantera al descender del carruaje lo mismo que al entrar en la sala de baile, de brazo con un mulato que salió a recibirla al estribo, y la que, así por la regularidad de sus facciones y simetría de sus formas, por lo estrecho del talle, en contraste con la anchura de los hombros desnudos, por la expresión amorosa de su cabeza, como por el color ligeramente bronceado, bien podía pasar por la Venus de la raza híbrida etiópico-caucásica. Vestía traje de punto ilusión sobre viso de raso blanco, mangas cortas con ahuecadores, que las hacían parecer dos globos pequeños, banda de cinta ancha encarnada a través del pecho, guantes de seda largos hasta el codo, tres sartas de brillantes corales al cuello, y una pluma blanca de marabú con flores naturales, las que, con el pelo hecho un rodete bajo y un orden de rizos de sien a sien, por detrás, daban a su cabeza el aire de una gorra antigua de terciopelo negro, que es lo que ella o su peluquero se había propuesto contrahacer. La compañera iba vestida y peinada con poco más o menos como ella, pero no siendo ni con mucho tan esbelta y bella, no atrajo tanto la atención.
Volvíanse las mujeres todo ojos para verla, los hombres le abrían paso, le decían alguna lisonja o chocarrería, y en un instante el rumor sordo de: — La Virgencita de bronce, la Virgencita de bronce, recorrió de un extremo a otro la casa del baile. Que la reina de éste acababa de presentarse, sin la orquesta, dieron de ello claras muestras la animación y el movimiento difundidos por todas partes. Al pasar ella por junto al clarinete Pimienta, le tocó con el abanico en el brazo, acompañando la acción con una sonrisa, que fueron parte para que el artista, que por lo visto esperaba aquel instante con ansia devoradora, sacara de su instrumento las melodías más extrañas y sensibles, cual si la musa de sus sueños platónicos hubiese bajado a la tierra y adoptado la forma de una mujer sólo para inspirarle. Puede decirse en resumen que el golpe del abanico surtió en el músico el efecto de una descarga eléctrica cuya sensación, si es dable expresarlo así, podía leerse lo mismo en su rostro que en todo su cuerpo, desde el cabello a la planta. No se cruzaron palabras entre ellos, por supuesto, ni parecían necesarias tampoco, al menos por lo que a él tocaba, pues el lenguaje de sus ojos y de su música era el más elocuente que podía emplear ser alguno sensible, para expresar la vehemencia de su amorosa pasión.
También le tocó con su abanico y se sonrió con Pimienta la compañera de la llamada Virgencita de bronce pero el menos observador pudo advertir que el toque y la sonrisa de la una no tuvieron sobre él, ni con mucho, la influencia mágica de los de la otra. Al contrario, sus miradas se encontraron con natural y sereno movimiento, por donde era fácil colegir que había inteligencia entre ella y el músico, pero aquella inteligencia que tiene por origen la amistad o el parentesco, no el amor. Sea de esto lo que se fuere, Pimienta siguió con la vista a las dos muchachas, en cuanto se lo permitían las gentes, hasta que entraron en el primer aposento, por la puerta del comedor, entonces cesó de tocar y paró la música.
Los jóvenes blancos, con Cantalapiedra a su cabeza, se habían situado al fin en el comedor, cerca de esa puerta de comunicación, para hallarse a la mira, lo mismo de las mujeres que entraban de la calle, como de las que salían a bailar en la sala. El que llamaban Leonardo, no bien notó la aproximación del carruaje en que llegaban las dos muchachas arriba mencionadas, se abrió camino a la calle con alguna dificultad, y se dirigió derecho al calesero, al cual le habló en baja voz. Este, para oírlo, se inclinó desde la silla del caballo que montaba, se quitó el sombrero en señal de respeto, y diciendo, — sí, señor, — al punto echó a escape con el carruaje la vuelta del hospital de mujeres de Paula.
Mientras las dos muchachas pasaban del comedor al cuarto, la más hermosa preguntó a su amiga en tono de voz que pudieron oír algunos de los circunstantes:
— ¿Lo has visto, Nene?
— ¿Te ciega el amor? contestó la compañera con otra pregunta.
— No es eso, china, sino que no lo he visto. ¿Qué quieres?
— Pues por tu lado pasó como un reguilete, cuando nosotras entrábamos.
Con esto la otra echó una rápida ojeada en torno del grupo de cabezas que la rodeaban y se inclinaban sobre ella, en el afán de verla a su sabor y de atraer sus miradas. Pero no cabe duda que sus ojos no tropezaron con los del individuo, cuyo nombre ninguna de las dos mencionó, porque torció el ceño y dio claras muestras de su desazón. Cantalapiedra, sin embargo, oyendo sus palabras y observando su semblante, dijo: ¡Cómo! ¿Qué, no me ves? ¡Aquí me tienes, cielo!
La joven hizo un mohín muy sonoro y no replicó palabra. Por el contrario, Nemesia, que se perecía por los dimes y diretes, contestó con más viveza que gracia:
— Ahí se podía estar el señor toda la vida. Naide preguntaba por el señor.
— Ni yo hablaba contigo, poca sal.
— Ni se necesita, cristiano.
— ¡Qué lengua, qué lengua! repitió el comisario.
Todo esto pasó en un instante, sin volver atrás la cara las muchachas, ni pararse a conversar, sino el tiempo necesario para que los hombres les abrieran paso. Ya en la puerta del aposento, la Ayala recibió a sus amigas con los brazos abiertos y muchas demostraciones de alegría y de cariño. Y ya fuese por cumplimiento, ya porque así en efecto lo sentía, dijo casi a gritos: — Por ustedes se aguardaba para romper el baile. ¿Cómo está Chepilla? continuó hablando con la más joven. ¿No ha venido? Empezaba a creer que había habido novedad.
— Por poco no vengo, contestó la preguntada. Chepilla no se sentía buena, y luego se ha puesto tan impertinente. El quitrín esperó por nosotras media hora por lo menos.
— Más vale que no haya venido, continuó la Mercedes. Porque la cosa va a durar hasta el alba y ella no podría resistir. Denme sus mantas.
Tiempo era ya de que la fiesta comenzase. En efecto, no tardó en presentarse en el aposento ocupado por las matronas un mulato alto, calvo, algo entrado en años, aunque robusto, quien plantándose delante de la Mercedes Ayala, le dijo en voz bronca y con los brazos levantados:
— Vengo por la gracia y la sal para romper el baile.
— Pues, hermano, a la otra puerta, que aquí no es, repuso la Ayala con mucha risa.
— No hay que venirme con ésas, señora, porque yo soy porfiado. Además, que a nadie sino al ama de la casa corresponde el honor de romper el baile; con más que es su natalicio.
— Eso sería bueno si no hubiera en esta selecta reunión muchachas bonitas, a quienes de derecho corresponde el dominio y la gloria en todas partes.
— Ya se ve, agregó el calvo, que no faltan esta noche en tan selecta reunión muchas y muy bonitas muchachas, pero esta circunstancia, que concurre también en el ama de la casa, no les da derecho a romper el baile. Hoy en el día de su santo, Merceditas, es Vd. el ama de la casa, donde celebramos tan fausto día, y es Vd. la gracia y la sal del mundo. ¿He dicho algo? concluyó recorriendo con la vista los circunstantes en busca de su aprobación.
Todos, que más que menos, ya con palabras, ya con la acción, manifestaron su aquiescencia, de manera que la Ayala tuvo que ponerse en pie, y mal su grado seguir al compañero a la sala. Por entonces ya habían despejado los hombres, dejando un buen espacio libre en el centro. El calvo llevaba de la mano a la Ayala, y con ella se cuadró de frente para la orquesta, a la cual mandó en tono imperioso que tocase un minué de corte. Este baile serio y ceremonioso estaba en desuso en la época de que hablamos; pero por ser propio de señores o gente principal, la de color de Cuba le reservaba siempre para dar principio a sus fiestas.
Bailaba aquella anticuada pieza con bastante gracia por parte de la mujer y con aire grotesco por la del hombre, saludaron a la primera los circunstantes con estrepitosos aplausos, y luego, sin más demora, comenzó de veras el baile, es decir, la danza cubana, modificación tan especial y peregrina de la danza española, que apenas deja descubrir su origen. Uno de tantos presentes se arrestó a invitar a la joven de la pluma blanca, como si dijéramos, a la musa de aquella fiesta, y ella, sin hacerse de rogar ni poner ningún reparo, aceptó de plano la invitación. Cuando pasaba del aposento a la sala, para ocupar su puesto en las filas de la danza, se le escapó a una de las mujeres la siguiente audible exclamación:
— ¡Qué linda! Dios la guarde y la bendiga.
— El mismo retrato de su madre, que santa gloria haya, agregó otra.
— ¡Cómo! ¿Que murió la madre de esa niña? preguntó muy azorada una tercera.
— ¡Toma! ¿Que ahora se desayuna Vd. de eso? repuso la que habló en segundo lugar. ¿Pues no oyó Vd. decir que había muerto de resultas de haber perdido a su hija a los pocos días de nacida?
— No entiendo cómo la perdió si vive.
— No me ha dejado Vd. explicar, seña Caridad. Perdió a su hija a los pocos días de nacida porque se la quitaron cuando menos lo esperaba. Hay quien diga que la abuela, para ponerla en la Real Casa Cuna y hacerla pasar por blanca; hay quien diga que la abuela no fue la ladrona, sino el padre de la muchacha, que era un caballero de muchas campanillas y ya se había arrepentido de sus tratos y contratos con la madre. Esta perdió junto con la hija el juicio, y cuando le volvieron la hija, por consejo de los médicos, ya fue tarde, porque si recobró el juicio, que hay quien lo duda, no recobró la salud, y murió en Paula.
— Ha contado Vd. una historia, seña Trinidad, dijo pasito la Ayala con sonrisa de incredulidad a la mulata que acababa de hablar.
— Hija, replicó la Trinidad alto, como me la contaron la cuento; ni quito ni pongo de mi caudal.
— Pues según mis informes, que son de buena tinta, continuó la Ayala, Vd. o la que le contó la historia añadió mucho de su propio caudal. Lo digo porque no se sabe de cierto si la madre de la niña ésta vive o muere; lo único que está bien averiguado es que la abuela oculta a la nieta el nombre de su padre, aunque es preciso ser ciega para no verlo o conocerlo. Cuando menos anda ahora mismo por las ventanas, siguiéndole los pasos a la hija, como que no la pierde de vista un punto. Parece que ese hombre ingrato y desnaturalizado, arrepentido de su conducta con la infeliz Rosarito Alarcón, no halla otro medio de expiar su culpa que seguir a la hija de cuna en cuna y de ponina en ponina, para ver si la liberta de los peligros del mundo. No tenga cuidado. Trabajo le mando. Como que así así se le cortan las alas al pájaro que una vez emprendió el vuelo.
— Pero se puede saber, preguntó la que dijeron Caridad, ¿quién es el señorón de que se trata? Porque aquí tiene Vd. una persona que no lo conoce ni lo ha visto nunca, y no me parece que soy sorda ni ciega.
— Como sé lo que es una curiosidad no satisfecha, seña Caridad, voy a sacarla de dudas, dijo la Ayala acercándose. Creo que hablo con una mujer de secreto, y por eso le digo todo lo que hay en el asunto. Apuradamente no tengo por qué andar con tapujos a estas horas. Sepa que el hombre es…; y poniéndole ambas manos en los hombros a la curiosa, le comunicó en secreto el nombre del individuo. ¿Lo conoce Vd. ahora? concluyó preguntando la Ayala.
— Por supuesto que sí, contestó seña Caridad. Como a mis manos. Lo más que yo conocía. Por cierto que…; pero cállate, lengua.
Serían las diez de la noche y entonces estaba en su punto el baile. Bailábase con furor. Decimos con furor porque no encontramos término que pinte más al vivo aquel mover incesante de pies, arrastrándolos muellemente junto con el cuerpo al compás de la música; aquel revolverse y estrujarse en medio de la apiñada multitud de bailadores y mirones, y aquel subir y bajar la danza sin tregua ni respiro. Por sobre el ruido de la orquesta con sus estrepitosos timbales, podía oírse, en perfecto tiempo con la música, el monótono y continuo chis, chas de los pies; sin cuyo requisito no cree la gente de color que se puede llevar el compás con exacta medida en la danza criolla.
En la época a que nos referimos, estaban en boga las contradanzas de figuras, algunas difíciles y complicadas, tanto que era preciso aprenderlas por principio antes de ponerse a ejecutarlas, pues se exponía a la risa del público el que las equivocaba, equivocación a que decían perderse. Aquel que se colocaba a la cabeza de la danza ponía la figura, y las demás parejas debían ejecutarla o retirarse de las filas. En todas las cunas generalmente había algún maestro a quien cedían o se tomaba el derecho de poner la figura, la misma que al volver a la cabeza de la danza la cambiaba a su antojo. El que más raras y complicadas figuras ponía, más crédito ganaba de excelente bailador, y se tenía a honra entre las mujeres el ser su compañera o pareja. Con el maestro per se, fuera de esa distinción, que se disputaba a veces, había la seguridad de no perderse, ni verse en la triste necesidad de sentarse, sin haber bailado, después de haberse colocado en las filas de la danza.
En la noche en cuestión, bailaba el maestro con Nemesia, la amiga predilecta de la joven de la pluma blanca. Había él puesto muchas y muy raras figuras, dejando conocidamente para lo último la más difícil y complicada. La segunda, tercera, cuarta y quinta parejas salieron airosas de la prueba, ejecutando la figura con los mismos enlaces, desenlaces y actitudes del maestro; pero no obstante el espacio que tuvo para estudiarla y aprenderla el compañero de la apellidada Virgencita de bronce, pues ocupaba en las filas el sexto lugar, a medida que se acercaba su turno, crecía su ansiedad y volvía el rostro hacia los músicos, en ademán suplicatorio, como esperando que adivinaran su aprieto y parasen la música. Aquella inquietud se comunicó a la muchacha, la cual conoció que iba a pasar por la vergüenza de tener que sentarse en lo más animado y divertido de la danza. El temor llegó a dominar todo su ser, poniéndola pálida y nerviosa. Lo que pasaba en el ánimo de esa pareja no tardó en hacerse visible a los ojos de las demás parejas y de muchos de los espectadores del baile.
La idea no más de que la hasta allí reina de la cuna podía verse obligada a retirarse, antes de tiempo, de las filas, había llenado de cruel y envidioso regocijo a las otras muchachas a quienes habían mortificado sobre manera las preferencias y públicos elogios que de ella hacían los hombres desde el momento de su entrada en el baile. En aquellas críticas circunstancias, Pimienta, que no la había perdido tampoco un punto de vista en medio de sus caprichosos giros y del tumulto de la danza, comprendió al vuelo lo que pasaba, y sin advertir a nadie de su intento, paró la música de golpe. Respiró con desahogo el compañero de la joven, y ésta pagó con una sonrisa celestial aquel socorro tan a tiempo del director de la orquesta.
Capítulo VI
Que ardiente en su torno gira,
Ninguno le dijo: “mira,
Aquél te adora en secreto.
Que oyendo y viéndote está”.
HABRÁ COMPRENDIDO YA EL discreto lector, que la Virgencita de bronce de las anteriores páginas no es otra que Cecilia Valdés, la misma jovenzuela andariega que procuramos darle a conocer al principio de esta verídica historia. Hallábase, pues, en la flor de su juventud y de su belleza, y empezaba a recoger el idólatra tributo que a esas dos deidades rinde siempre con largueza el pueblo sensual y desmoralizado. Cuando se recuerde la descuidada crianza y se una a esto la soez galantería que con ella usaban los hombres, por lo mismo que era de la raza híbrida e inferior, se formará cualquier idea aproximada de su orgullo y vanidad, móviles secretos de su carácter imperioso. Así es que, sin vergüenza ni reparo, a menudo manifestaba sus preferencias por los hombres de la raza blanca y superior, como que de ellos es de quienes podía esperar distinción y goces, con cuyo motivo solía decir a boca llena, — que en verbo de mulato sólo quería las mantas de seda8, de negro sólo los ojos y el cabello.
Fácil es de creer, que una opinión tan francamente emitida como contraria a las aspiraciones de los hombres de las dos clases últimamente mencionadas, no les haría buena sangre, según suele decirse. Con todo eso, bien porque no se creyese sincera a su autora cuando la expresaba, bien porque se esperaba que hiciera una excepción, bien porque siendo tan bella era imposible verla sin amarla, lo cierto es que más de un mulato estaba perdido de amores por ella, sobre todos Pimienta, el músico, como habrá podido advertirse. Este tal gozaba la inapreciable ventaja sobre los demás pretendientes, de ser hermano de la amiga íntima y compañera de la infancia de Cecilia, con cuyo motivo podía verla a menudo, tratarla con intimidad, hacérsele necesario y ganar tal vez su rebelde corazón a fuerza de devoción y de constancia. ¿A quién no ha halagado en su vida esperanza más efímera? De todos modos, él siempre tenía presente aquel canto popular de los poetas españoles, que principia: — Labra el agua sin ser dura, un mármol endurecido, — y puede decirse, en honor de la verdad, que Cecilia le distinguía entre los hombres de su clase que se le acercaban a celebrarla, si bien semejante distinción, hasta la fecha presente, no había pasado de uno que otro rasgo de amabilidad con un hombre por otra parte muy amable, cortés y atento con las mujeres.
Acabada la danza, se inundó de nuevo la sala y comenzaron a formarse los grupos en torno de la mujer preferida por bella, por amable o por coqueta. Pero en medio de la aparente confusión que entonces reinaba en aquella casa, podía observar cualquiera que, al menos entre los hombres de color y los blancos, se hallaba establecida una línea divisoria que, tácitamente y al parecer sin esfuerzo, respetaban de una y otra parte. Verdad es que unos y otros se entregaban al goce del momento con tal ahinco, que no es mucho de extrañar olvidaran por entonces sus mutuos celos y odio mutuo. Además de eso, los blancos no abandonaron el comedor y aposento principal, a cuyas piezas acudían las mulatas que con ellos tenían amistad, o cualquier otro género de relación, o deseaban tenerla; lo cual no era ni nuevo ni extraño, atendida su marcada predilección. Cecilia y Nemesia, por uno u otro de estos motivos, o por su estrecha amistad con el ama de la casa, no bien concluyó la danza se fueron derecho al aposento y ocuparon asiento detrás de las matronas hacia el comedor. Allí, sin más dilación, se formó el grupo de los jóvenes blancos, porque, ya se ha dicho, aquellas dos muchachas eran las más interesantes del baile. Las personas conspicuas de ese grupo, sin disputa que eran tres: el comisario Cantalapiedra, Diego Meneses y su amigo íntimo el joven conocido por Leonardo. Este último tenía apoyada la mano derecha en el canto del respaldo de la silla ocupada por Cecilia, quien, por casualidad o a posta, le estrujó los dedos con la espalda.
— ¿Así trata Vd. a sus amigos? Le dijo Leonardo sin retirar la mano, aunque le escocía bastante.
Contentose Cecilia con mirarlo de soslayo y torcerle los ojos cual si la palabra amigo sonase mal en quien debía saber que era tratado como enemigo.
— Esa niña está hoy muy desdeñosa, dijo Cantalapiedra, que notó la acción y la mirada.
— ¿Y cuándo no? dijo Nemesia sin volver la cara.
— Nadie te ha dado vela en este entierro, repuso el comisario.
— Y al señor ¿quién se la ha dado? agregó Nemesia mirándole entonces de reojo.
— ¿A mí? Leonardo.
— Pues a mí, Cecilia.
— No hagas caso, mujer, dijo esta última a su amiga.
— Si no fuera por qué… yo te ponía más suave que un guante, añadió Cantalapiedra hablando directamente con Cecilia.
No ha nacido todavía, dijo ella, el que me ha de hacer doblar el cocote.
— Tienes esta noche palabras de poco vivir, le dijo entonces Leonardo, inclinándose hasta ponerle la boca en el oído.
— Me la debe Vd. y me la ha de pagar, le contestó ella en el propio tono y con gran rapidez.
— Al buen pagador no le duelen prendas, dice a menudo mi padre.
— Yo no entiendo de eso, repuso Cecilia. Sólo sé que Vd. me ha desairado esta noche.
— ¿Yo…? Vida mía…
En aquella misma sazón se acercó Pimienta por la puerta de la sala saludando a un lado y a otro a sus amigas, y cuando se puso al alcance de Cecilia ésta le echó mano del brazo derecho con desacostumbrada familiaridad, y le dijo, afectando tono y aire volubles: — ¡Oiga! ¡Qué bien cumple un hombre su palabra empeñada!
— Niña — contestó con solemne tono, aunque acaso no era para tanto — José Dolores Pimienta siempre cumple su palabra.
— Lo cierto es que la contradanza prometida aún no se ha tocado.
— Se tocará, Virgencita, se tocará, porque es preciso que sepa que a su tiempo se maduran las uvas.
— La esperaba en la primera danza.
— Mal hecho. Las contradanzas dedicadas no se tocan en la primera, sino en la segunda danza, y la mía no debía salir de la regla.
— ¿Qué nombre le ha puesto? preguntó Cecilia.
— El que se merece por todos estilos la niña a quien va dedicada: Caramelo vendo.
— ¡Ah! Esa no soy yo por cierto, dijo la joven corrida.
— ¡Quién sabe, niña! ¡Qué tarde vinieron! agregó hablando con su hermana Nemesia.
— No me digas nada, José Dolores, repuso ésta. Costó Dios y ayuda persuadir a Chepilla el que nos dejase venir solas, porque lo que es ella no podía acompañarnos. Consintió a lo último porque vinimos en quitrín. Y aún así, (para añadir estas palabras miró a Cecilia como consultando su semblante), si no tomamos la determinación de meternos en él, nos quedamos… Chepilla se puso furiosa en cuanto que se asomó a la puerta y conoció…
— Chepilla no se puso brava por nada de eso, mujer; interrumpió Cecilia con gran viveza a su amiga. No quería que viniésemos porque la noche estaba muy mala para baile. Y tenía mucha razón, sólo que yo había dado mi palabra…
Por prudencia o por cualquier otro motivo, Pimienta se alejó de allí sin aguardar a más explicaciones. No sucedió lo mismo con Cantalapiedra, que era hombre curioso si los hay, por lo que con sonrisa maliciosa le preguntó a Nemesia: — ¿Se puede saber por qué la Chepilla se puso furiosa luego que reconoció el quitrín en que ustedes vinieron al baile?
— Como que yo no soy baúl de naiden, contestó la Nemesia prontamente, diré la verdad. (Cecilia le pegó un pellizco, pero ella acabó la frase.) Claro, porque conoció que el quitrín era del caballero Leonardo.
Naturalmente las miradas de Cantalapiedra y de los demás presentes al alcance de las palabras de Nemesia, se concentraron en el individuo que ella había nombrado, y aquél, tocándole en el hombro, le dijo:
— Vamos, no se ponga colorado, que el prestar el carruaje a dos reales mozas como éstas en noche tan fea, no es motivo para que nadie sospeche malas intenciones de un caballero.
— Ese quitrín, lo mismo que el corazón de su dueño, repuso Leonardo sin cortarse, están siempre a la orden de las bellas.
Salía entonces Pimienta por la puerta del comedor y oyó distintamente las palabras del joven blanco, convenciéndole, desde luego, de quién era el quitrín en que Cecilia y su hermana Nemesia habían venido al baile. El desengaño le hirió en lo más vivo del alma; por lo que echando una mirada triste al grupo de jóvenes blancos, de seguidas pasó a la sala donde, después de armar el clarinete, tocó algunos registros a fin de que entendieran sus compañeros que era tiempo de que se reuniera de nuevo la orquesta. Afinados los instrumentos, sin más dilación rompió la música con una contradanza nueva, que a los pocos compases no pudo menos de llamar la atención general y arrancar una salva de aplausos, no sólo porque la pieza era buena, sino porque los oyentes eran conocedores; aserto éste que creerán sin esfuerzo los que sepan cuán organizada para la música nace la gente de color. Se repitieron los aplausos luego que se dijo el título de la contradanza, Caramelo vendo, y a quién estaba dedicada, a la Virgencita de bronce. De paso puede añadirse que la fortuna de aquella pieza fue la más notable de las de su especie y época, porque después de recorrer los bailes de las ferias por el resto del año e invierno del subsecuente, pasó a ser el canto popular de todas las clases de la sociedad.
Excusado parece decir que con una contradanza nueva, guiada por su mismo autor y tocada con mucho sentimiento y gracia, los bailadores echaron el resto, quiere decirse, que llevaron el compás con cuerpo y pies; cuyo monótono rumor en toda apariencia duplicaba el número de la orquesta. Bien claro decía el clarinete en sus argentinas notas: caramelo vendo, vendo caramelo; al paso que los violines y el contrabajo las repetían en otro tono, y los timbales hacían coro estrepitoso a la voz melancólica de la vendedora de ese dulce. Pero ¿qué era del autor de la pieza que tanta impresión causaba? En medio del delirio de la danza, ¿había quien se acordara de su nombre? ¡Ay! No. Como la noche avanzaba sin señales de bonanza, desde temprano la gente curiosa de la calle empezó a desamparar la puerta y ventanas del baile, y a las once no quedaba en ellas caras blancas, al menos de mujer. De esta circunstancia se aprovecharon los jóvenes de familias decentes, a que nos hemos referido más arriba, que abrigaban un cierto escrúpulo para ponerse a bailar con las mulatas amigas o conocidas. Cantalapiedra tomó por pareja a la ama de la casa, Mercedes Ayala; Diego Meneses, a Nemesia y Leonardo a Cecilia; y parte por guardar en lo posible la línea de separación, parte por un resto de ese mismo tardío escrúpulo, establecieron la danza en el comedor, no obstante la estrechez y desaseo de la pieza.
Con semejante ocurrencia puede imaginar cualquiera la agonía de alma de Pimienta. Su musa inspiradora, la mujer adorada, se hallaba en brazos de un joven blanco, tal vez del preferido de su corazón; pues como sabemos, no ocultaba ella sus sentimientos, se entregaba toda al delirio del baile, mientras él, atado a la orquesta cual una roca, la veía gozar y contribuía a sus goces sin participar de ellos en lo más mínimo. La turbación de su espíritu no fue, sin embargo, bastante a perjudicar su dirección de la orquesta, ni a influir desfavorablemente en el manejo de su instrumento favorito. Por el contrario, su inquietud y su pasión no parece sino que encontraron desahogo por las llaves del clarinete; se exhalaron, por decirlo así, según lo peregrino y suave de las notas que de él sacaba, esparciendo el encanto y la animación entre los bailadores. Como suele decirse, no quedó títere con cabeza que no bailara, pues se armó la danza en la sala, en el comedor, en el aposento principal y en el angosto y descubierto patio de la casa. ¿Qué mucho, pues, que entonces no pasara siquiera por la mente de los que tanto se divertían y gozaban, que el autor y el alma de toda aquella alegría y fiesta, José Dolores Pimienta, compositor de la contradanza nueva, agonizaba de amor y de celos?
Pasadas serían las doce de la noche cuando cesó de nuevo la música, con lo que a poco empezaron a retirarse las personas que podían considerarse extrañas para el ama de casa, porque hasta entonces no levantó ésta la voz diciendo que era hora de cenar. Y para apresurar la marcha, agarró ella por el brazo a dos de sus mejores amigas y arrastro casi las llevó al fondo del patio donde dijimos que estaba puesta la mesa del ambigú. Tras ellas siguieron las demás mujeres y los hombres, entre los segundos Pimienta y Brindis, los músicos; Cantalapiedra y su inseparable corchete, el de las grandes patillas, Leonardo y su amigo Diego Meneses. Tomaron asiento en torno de la mesa las mujeres, únicas que cupieron, aunque eran pocas; los hombres se mantuvieron en pie cada cual detrás de la silla de su amiga o preferida. Quedaron juntos a una de las cabeceras Cantalapiedra y la Ayala, sin que sepamos decir si por casualidad o por hacer honor al comisario y a su categoría.
No cabe duda sino que el ejercicio del baile había aguzado el apetito de los comensales de ambos sexos, porque apoderándose los unos del jamón, los otros del pescado, aceitunas y demás manjares en algunos minutos, todos comían y habían aliviado la mesa de una buena porción de su peso. Satisfecha la primera necesidad, hubo lugar a los rasgos de galantería y cariño que en todos los países llevarán el sello de la educación que alcanzan las personas que los ejercen. Las de la verídica historia cuya fisonomía trazamos ahora a grandes pinceladas, no eran, en general, de la clase media siquiera, ni de la que mejor educación recibe en Cuba, y puede creerse sin esfuerzo que sus rasgos de galantería y de cariño en ninguna circunstancia tenían nada de delicados ni de finos.
— Que diga algo Cantalapiedra, dijo alguien.
— Cantalapiedra no dice nada cuando come, contestó él mismo mientras roí a la pierna del pavo.
— Pues que no coma si ha de callar, saltó otro.
— Eso no, porque comeré y diré hasta el juicio final, repuso el comisario. ¿Cómo quieren, sin embargo, que diga si aún no he remojado la garganta?
— ¡Ahí va mi copa! ¡Ahí va la mía! ¡Tome ésta! exclamaron diez voces por lo menos, y otros tantos brazos se cruzaron sobre la mesa en dirección del comisario, quien, empuñando una tras otra copa, cada cual llena de un vino diferente, se las fue echando al coleto, sin presentar más muestra del efecto que le causaban que ponerse algo rubicundo y aguársele los ojos. Después, llenando su propia copa de rico champaña, tosió, levantó el pecho, y en voz campanuda, aunque un si es no es carrasposa, dijo:
— ¡Bomba! En los felices natales de mi amiga Merceditas Ayala, décima:
Merceditas de mis ojos,
Que tu vista guarda abrojos,
Pues que punza el corazón.
Ten de un triste compasión,
Que por tus ojos suspira,
Que por tus ojos delira,
Que por tus ojos alienta,
Que por tus ojos sustenta
Esta vida de mentira.
Tras esta improvisación ramplona y de mal gusto, resonaron vivas y aplausos repetidos y estrepitosos, con destemplado golpeo de los platos con los cuchillos. Y como en recompensa de su poética labor, de ésta recibió una aceituna ensartada en el mismo tenedor con que acababa de llevarse el alimento a la boca, de esotra una tajada de jamón, de la de más allá un pedazo de pavo, de aquélla un caramelo, de su vecina una yema azucarada, hasta que la Ayala puso término al torrente de obsequios levantándose y pasando su copa, llena de Jerez, a Leonardo para que improvisara también como lo había hecho el complaciente comisario. Aprovechose éste de la tregua que se le concedía tácitamente, para levantarse de la mesa, ir derecho, aunque disimuladamente, hasta el brocal del pozo, donde, introduciéndose dos dedos en la boca, arrojó cuanto había comido y bebido, que no había sido poco. Y muy fresco y repuesto se volvió a la mesa. Merced a un medio tan sencillo como expedito, pudo tornar a comer y a beber cual si no hubiera probado bocado ni pasado gota en toda la noche. De los demás hombres que habían bebido con exceso y no conocían el remedio eficaz de Cantalapiedra, que más que menos, pocos acertaban a tener firme la cabeza, sin exceptuar al mismo joven Leonardo.
A esa lamentable circunstancia debe atribuirse el que un mozo tan fino como bien educado, se prestara también a hacer coplas y en obsequio de aquella heroína de la fiesta. Pero bien que mal las hizo, siendo no menos aplaudido y regalado que el anterior coplero, aunque fue de notarse que, lejos Cecilia Valdés de celebrar, como los demás, su esfuerzo poético, se mantuvo callada y visiblemente corrida. Tampoco tomó parte Nemesia en la celebración, si bien por causa muy distinta, a saber: por hallarse empeñada en un diálogo rápido y secreto con su hermano José Dolores Pimienta.
— ¿Pues no va desocupada la zaga? le decía él.
— Tal vez no, le replicaba ella.
— ¿Y tú cómo lo sabes?
— Como sé muchas cosas. ¿Necesito yo tampoco que me den la comida con cuchara?
— Ya, pero tú no te explicas.
— Porque no hay tiempo ahora.
— Sobrado, hermana.
— Luego, las paredes oyen.
— ¡Vaya! Cuando se grita.
— Vamos, no seas porfiado. Te digo que no lo hagas.
— Yo no pierdo la ocasión.
— Vas a pasar un mal rato.
— ¿Qué me importa si hago mi gusto?
— Te repito, José Dolores, no te metas en camisa de once varas. No seas cabezadura. Con esa porfía me quitas las ganas de ayudarte. Yo entiendo de eso mejor que tú, lo estoy viendo.
Antes que se hubiese calmado el ruido de voces, de palmadas y de golpes en los platos y la mesa, Leonardo le dijo algo en secreto a Cecilia, y salió a la calle arrastrando a Meneses por el brazo, sin despedirse de nadie, a la francesa, como dijo Cantalapiedra cuando los echó de menos. Una vez fuera, a pesar de la lluvia menuda, ambos jóvenes, siempre de brazo, tomaron a pie la calle de La Habana hacia el centro de la ciudad, y en la primera esquina, que era la de San Isidro, Meneses siguió derecho y Leonardo tomó la vuelta del hospital de Paula.
Nubes ligeras, claro oscuras, despedazadas por el viento fresco del nordeste, pasaban unas tras otras en procesión bastante regular por delante de la luna menguante, que ya traspasaba el cenit, y a veces dejaba caer rayos de luz blanquecina. La calle traviesa, angosta y torcida que llevaba el joven Leonardo no se despejó jamás, ni vio él a derechas su camino hasta que llegó a la plazuela del hospital antes dicho, y entonces sólo el lado izquierdo se alumbraba a ratos, pues las paredes de la iglesia de Paula, elevadas y oscuras, proyectaban una doble sombra sobre el espacio exento. Arrimado a ellas, sin embargo, pudo distinguir su carruaje, los caballos del cual agachaban la cabeza y las orejas, en su afán de evitar la lluvia y el viento que les herían de frente. Estaba echado el capacete y no parecía el jinete por ninguna parte, ni en la silla, su puesto acostumbrado, ni en la zaga, ni en el vano de la ancha puerta de la iglesia, que podía servirle de abrigo. Pero a la segunda ojeada comprendió Leonardo dónde estaba. Sentado en el pesebrón del quitrín, le colgaban las piernas cubiertas con las botas de campana, mientras descansaba la cabeza y los brazos, medio vuelto, en los muelles cojines de marroquí. En el suelo yacía la cuarta que en el sueño se le había desprendido de las manos, la recogió Leonardo al punto, levantó un canto del capacete y con todas sus fuerzas le pegó dos o tres zurriagazos a manteniente, por las espaldas presentadas.
— ¡Señor! exclamó el calesero, entre asustado y dolorido, descolgándose.
Ya de pie pudo verse que era un mozo mulato, bastante fornido, ancho de hombros y de cara, más fuerte si no más alto que el que acababa de calentarle las espaldas con el zurriago. Vestía a la usanza de los de su oficio en la isla de Cuba, chaqueta de paño oscuro, galoneado de pasamanería, chaleco de piqué, el cuello de la camisa a la marinera, pantalón de hilo, botas enormes de campana, a guisa de polainas, y sombrero negro redondo, galoneado de oro. Debemos mencionar también, como signos característicos del calesero, las espuelas dobles de plata, que no llevaba a la sazón el mulato de que ahora se habla.
— ¡Oiga! le dijo su amo, pues lo era en efecto el joven Leonardo; dormías a pierna suelta, mientras los caballos quedaban a su albedrío. ¿Eh? ¿Qué hubiera sucedido si espantados por casualidad, echan a correr por esas calles de Barrabás?
— Yo no estaba dormiendo, niño; se atrevió a observar el calesero.
— ¿Conque no dormías? Aponte, Aponte, tú parece que no me conoces, o que crees que yo me mamo el dedo. Mira, monta, que ya ajustaremos cuentas. Lleva el quitrín a la cuna, toma las dos muchachas que trajiste en él y condúcelas a su casa. Yo te espero en el paredón de Santa Clara, esquina a la calle de La Habana. No consientas que nadie monte a la zaga. ¿Entiendes?
— Sí, señor; contestó Aponte, partiendo en dirección de la garita de San José. En la puerta de la casa del baile, sin desmontarse, dijo a un desconocido que entonces entraba:
— ¿Me hace el favor de decirle a la niña Cecilia que aquí está el quitrín?
A pesar del aditamento de niña de que hizo uso el calesero hablando de Cecilia, que sólo se aplica en Cuba a las jóvenes de la clase blanca, el desconocido pasó el recado sin equivocación ni duda. Y ella incontinente se levantó de la mesa y fue a coger su manta, seguida de Nemesia y de la Ayala. Esta última las acompañó hasta la puerta de la calle, en donde ya se habían agrupado los pocos hombres que aún no se habían despedido. Allí, teniendo todavía por la cintura a Cecilia, en señal de amistad y cariño, la dijo:
— No te fíes de los hombres, china, porque llevas la de perder.
— Y ¿yo me he fiado de alguno a estas horas, Merceditas? repuso Cecilia sorprendida.
— Ya, pero ese quitrín tiene dueño, y nadie da palos de balde. Tenlo por sabido. Me parece que me explico.
Con esto y con fingir Cantalapiedra que lloraba por la partida de Cecilia, cosa que causó mucha risa, ésta y Nemesia subieron al carruaje dándoles la mano Pimienta, y de hecho quedó desbaratada la reunión.
Podía ser entonces la una de la madrugada. El viento no había abatido ni cesado la llovizna que, de cuando en cuando, arrojaban las voladoras nubes sobre la ciudad dormida y en tinieblas. Conforme reza la expresión vulgar, la oscuridad era como boca de lobo. No por eso, sin embargo, perdió el joven músico la pista del carruaje que conducía a su hermana y a su amiga, antes por el ruido de las ruedas en el piso pedregoso de las calles, le fue siguiendo las aguas, primero al paso redoblando y luego al trote, hasta que le alcanzó cerca de la calle de Acosta. Puso la mano en la tabla de atrás, se impulsó naturalmente con la carrera que llevaba y quedó montado a la mujeriega. Al punto le sintió el calesero e hizo alto. — Apéate, le dijo Nemesia por el postigo. — No hay para qué, dijo Cecilia. — Yo les voy guardando las espaldas, dijo Pimienta. — Apéese Vd., dijo en aquella sazón Aponte, que ya había echado pie a tierra. — ¿No te lo decía? añadió Nemesia, hablando con su hermano. — Aquí dentro va mi hermana y mi amiga, observó el músico dirigiéndose al calesero. — Será así repuso éste; pero no consiento que nadie se monte atrás de mi quitrín. Se echa a perder, camará; agregó notando que se las había con un mulato como él. — Apéate, repitió Nemesia con insistencia.
Obedeció José Dolores Pimienta, conocidamente después de una lucha sorda y terrible consigo mismo, en que triunfó la prudencia; pero cediendo y todo en aquella coyuntura, no renunció a la resolución tomada de seguir el carruaje. Volvió a montar el calesero y continuó la carrera derecho hasta desembocar en la calle de Luz, torciendo allí a la izquierda hacia la de La Habana. Cerca del cañón de la esquina estaba un hombre de pie, guarecido del viento y de la menuda llovizna, con las elevadas tapias del patio perteneciente al monasterio de las monjas Claras. En ese punto, paró Aponte por segunda vez el quitrín, el hombre en silencio subió a la zaga, diciendo luego a media voz: ¡Arrea! Partió entonces aquél a escape, pero no sin dar tiempo a que se acercara lo bastante el músico, para advertir que el individuo que le reemplazó en la zaga del carruaje era el mismo joven blanco, Leonardo, que tantos celos le había inspirado en la cuna.
Capítulo VII
es negocio moscatel,
es discreto vergonzoso,
o dulce o acibaroso?
EN EL BARRIO DE San Francisco y en una de las calles menos torcidas, con banquetas o losas en una o dos cuadras, había, entre otras, una casa de azotea, que se distinguía por el piso alto sobre el arco de la puerta, y balconcito al poniente. La entrada general, como la de casi todas las casas del país — para los dueños, criados, bestias y carruajes, dos de los cuales había comúnmente de plantón — era por el zaguán; especie de casapuerta o cochera, que conducía al comedor, patio y cuartos escritorios.
Llamaban bajo este último nombre los que se veían a la derecha, a continuación del zaguán, ocupados, el primero por una carpeta doble de comerciante, con dos banquillos altos de madera, uno a cada frente, y debajo una caja pequeña de hierro, cuadrada, que en vez de puerta tenía tapa para abrirse o cerrarse, siempre que se guardaban en ella o se sacaban los sacos de dinero. En el lado opuesto de la casa se veía la hilera de cuartos bajos para la familia, con entrada común por la sala, puerta y ventana al comedor y al patio.
Este formaba un cuadrilátero, en cuyo centro sobresalía el brocal de piedra azul de un aljibe o cisterna, donde, por medio de canales de hoja de lata y de cañerías enterradas en el suelo, se vertían las aguas llovedizas de los tejados. Una tapia de dos varas de elevación, con un arco hacia el extremo de la derecha, separaba el patio de la cocina, caballeriza, letrina, cuarto de los caleseros y demás dependencias de la casa.
Entre el zaguán y los cuartos llamados escritorios, descendía al comedor, apoyada en la pared divisoria, una escalera de piedra tosca con pasamanos de cedro, sin meseta ni más descanso que la vuelta violenta que hacían los últimos escalones casi al pie. Esa escalera comunicaba con las habitaciones altas, compuestas de dos piezas: la primera que hacía de antesala, tan grande como el zaguán; la segunda, todavía mayor, como que tenía las mismas dimensiones que los escritorios sobre los cuales estaba construida y servía de dormitorio y estudio. Con efecto, los muebles principales que la llenaban casi, eran una cama o catre de armadura de caoba, cubierto con un mosquitero de rengue azul, un armario de aquella propia madera, un casaquero o percha de lo mismo, un sofá negro de cerda, unas cuantas sillas con asiento de paja, una mesa a modo de bufete, y una butaca campechana.9 Sobre los tales muebles se hallaban varios libros, unos abiertos, otros cerrados o con una o más hojas dobladas por la punta, empastados a la española, con canto rojo, todos al parecer de leyes, según podía notarse, leyendo los letreros dorados en los lomos de algunos. En el sofá únicamente dos periódicos en forma de folletos: el más voluminoso con un malísimo grabado que representaba los figurines de un hombre, una mujer y un niño, y llevaba por título La moda o Recreo Semanal,10 el otro El Regañón.11
Abajo, en el comedor había una mesa de alas de caoba, capaz para doce cubiertos, hasta seis butacas en dos hileras frente a la puerta del aposento; en el ángulo el indispensable jarrero, mueble sui generis en el país, y para proporcionar sombrío a la pieza y protegerla contra la reverberación del sol en el patio, había dos grandes cortinas de cañamazo, que se arrollaban y desarrollaban lo mismo que los telones de teatro. En la pared medianera entre el zaguán y la sala, había una reja de hierro, y para dar paso a la luz exterior en esta última, dos ventanas de lo mismo voladizas, que desde el nivel del piso de la calle subían hasta el alero del techo. De la viga principal colgaba por sus cadenas una bomba de cristal; de la pared del costado dos retratos al óleo, representativos de una dama y de un caballero en la flor de su edad, hechos por Escobar;12 debajo de éstos un sofá, y en dirección perpendicular al mismo, en dos filas, hasta seis sillones con asiento y respaldo de marroquí rojo; en los cuatro ángulos, rinconeras de caoba, adornadas con guardabrisas de cristal o con floreros de china. En la pared, entre ventanas, una mesa alta con pies dorados y encima un espejo cuadrilongo; llenando los huecos intermedios, sillas con profusión.
Era de notarse la cortina de muselina blanca, con fleco de algodón, que pendía de los dinteles de las puertas y ventanas de los cuartos, como para dar libre paso al aire y ocultar sus interioridades de las miradas de los que pasaban por el comedor y el patio. En resumen, la casa aquella, peculiarmente habanera, según se habrá echado de ver por la menuda descripción que de ella hemos hecho, respiraba por todas partes aseo; limpieza y… lujo, porque tal puede llamarse, en efecto, si se tiene en cuenta el país, la época de que se habla, el estilo y calidad del mueblaje, los dos carruajes en el zaguán y la capacidad misma de la morada. ¿Vivía allí una familia decente, bien educada y feliz? Vamos a verlo en breve.
A la hora en que principia nuestro cuento, entre seis y siete de la mañana de uno de los días de octubre, ocupaba una de las butacas del comedor un caballero de hasta cincuenta años de edad, alto, robusto, entrecano, nariz grande aguileña, boca pequeña, los ojos pardos y vivos, la color del rostro rubicunda, la cabeza redonda por detrás; signos éstos característicos de pasiones fuertes y firmeza de carácter. Llevaba el cabello corto, la barba rasurada completamente; vestía bata talar de zaraza sobre chaleco largo de piqué blanco, pantalones de dril y chinelas de ante. Descansaba los pies en una silla con asiento de paja y con ambas manos se llevaba a los ojos un periódico impreso en papel español de hilo del folio común, titulado El Diario de la Habana.13
Mientras leía se le presentó un muchacho como de doce años de edad, vestido de pantalones y camisa de listadillo, que venía del fondo del patio y traía en la mano derecha una taza de café con leche, puesta en un plato, y en la otra un azucarero de plata. El caballero, sin enderezarse en la butaca, tomó la taza, endulzó y se puso a sorber y leer con toda calma, mientras el criado, con los brazos cruzados sobre el pecho, se quedó delante de él en pie, conservando en las manos respectivas el plato y el azucarero. Concluida la poción de café con leche, no obstante que el muchacho se hallaba a pocos pasos, le dijo en tono de voz atronadora: — ¡Tabaco y lumbre! Salió aquél de carrera a la cocina y volvió a poco por los cuartos escritorios, trayendo entonces una vejiga grande con algunos cigarros14 arrollados en el fondo y un braserillo de plata con una brasa de carbón vegetal, medio enterrada en un montón de cenizas. El caballero encendió un cigarro y cuando el muchacho se disponía a emprender de nuevo la carrera, le gritó: — ¡Tirso!
— ¡Señor! contestó también en alta voz como si ya estuviera en la cocina o hablara con sordo.
— ¿Has estado arriba? le preguntó el amo.
— Sí, señor, dende que llegó de la plaza el cocinero.
— ¿Y cómo es que el niño Leonardo no ha bajado todavía?
— Es querer decir a su merced que el niño Leonardo no quiere que lo dispierten cuando ha pasado mala noche.
— ¡Mala noche! repitió el caballero mentalmente. Anda (al esclavo), despiértale y que baje.
— Señor, dijo el muchacho titubeando y confuso. Señor, su merced sabe…
— ¿Qué sucede? volvió a tronar el amo, luego que echó de ver que el esclavo se estaba parado y no le había obedecido.
— Señor, es querer decir a su merced, que el niño se pone bravo cuando lo dispiertan, y…
— ¿Qué? ¿Qué dices? ¡Ah! ¡Perro! Anda, corre si no quieres subir a puntapiés.
Y como el caballero medio se incorporase para ejecutar la amenaza, no esperó a que se la repitieran para obedecer la orden. En cuatro saltos se puso en lo alto de la escalera, desapareciendo en el dormitorio del joven Leonardo. A tiempo mismo que el muchacho corría escaleras arriba, asomaba por la puerta del aposento una señora algo gruesa, hermosa, de amabilísimo aspecto, las facciones menudas, con el cabello todavía negro, aunque pasaba de los cuarenta de edad, vestida de holán clarín blanco, y abrigada con una manta de burato color canario y toda ella muy pulcra y de ademán reposado y señoril. Sentose al lado del caballero de la bata, a quien, preguntándole por las noticias del día, dio el nombre de Gamboa. Este le contestó entre dientes que la única importante que traía El Diario era la aparición del cólera morbus en Varsovia, donde hacía estragos espantosos.
— ¿Y dónde es eso? preguntó la señora bostezando.
— ¡Toma! contestó Gamboa. Eso es muy lejos. Figúrate, allá, cerca del Polo Norte, en Polonia. Ya tiene que rodar el señor cólera para llegar hasta nosotros, y entonces… ¡quién sabe dónde estaremos tú y yo!
— ¡Dios nos libre de horas menguadas, Cándido! volvió a exclamar la señora con el mismo aire de indolencia de antes.
Bajaba Tirso en este punto los escalones con doble precipitación, si cabe, de aquella con que los había subido; y a no ser porque en tiempo agacha la cabeza, le alcanza en ella un libro que le arrojaron de lo alto, el cual, con la violencia del golpe se hizo pedazos en la puerta del escritorio. Don Cándido alzó la cabeza y la señora se levantó y fue hacia el pie de la escalera, preguntando: — ¿Qué ha sido eso? Por toda respuesta el muchacho, muy asustado, le indicó con los ojos al joven Leonardo, que se hallaba en lo alto, envuelto en la sábana, con los puños apretados en señal de cólera y de amenaza. Pero no bien descubrió a su madre, pues lo era aquella señora, cambió de actitud y de semblante; e iba sin duda a explicarle la ocurrencia, cuando ella le contuvo haciéndole una seña muy significativa, que equivalía, poco más o menos a decirle: — Calla, que ahí está tu padre. Por lo que él, sin más demora, dio media vuelta y se volvió al dormitorio.
— ¿Viene el niño Leonardo? preguntó Gamboa al esclavo, cual si no hubiera notado la carrera de éste, el librazo contra la puerta del escritorio ni la acción de su esposa.
— Sí, señor, contestó Tirso.
— ¿Le diste mi recado? insistió don Cándido en tono de voz más recio y áspero.
— Es querer decir a su merced, repuso el esclavo todo turbado y tembloroso, que… el niño… el niño Leonardo no me dio tiempo.
La señora se había vuelto a sentar, y seguía llena de ansiedad las palabras y los movimientos del semblante de su marido. Le vio ponerse rojo a medida que Tirso soltaba las pocas frases de que en su turbación pudo hacer uso; aún le pareció que iba a levantarse, acaso para pegarle al esclavo, o hacer bajar por la fuerza a Leonardo; en cuya confusa alternativa, a fin de ganar tiempo, le dejó caer la mano derecha en el brazo izquierdo y le dijo en voz muy baja y musical:
— Cándido, Leonardito se viste para bajar.
— Y tú ¿cómo lo sabes? replicó don Cándido con gran viveza, volviéndose para su esposa.
— Acabo de verle a medio vestir, en lo alto de la escalinata, contestó ella con calma.
— Pues tú siempre estás al tanto de cuando Leonardo cumple con su deber, pero eres ciega para sus faltas.
— No sé yo que el porbrecito haya cometido ninguna, al menos recientemente.
— ¡Ya! ¿No lo decía yo? Ciega, cieguecita, Rosa, tus mamanteos van a perder a ese muchacho. ¡Tirso! tronó don Cándido.
Antes que volviese Tirso de la cocina, en donde se había refugiado, luego que sus amos entablaron el anterior, brevísimo diálogo, entró por el zaguán adelante el mulato calesero que ya conocen nuestros lectores, por aquella escena en el barrio de San Isidro y noche del 24 de setiembre. Vestía ahora solamente camisa y pantalones cuyas piernas estaban arremangadas hasta poco más abajo de las rodillas, como para dejar ver el borde de los calzoncillos blancos, que formaba dientes en vez de dobladillos. Los zapatos eran de vaqueta muy escotados, con hebilla de plata al lado, y tenía argollas de oro en las orejas, pañuelo atado en la cabeza, el sombrero de paja en la mano derecha, y en la izquierda el ronzal de un caballo que traía rabiatado otro del mismo color y estampa, ambos recién salidos del baño, pues aun escurrían agua o sudor, y el último tenía la cola hecha un nudo. El mulato había cabalgado en el primero desde la caballeriza al baño, cerca del Muelle de Luz, porque todavía llevaba el sudadero, a falta de silla.
— Pero aquí está Aponte, agregó don Cándido viéndole asomar. ¡Aponte!
— No hay necesidad de que preguntes a los criados interpuso doña Rosa.
— Quiero que oigas una de las recientes gracias de tu hijo, insistió el marido. ¿A qué hora trajiste anoche (hablando con Aponte) a tu amo?
— A las dos de la madrugá, contestó Aponte.
— ¿Dónde pasó tu amo la noche? añadió don Cándido.
— Es inútil que lo diga, interrumpió la señora. Aponte, lleva esos caballos al pesebre.
— ¿Dónde pasó tu amo la noche? repitió don Cándido en voz de trueno, viendo al calesero dispuesto a obedecer la orden de su ama.
— Es dificultoso que yo le diga a su merced mi amo, dónde pasó la noche mi amo el niño Leonardito.
— ¡Qué! ¿Cómo se entiende?
— Le digo a su merced, mi amo, que es muy dificultoso, apresuróse Aponte a explicar, notando que don Cándido montaba en cólera; porque primeramente yo llevé el niño Leonardito a Santa Catarina, dispués lo llevé al muelle de Luz, dispués lo estuve esperando en el muelle de Luz hasta las doce de la noche, dispués lo llevé otra vuelta a Santa Catarina, dispués…
— ¡Basta! dijo doña Rosa enojada. Quedo enterada.
Aponte se retiró con los caballos, pasando por el comedor y el patio en dirección de la caballeriza, y don Cándido, volviéndose para su mujer, le dijo:
— ¿Qué te-a-ele-tal? ¿No te parece reciente la de anoche? Yo no sabía nada, sospechaba únicamente, porque conozco a mi hijo mejor que tú, y ya has oído que se ha estado en Regla hasta las doce de la noche. Tal vez no fue solo. ¿Quiéres oír ahora con quiénes y cómo pasó la mitad del tiempo en Regla? ¿No lo adivinas? ¿No lo sospechas?
— Suponiendo que lo adivinase, que lo palpase, observó doña Rosa con ligero desdén, ¿qué aprovecharía? ¿Dejaría yo por eso de quererlo como lo quiero?
— Pero si no se trata de quererle ni desquererle, Rosa; saltó impaciente don Cándido. Se trata de poner remedio a sus faltas, que ya rayan en lo serio.
— Sus faltas, si las comete, no pasan de calaveradas propias de la juventud.
— Es que las calaveradas, cuando son repetidas y no se les pone coto a tiempo, suelen parar en cosas graves que dan mucho que llorar y que sentir.
— Pues tus calaveradas no te trajeron, que yo sepa, serios ni graves resultados, y eso que las suyas, comparadas con las tuyas, son meros pasatiempos juveniles; dijo doña Rosario con refinado sarcasmo.
— Señora, repuso don Cándido irritado, por más que hiciese esfuerzo visible por ocultarlo: sean cuales fueren las locuras que yo haya podido cometer en mi juventud, ellas no autorizan a Leonardo para que lleve la vida que lleva con… aprobación y aplauso de Vd.
— ¡Mi aprobación! ¡mi aplauso! Esa sí que está buena. Nadie mejor que tú es testigo de que, lejos de aprobar y aplaudir las locuras de Leonardito, siempre le estoy aconsejando y aún reprendiendo.
— ¡Ya! Por un lado le aconsejas y le reprendes, y por otro le das quitrín y calesero y caballos y media onza de oro todas las tardes para que se divierta, triunfe y corra la tuna con sus amigos. No apruebas ni aplaudes sus locuras, pero le facilitas el modo y medios de cometerlas.
— Eso es, yo facilito el modo y medio cómo se pierda el muchacho. Tú no, tú eres un santo. ¡Oh! Sí, tu vida ha sido ejemplar.
— No sé a qué conduce tan amarga sátira.
— Conduce a que eres muy duro con él, y a que estaría buena tu aspereza si fueses intachable, si no hubieses pecado…
— ¿Me tiene él en tan buen concepto como el que la merezco a Vd. señora? ¿Sabe que yo haya pecado?
— Tal vez lo sepa.
— Si Vd. no se lo ha contado…
— No hay necesidad de que yo le enseñe cosas malas. Sería madre desnaturalizada si tal hiciera. Pero él no es ningún tonto, y luego fue demasiado público, escandaloso lo de María de Regla.
— No sería mucho que haya llegado a sus oídos y le provoque a imitarte. El mal ejemplo…
— Basta, señora, dijo don Cándido más desazonado que irritado. Creía, tenía razón para esperar que Vd. hubiese dado eso al olvido.
— Mala creencia, porque hay cosas que no es posible olvidarlas jamás.
— Ya lo veo. Lo que quiere decir eso es, que me he engañado; quiere decir que las mujeres, algunas mujeres, no olvidan ni perdonan ciertas faltas de los hombres. Pero, Rosa, agregó cambiando de tono, nosotros vamos fuera del carril y eso no está bien. La verdad es que si yo soy muy duro, como dices, con Leonardo, tú eres muy débil, y no sé yo qué será peor. El es un loco, voluntarioso y terco, necesita freno más que el pan que come. Advierto, sin embargo, con dolor, que, por pensar en mi dureza, le llevas sin querer, por supuesto, como por la mano a su pronta perdición. De veras, Rosa, tiempo es ya de que sus locuras y sus debilidades cesen; tiempo es ya de tomar una determinación que le libre a él de un presidio y a nosotros de llanto y de infamia eternos.
— ¿Y qué remedio adoptar, Cándido? Ya es tarde, ya él es un hombrecito.
— ¿Qué remedio? Varios. En los buques de guerra de S. M. hasta a los hombronazos se les mete en cintura. Pensando estaba que no le vendría mal oler a brea por corto tiempo. Apuradamente mi amigo Acha, comandante de La Sabina, está empeñado en enseñarle la maniobra. Ayer nada menos me dijo que me resolviera y se lo entregara, seguro de que le pondría más derecho que un mastelero de gavia. Sí, ésa fue la expresión de que hizo uso. De todos modos, estoy resuelto a poner freno a las demasías de ese mozo.
Conmoviose doña Rosa al oír las últimas palabras de su marido, mucho más al notar el tono de firme resolución con que las emitió; y parte para ocultar las lágrimas que le rebosaban en los ojos, parte por variar el objeto de una conversación que le hería en lo más vivo del alma, se levantó otra vez y se dirigió al patio. En aquel momento mismo bajaba Leonardo la escalera, vestido como para salir a la calle; y ella, que sintió sus pasos, retrocedió al sitio que acababa de dejar al lado de su marido, y en tono de humilde súplica, con voz temblosa por la emoción, le dijo:
— Por el amor de ese mismo hijo, Gamboa, no le digas nada ahora. Tu severidad le rebela y me mata a mí.
— ¡Rosa! murmuró don Cándido echándole una mirada de reconvención. Tú le pierdes.
— ¡Prudencia, Cándido! replicó doña Rosa, respirando más libremente; porque comprendió que su esposo estaba inclinado por entonces a ejercer aquella virtud. Advierte que ya es un hombre y que le tratas como si fuera un niño.
— ¡Rosa! repitió don Cándido con otra mirada de reconvención ¿Hasta cuándo?
— Será ésta la última vez que interceda por él, se apresuró a decir doña Rosa. Te lo prometo.
En esto acababa de bajar la escalera el joven Gamboa y se encaminó derecho a su madre, la cual le salió al encuentro como para mejor protegerle del enojo de su padre. Pero éste, silencioso y cabizbajo, ya penetraba en el escritorio y no vio o se hizo que no vio al hijo besar a la madre en la frente, ni la seña con que ella le indicó que debía saludar también a su padre.
Leonardo no dijo palabra, ni hizo ademán de cumplir con la indicación. Sólo se sonrió, levantó los hombros y se encaminó a la calle, llevando debajo del brazo izquierdo un libro empastado a la española, con los cantos rojos, y en la mano derecha una caña de Indias cuyo puño de oro figuraba una corona.
Capítulo VIII
Del que van a ajusticiar!
MIRÓ EL ESTUDIANTE en dirección de la Plaza Vieja por la calle de San Ignacio. En la esquina de la de Sol tropezó con otros dos estudiantes poco más o menos de su edad, que en toda apariencia esperaban su llegada. El uno de ellos no es desconocido para el lector, pues le ha visto en la cuna de la calle de San José. Nos referimos a Diego Meneses. Era el otro de figura menos galana y esbelta, agregando a su baja estatura un cuello muy corto y hombros bastante levantados, entre los cuales llevaba como enterrada una cabeza redonda y chica. Había cierta confusión en su frente más angosta y levantada; los ojos tenía pequeños y penetrantes, la nariz algo arremangada, la barba aguda y la boca fresca y húmeda, por cierto la más expresiva de sus menudas facciones; el cabello crespo y así en su semblante como en su cuerpo se descubría desde luego la gran malicia que animaba su travieso espíritu. Junto con una fuerte palmada en el hombro, Leonardo le dio el nombre de Pancho Solfa. Este, medio sonreído, medio mal humorado del golpe dijo:
— Cada animal tiene su lenguaje, y el tuyo, Leonardo, es a veces muy expresivo.
— Porque te quiero te aporreo, Pancho. ¿Quieres otra caricia?
— Basta, chico. Y se desvió, haciendo un movimiento con la mano izquierda.
— ¿Qué hora es? preguntó Leonardo. Recuerdo que no le di cuerda anoche a mi reloj y se ha parado.
— Las siete acaban de dar en el reloj del Espíritu Santo, respondió Diego. Nos marchábamos sin ti, creyendo que se te habían pegado las sábanas.
— Por poco no me levanto en todo el día. Me acosté tarde y mi padre me hizo llamar al amanecer. Él, como se acuesta con las gallinas, madruga siempre. ¿No les parece a ustedes que hay tiempo de dar una vueltecita por la Loma del Ángel?
— Soy de opinión que no, dijo Pancho. A menos que tú, cual otro Josué, tengas la virtud de parar el sol.
— Te pereces por una cita, Pancho, venga o no venga a pelo. ¿Pues no sabes que el sol no camina desde que Josué le mandó parar su carrera? Si hubieses estudiado astronomía sabrías eso.
— Di, más bien, que si hubiera estudiado historia sagrada, dijo Meneses.
— El cuento es, observó Pancho, que sin estudiar a fondo una cosa y otra, sé que el caso participa de ambas y no son ustedes los que me corrigen la plana.
— A todas éstas, caballeros ¿qué lección tenemos hoy? No concurrí a la clase el viernes, ni he abierto el libro en todo este tiempo.
— Govantes señaló para hoy el título tercero, que trata del derecho de las personas, respondió Diego. Abre el libro y verás.
— Pues no he saludado esa materia siquiera, agregó Leonardo. Sólo sé que según el derecho patrio, hay personas y hay cosas; que muchas de éstas, aunque hablan y piensan, no tienen los mismos derechos que aquéllas. Por ejemplo, Pancho, ya que te gustan los símiles, tú a los ojos del Derecho no eres persona, sino cosa.
— No veo la similitud, porque no soy esclavo, que es a quien considera cosa el derecho romano.
— Ya. No eres esclavo, pero alguno de tus progenitores lo fue sin duda y tanto vale. Tu pelo al menos es sospechoso.
— Dichoso tú que le tienes flechudo como los indios. Si vamos a examinar, sin embargo, nuestros árboles genealógicos respectivos, hallaremos que aquéllos que pasan por ingenuos entre nosotros, son cuando menos libertinos.15
— Resuellas por la herida, compadre. Vamos, que no es ningún pecado amarrar la mula tras de la puerta. Mi padre es español y no tiene mula; mi madre sí es criolla y no respondo que sea de sangre pura.
— Es que tu padre por ser español, no está exento de la sospecha de tener sangre mezclada, pues supongo que es andaluz, y de Sevilla vinieron a América los primeros esclavos negros. Tampoco los árabes, que dominaron en Andalucía más que en otras partes de España, fueron de raza pura caucásica, sino africana. Por otra parte, era común ahí, entonces, la unión de blancos y negros, según el testimonio de Cervantes y de otros escritores contemporáneos.
— Ese rasguito histórico, don Pancho, vale un Potosí. Se conoce que la cuestión de razas te ha costado algunos quebraderos de cabeza. No paro yo en eso la atención, ni creo que hace bulto ni peso la sangre mezclada. Lo que puedo decir es que, no sé si porque tengo algo de mulato me gustan un puñado las mulatas. Lo confieso sin empacho.
— La cabra siempre tira al monte.
— El refrán no viene al caso; mas si lo dices para afirmar que no te gusta la canela, peor para ti, Pancho, porque eso quiere decir que te gusta el carbón, género mucho más inferior.
En este punto de su conversación iban, cuando entraron por los portales de la Plaza Vieja llamados del Rosario. Estos los forman unas cuatro o cinco casas, pertenecientes a familias nobles o ricas de La Habana, con anchos balcones, apoyados en altos arcos de piedra, cuyas luces cubren durante el día unas cortinas de cañamazo, a manera de velas mayores de barcos. El piso superior de esas casas lo ocupan los dueños o inquilinos, que viven de sus rentas; pero en los bajos, salones en general oscuros y poco ventilados, tienen sus tiendas unos mercaderes al por menor, que llaman baratilleros, quinquilleros propiamente dichos, los cuales, en absoluto, son españoles, por lo común montañeses. Dentro guardan el acopio de géneros y baratijas, y al frente, bajo los arcos de piedra, exponen lo que se entiende por quincalla en unas vidrieras o muestrarios portátiles, que descansan sobre una especie de tijeras. Por la mañana temprano los exponen y por la noche los guardan.
Poco después de las siete de la mañana se principia generalmente la primera de las operaciones aquí mencionadas. Los mercaderes, de dos en dos, sacan las vidrieras, sujetando uno por una cabeza, otro por la otra, como si fueran ataúdes o que pesaran mucho para un solo hombre.
Algunos estaban ya expuestos, y los vendedores se paseaban por delante de ellos en mangas de camisa, a pesar del airecillo de la mañana, cuando entraron en los portales nuestros tres estudiantes.
Llevaban la delantera Leonardo y Diego, riendo y charlando, sin hacer caso de los mozos españoles que iban y venían, afanados en la obra de exponer sus mercancías a tiempo. Detrás, y a paso mesurado, inclinada la cabeza y taciturno, los seguía su condiscípulo Pancho, y ya por esto, ya porque les chocase su facha, la verdad es que el primer buhonero con quien tropezó le echó mano por un brazo y le dijo: ¡Hola, rubio! ¿no quieres comprar un par de navajas de primera? Se desprendió de éste con un esguince y le cogió otro para decirle: Acá, primo, vendo gafas excelentes. Adelante se le interpuso un tercero para ofrecerle tirantes elásticos; un cuarto para meterle por los ojos cortaplumas vizcaínos, superiores a los ingleses. Rodando de uno para otro, ora sonriéndose, ora haciendo un gesto de enfado, el ya molesto estudiante logró adelantar algunos pasos. Al fin, rodeado por varios baratilleros más dispuestos a la burla que a encarecer sus baratijas, se quedó parado y cruzó los brazos. Por fortuna en aquel momento le echaron de menos sus compañeros, volvieron la cara y notaron el cerco que le habían formado. Ignorando la causa, Leonardo, que era intrépido, retrocedió a la carrera, penetró por fuerza por el corrillo y sacó a su amigo del apuro. Mas así que se informó por él mismo de lo que había pasado, rió de ganas y le dijo: Te tomaron por montuno, Pancho. Tú también tienes una figura…
— Mi figura no tiene nada que ver con el asunto, le interrumpió Pancho de mal talante; es que estos españoles tienen más de judíos que de caballeros.
Siguiendo la calle de San Ignacio nuestros estudiantes, a poco andar desembocaron en la Plazuela de la Catedral. Cuando llegaban a los portales de la casa conocida por de Filomeno, les llamó la atención un grupo numeroso y compacto de pueblo que entraba en la misma por el lado opuesto, es decir, por la calle de Mercaderes y el Boquete. La vanguardia, compuesta en su mayor parte de gente de color, hombres, mujeres y muchachos sucios, harapientos y descalzos, ya marchaba, ya hacía alto, y de cuando en cuando volvía atrás la cabeza, como por resorte. Entre dos filas de soldados equipados a la ligera, pues su uniforme consistía de chaqueta de paño azul, pantalón blanco, canana atada al cinto por delante, sombrero redondo y carabina corta, que portaban por los tercios, iban hasta doce mulatos y negros vestidos en traje talar de sarga negra, con caperuza de muselina blanca, cuya punta larga flotaba por detrás de la cabeza, a guisa de gallardete; y cada cual llevaba en la mano derecha una cruz negra de brazo corto y árbol largo. Cuatro de esos lúgubres hombres conducían al hombro, en silla de mano, a una al parecer criatura humana, cuya cabeza y cuerpo desaparecían bajo los pliegues de un paño negro (manto de estameña), cayendo a plomo por fuera de todo el aparato.
A un lado de este ser misterioso venía un sacerdote con sotana negra de seda, bonete en la cabeza y un crucifijo en ambas manos; al otro un negro bastante joven, robusto y ágil. Este vestía pantalón blanco, sombrero redondo y chaqueta de paño negro, en cuya espalda se le descubría una como escalera bordada de seda amarilla. Eso indicaba su oficio, y era nada menos que el verdugo. Andaba a paso medido y no levantaba los ojos del suelo. Detrás venía un hombre blanco vestido de calzón corto, medias de seda, chupa de paño y sombrero de tres picos, todos de color negro. Este era el escribano. Inmediato a él marchaba un militar de alta graduación indicada por los tres entorchados de la casaca y el sombrero de tres picos galoneado de oro, con pluma blanca de avestruz. Cerraban el cortejo otros negros y mulatos en el traje negro talar y caperuza blanca, ya descrito, y más pueblo, todos moviéndose en solemne y silenciosa procesión, pues no se oía otro ruido que los pasos acompasados de la tropa y la voz gangosa del sacerdote recitando las oraciones de los moribundos.
Por esta rápida descripción advertirá el lector habanero que se trataba de un reo de muerte que conducían al patíbulo, acompañándole los hermanos de la Caridad y de la Fe, institución religiosa compuesta exclusivamente de gente de color que se ocupaba en asistir a los enfermos y moribundos y en enterrar a los muertos, principalmente los cadáveres de los ajusticiados. Es bien sabido que la justicia española lleva su saña hasta las puertas del sepulcro, y he ahí la necesidad de la institución religiosa dicha, que se encarga de recoger el cadáver del criminal y de darle sepultura, en vez de los parientes y amigos, privados de esos oficios por la ley o la costumbre.
La tropa que custodiaba al reo en tales circunstancias, en La Habana al menos, era un piquete de la célebre partida de Armona, especie de guardia civil, establecida por Vives, que desempeñaba el papel de la policía de otras partes: el militar de alta graduación, el mayor de plaza, a la sazón coronel Molina, después castellano del Morro, en cuyo empleo murió cargado con el odio de aquéllos a quienes había oprimido y explotado mientras desempeñó el primero de estos cargos: el individuo que conducían al suplicio de la manera referida no era hombre, sino mujer y blanca; la primera tal vez de su clase que ejecutaban en La Habana.
Capítulo IX
Que facer el Rey ordena…
D. Alvaro de Luna.
Contarse merece, siquiera sea brevemente, la historia de la mujer cuyo delito se castigaba con la pena de muerte. Casada con un pobre campesino, vivía en los arrabales de la pequeña población del Mariel, no sabemos cuanto tiempo hacía, ni hace mucho al caso tampoco. Pero sin ser joven ni hermosa, contrajo ella relaciones ilícitas con un hombre soltero del mismo pueblo. Séase que el marido averiguara lo que pasaba y amenazara tomar venganza, séase que los amantes quisieran librarse de aquel estorbo, el hecho fue que entre los dos concertaron matarle. Y conseguido esto, que no cuesta gran trabajo matar a un hombre, trataron de ocultar las huellas del crimen descuartizando el cadáver y arrojando a un río inmediato los cuartos ensangrentados, cosidos en un saco. Tales fueron los hechos principales dilucidados en la causa.
Ahora bien, ¿qué papel desempeñó la mujer en el horrible drama? Eso no se puso en claro. En su defensa desplegó tan desinteresada como rara elocuencia el joven y brillante abogado Anacleto Bermúdez,16 que acababa de llegar de España, en cuyos consejos se había recibido de abogado e hizo en esa causa su estreno como hábil criminalista. El hecho era atroz, sin embargo, y la criminalidad de la mujer quedó probada, pues si no había herido con su propia mano, había tomado parte principal en el asesinato y en la ocultación del cadáver. Se hizo, por tanto, necesaria su condenación a último suplicio, aunque éste fuese el de horca, pues que entonces sólo se aplicaba el del garrote a la gente noble, suceso todavía más raro en Cuba que el de ejecutar a una mujer blanca.
La pena de muerte en horca, en los dominios españoles era, si cabe, más terrible que la del garrote, introducida o generalizada algún tiempo después de aquel a que nos referimos ahora. El verdugo, así que ataba dos sogas al pescuezo del reo, le lanzaba desde lo alto de la escalera, se le montaba a horcajadas en los hombros, y con los calcañales le golpeaba el estómago para apresurar su fin; deslizándose por los pies del ajusticiado, cuyo cadáver, dentro de un traje talar, quedaba meciéndose al aire libre por ocho horas, a dos varas del suelo. Semejante espectáculo no debía presentarse en La Habana con una mujer blanca, por vulgar que ella fuese u horrible su delito.
En tal situación, y cuando hubo fallado el recurso de una supuesta preñez, Bermúdez solicitó y obtuvo como gracia especial que se la hiciera morir en garrote. Recordará el lector que siete u ocho años después de aquel a que nos contraemos ahora, se abolió el suplicio de horca en Cuba, y que hallándose la cárcel en el ángulo occidental del edificio conocido por la Casa de Gobierno, donde funcionaba asimismo el Ayuntamiento con todas sus dependencias, donde residía el Capitán General con las suyas, y existían las escribanías públicas, tenía el reo que recorrer una larga y angustiosa carrera antes que se pusiera fin a su vida en el campo de la Punta, inmediato a la mar. En efecto, por la calle de Mercaderes pasaba a la plazuela de la Catedral, torcía luego a la de San Ignacio, luego a la de Chacón, luego a la de Cuba, enseguida por la orilla de la muralla a pasar por debajo de la puerta abovedada y oscura llamada de la Punta, en que había cuerpo de guardia y daba salida a los cadáveres de la ciudad que llevaban a enterrar en el cementerio general.
Al salir por aquella puerta de plaza sitiada, podía distinguir el reo a lo lejos, frente al arrecibe de la costa contra la cual se rompían las olas del mar en menudos copos de brillante espuma, la máquina terrible, horca, garrote o banquillo en que había de tener fin su vida. Para los de ánimo apocado, la muerte con todos sus horrores era fuerza que se les presentase mucho antes de recibirla. Por suerte, la mujer de que ahora hablamos, desde el momento que la metieron en capilla perdió las fuerzas, y con ellas la conciencia de su horrible situación, siendo preciso, como se ha visto, que la condujeran al lugar del suplicio en silla de mano, sentarla a brazos en el banco del garrote, y, muerta ya, dislocarle la vértebra del cuello para sofocar en su pecho el último soplo de vida.
Cinco o seis años después de los sucesos que acaban de referirse, había cambiado de un todo el aspecto del campo de la Punta. Al yermo desolado y polvoroso que limitaba al oeste las primeras casas de madera de la barriada de San Lázaro, por el sur rimeros de tablas y alfardas importadas de los Estados Unidos del Norte de América, por el norte la mar y el castillo de la Punta, que asomaba sus enanas almenas detrás de apiñadas calderas férreas de Carrón para la elaboración del azúcar, sucedió un edificio de tres cuerpos, macizo, cuadrangular, erigido por el Capitán General don Miguel Tacón para cárcel pública, depósito presidial y cuartel de infantería.
El espacio descubierto que quedó al lado septentrional de ese edificio, todavía se obstruyó más con la construcción de unos cobertizos de madera para abrigo de una parte del presidio, empleada en picar piedra menuda a martillo, con destino al empedrado de las calles de la ciudad, según el sistema de McAdam. Pero, de todos modos, así quedó separada la prisión de la Casa de Gobierno; los presos pasaron a un edificio, aunque defectuoso en muchos respectos, fabricado expresamente para su desahogo y seguridad; hubo más conveniente separación de sexos y de delitos, y, en especial, se redujo a la tercera parte la via crucis de los infelices reos de muerte, pues que apenas se cuentan doscientos pasos de la cárcel nueva a la orilla del arrecife, donde se efectuaban las ejecuciones capitales. De allí y de la Punta, a la parte opuesta, salieron a recibir la muerte del patriota y del héroe, años adelante, Montes de Oca y el joven Facciolo; el General López y el español Pintó; el bravo Estrampes; y, en nuestros días, Medina y León y los inocentes estudiantes de la Universidad de La Habana.
Incorporáronse los tres amigos a la lúgubre procesión, y la acompañaron por el costado de la Catedral hasta la puerta del Seminario, edificio que se extiende por el fondo de ella y da sobre el puerto. No habían abierto aún la entrada a las aulas, y el golpe como de doscientos estudiantes de derecho, filosofía y latín, la flor de la juventud cubana, se dilataba desde las gradas de piedra de la portería hasta el cuartel de San Telmo por un lado, y por el otro largo trecho hacia las bocacalles del Tejadillo y de San Ignacio, a causa de la estrechura de la vía. Por un movimiento espontáneo, la muchedumbre estudiantil se dividió en dos filas, dando paso franco por medio de la calle a la extraña comitiva, a la cual precedía un rumor sordo como de enjambre de abejas que busca donde posarse.
Hizo alto por un momento ante la puerta del Seminario, para dar tiempo a que cuatro hermanos de la Caridad y de la Fe relevasen a los que portaban la silla de mano desde la cárcel. La figura entre tanto, no cambió de posición ni hizo el menor movimiento; pero aunque los pliegues del manto negro ocultaban por completo sus facciones, su nombre y la historia de su crimen corrieron de boca en boca entre todos los estudiantes.
— Nadie diría que llevan ahí a una mujer, dijo un estudiante de latín.
— En efecto, más parece la estatua de una llorona que ser viviente, agregó otro.
— El remordimiento la agobia, dijo un tercero. Por eso dobla la cabeza sobre el pecho.
— Ya, exclamó un estudiante alto, de aspecto amulatado; el caso no es para menos. Ahora supongo yo que está horrorizada de su propio crimen.
— ¿Pero está probado, como luz del mediodía, según reza la ley de Partida, preguntó nuestro conocido Pancho, que Panchita mató a su marido?
— Tan cierto es que lo mató que le van a dar garrote, volvió a observar el estudiante amulatado, con cierta sonrisa de desdén. Por más señas que después de muerto le hizo tasajo, y, cosiéndole en un saco de henequén, le arrojó al río para pasto de los peces.
Todo eso no constituía un argumento de la criminalidad de Panchita Tapia, y su tocayo iba a replicar cuando otro estudiante se interpuso diciendo en voz campanuda y acento español:
— Por un tris hace la chica con su consorte lo que dispone la ley de Partida que se haga con el parricida. Sólo faltó que el saco fuera de cuero, que tuviese pintadas llamas coloradas al exterior y que hubiese puesto en el interior un gallo, una víbora y un mono, animales que no conocen padre ni madre.
— La ley de las Doce Tablas,17 se apresuró a decir Pancho alzando la voz y empinándose un tanto, contento de poder corregirle la plana al estudiante españolado — copiada pedem litterae en las Partidas, que mandó compilar don Alfonso el Sabio — no habla de gallos, sino de perro, víbora y mono, y no porque estos animales conozcan o desconozcan padre o madre, sino simplemente para entregar el criminal a su furor. El Código Alfonsino considera parricida aún a la mujer que mata a su marido. La práctica hoy día es arrastrar al reo en un serón atado a la cola de un caballo hasta el pie del patíbulo. De suerte que, si no arrastran a Panchita Tapia, acusada de ese horrendo crimen, la razón es porque no lo consienten nuestras costumbres. He dicho.
Con esto Pancho se alejó prontamente de aquel grupo, cosa de no dar tiempo a una réplica de parte del estudiante españolado. Pero éste se contentó con decir, viéndole alejarse:
— Se conoce que el chico ha estudiado la lección.
En aquel mismo punto se abrieron las ponderosas hojas de cedro de la puerta del Seminario, más conocido entonces bajo el nombre de Colegio de San Carlos. El gran patio lo constituían cuatro corredores anchos, de columnas de piedra, formando un cuadrado. En el centro había una fuente, y por todo el derredor naranjos lozanos y frondosos. En el lado opuesto a la entrada principal, a la izquierda, había una escalera de piedra que conducía a los claustros de los profesores; a la derecha, una reja que separaba el corredor de un callejón oscuro y húmedo, por el cual se penetraba en un salón lateral, largo y sucio, separado de las aguas del puerto por un jardín o huerto de tapias elevadas. Hacia allá daban unas cuatro ventanillas altas por donde entraba la única luz que a medias alumbraba el salón. Contra la pared de enfrente, en el centro, se poyaba una mala cátedra, y a ambos lados de ella había muchos bancos de madera, rudos, fuertes y de elevado respaldo, colocados transversalmente.
Ahí se enseñaba filosofía; ahí enseñó por la primera vez esta ciencia a la juventud cubana el ilustre padre Félix Varela, quien para ello redactó un texto, apartándose enteramente del aristotélico, único seguido en Cuba hasta entonces, desde la fundación de la Universidad de La Habana, en 1714, en el Convento de Santo Domingo. Cuando después, en 1821, el padre Varela marchó de representante a las Cortes españolas, quedó sustituyéndole en la misma cátedra el más aventajado de sus discípulos, José Antonio Saco, y en los momentos de nuestra historia la desempeñaba el abogado Francisco Javier de la Cruz, por ausencia en el norte de América del propietario y expatriación de su virtuoso fundador.
En el ángulo de la izquierda había otro salón, con entrada directamente del corredor, donde enseñaba latín el padre Plumas. Luego, ocupando casi todo el otro lado, estaba el refectorio de los seminaristas y algunos profesores que residían permanentemente en el mismo edificio, y a la izquierda de la entrada principal estaba la ancha escalinata, dando acceso a los corredores del piso alto. Por ésta subían los estudiantes de derecho no seminaristas; mientras los de filosofía y latín entraban en los salones respectivos, ya mencionados, por las puertas al ras del patio.
En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes de derecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, se detuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animada conversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabra podía tener de 28 a 30 años de edad. Era de mediana estatura, de rostro blanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, boca grande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso. Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa. El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalla del ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuello corto, cabello crespo y muy negro: los ojos grandes y saltones, el labio inferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestos agregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar mucho de la pureza de su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dos mencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálido y aspecto muy amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía, Francisco Javier de la Cruz; el anterior José Agustín Govantes, distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; y el primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte de América.
Precedía a éste la fama de sus escritos en el Mensajero Semanal, que publicaba en Nueva York, según decían, con la cooperación del muy amado padre Varela, principalmente los que versaban acerca de los sucesos y eminentes personajes de la revolución de México y de Colombia. Sobre todo, acababa de leerse en La Habana, produciendo un vivo entusiasmo, su polémica crítico-política con el encargado del Jardín Botánico, don Ramón de la Sagra, en defensa del poeta matancero18 José María Heredia.
De resultas de eso, los jóvenes cubanos, que ya se daban a la política, comenzaron a alejarse de la clase de botánica que pretendía enseñar La Sagra, burlándose de él a medida que admiraban a Saco, a quien tenían por un insurgente decidido, con cuya opinión, cosa singular, concurría de plano el gobierno de la colonia.
Algunos de los estudiantes de derecho le reconoció, desde luego, por haber estudiado filosofía con él en 1823 y murmuró su nombre, lo que fue bastante para que se pararan e hicieran una exclamación más bien de curiosidad que de otra cosa. Esto hubo de atraer la atención de Govantes, el cual, por señas, ordenó a sus discípulos que salieran al salón de clase, adonde él los seguiría en breve.
Allá, en efecto, se encaminaron de tropel y entraron en el salón con gran algazara, hablando de Saco, de Heredia, de su célebre Himno del desterrado y su no menos famosa oda Al Niágara, inclusa en la colección de sus poesías impresas en Toluca, México; de las lecciones de botánica de La Sagra, y de los héroes de la revolución de Colombia, aunque entonces imperfectamente conocida por la juventud habanera. Cuando, poco después, entró Govantes a paso tardo, con un libro debajo del brazo y el semblante risueño y animado, callaron de golpe los estudiantes y reinó allí completo silencio. Ascendió los tres o cuatro escalones de la cátedra, puso el libro en el ancho pretil y se sentó en la silla de paja, a mano constantemente.
No era el salón de la clase de derecho sólo el más amplio y extenso del seminario, sino también el mejor situado bajo todos conceptos. Tenía la entrada por un extremo, con cuatro ventanas anchas abiertas al corredor, y otras tantas al puerto de La Habana, que daban luz y aire, dejando ver los valuartes de la ciudadela de la Cabaña y parte de los del Morro. Apoyada en la pared medianera, entre las ventanas centrales, se elevaba la cátedra; en frente había dos órdenes de bancos paralelos y a entrambos lados otros muchos colocados transversalmente, de modo que el catedrático, desde su elevado asiento, dominaba toda la clase, no obstante su extensión. Probablemente habría allí congregados hasta 150 estudiantes de varios cursos.
Los que habían estudiado la lección y creían poder explicarla con alguna claridad, presentaban el cuerpo y seguían los movimientos del catedrático. Los que no habían abierto siquiera el libro de texto, por el contrario, no sabían donde esconder la cara ni cómo encogerse. En este caso se hallaba nuestro conocido Leonardo Gamboa, según él mismo lo había dicho a sus amigos Meneses y Pancho Solfa. Como por su talla y su carácter no le fuera fácil ocultarse, nunca se sentaba en frente de la cátedra, sino a los costados, y eso en los últimos bancos. El día que vamos narrando ocupó el asiento de la cabeza en el rincón, desalojando para ello a su amigo Solfa. Después de recorrer Govantes con la vista toda la clase, se dirigió a un estudiante de su derecha, a quien llamó por el apellido de Martiartu, el españolado antes dicho, y le ordenó explicara la lección, cosa que hizo con facilidad y aún lucidez. Luego ordenó hiciera lo mismo al amulatado, que llamó Mena; enseguida a otro de apellido Arredondo, el cual ocupaba puesto frente a frente de la cátedra. Cuando éste hubo concluido la explicación más o menos textual, Govantes volvió los ojos a su izquierda, los pasó por encima de Leonardo — el cual de golpe bajó la cabeza con achaque de recoger el pañuelo dejado caer de intento y los detuvo en el joven que se sentaba en la otra cabecera del mismo banco. No se sabía éste la lección y se quedó callado, por lo cual, tras breve rato, el amable profesor dijo: — el otro, con idéntico resultado. Saltó enseguida al cuarto, luego al sexto, que tampoco pudo responder, hasta que dejando tres o cuatro por medio, dijo a Gamboa: — Usted. Disimuló él cuanto pudo, hizo como que no había oído ni entendido, mas su amigo Pancho le llamó la atención, y entonces, medio mohino, medio corrido, se puso en pie y dijo:
— Maldito si he estudiado la lección.
Semejantes palabras produjeron una risa general. Gamboa, sin inmutarse, continuó:
— Mas, por lo que han dicho los señores que me han precedido en el uso de la palabra, saco en consecuencia que el asunto de que hoy se trata es de los más importantes, y creo que no se me olvidarán los puntos principales para el caso de su aplicación en nuestro foro.
Con esto se sentó de pronto, pegando al mismo tiempo un puntazo con el dedo índice al sufrido Pancho, por el costado, quien, ya de dolor, ya de las cosquillas que le produjo, no pudo menos de dar un salto en el asiento. Su discurso, lo mismo que su acción, por inesperados, causaron una explosión de risa de que, no obstante su seriedad, participó el mismo Govantes; quien, sin más dilación, comenzó la explicación del texto, que versaba, como ya dicho, sobre el derecho de las personas. Definió primero lo que se entendía por persona, según el derecho romano; luego por estado, que dijo se dividía en natural y civil, y que este último podía ser de tres maneras, a saber: de libertad, de naturaleza y de familia. Y entró de lleno en lo que podía denominarse historia de la esclavitud, pintándola no ciertamente en sus relaciones con la sociedad antigua o moderna, sino con el derecho romano, el de los godos y el patrio; porque si bien reinaba bastante libertad de enseñanza entonces en Cuba, las ideas abolicionistas no habían empezado a propagarse en ella.
Govantes en aquel día, como solía, estuvo inspirado, elocuente, dando muestras repetidas de su vasta erudición; en lo cual sin duda no había tenido pequeña parte su reciente entrevista con Saco, el traductor y anotador de las Recitaciones de Heinecio,19 de texto en el Colegio San Carlos desde el año anterior de 1829. Al ponerse él en pie, pues había sonado la hora de las nueve, los estudiantes imitaron su ejemplo, prorrumpiendo en estrepitosos aplausos.
Capítulo X
Mucha hermosura;
Faltó la ventura,
Sobró el desatino;
Errado el camino
No pudo volver
El que por amores
Se dejó prender.
DECÍAMOS QUE LOS ESTUDIANTES de derecho patrio imitaron el ejemplo de su profesor poniéndose todos de pie. Pero aunque ganosos de salir del aula, según es de suponerse, permanecieron en sus puestos respectivos hasta que aquél descendió de la cátedra y se dirigió a la puerta de salida, cabeza baja y libro de texto debajo del brazo; entonces desfilaron en dos columnas tras él, en respetuoso silencio.
Los pocos que le acompañaron hasta la puerta de su celda, al fondo de la galería, fueron los seminaristas, pupilos del colegio, los cuales se distinguían por la ropa talar de estameña color pardo que vestían y que les daba la apariencia de monacillos; si bien es seguro que ninguno de ellos seguiría la carrera eclesiástica.
Los otros estudiantes no seminaristas, en el número ya dicho, luego que se alejó el catedrático, deshicieron la formación que traían, se precipitaron por la ancha escalera de piedra, en tropel bajaron al corredor y en el mismo desorden salieron a la calle, cual si los hubiera vomitado de un golpe la amplia portería del Colegio de San Carlos.
Ya en la calle, se derramaron por diferentes rumbos de la ciudad. Un grupo bastante numeroso tomó la vuelta del cuartel de San Telmo en que termina la calle de San Ignacio, torció la de Chacón, enseguida a la de Cuba, en fin, por la de Cuarteles se encaminó a la Loma del Ángel, que era su destino. En este grupo estudiantil, marchando con gran algazara, bien podía notar el curioso lector de anteriores páginas, a los tres constantes amigos: Gamboa, Meneses y Solfa. El primero de éstos sin duda capitaneaba a los demás, porque iba a la cabeza blandiendo en la mano derecha, a guisa de bastón de tambor mayor, la caña de Indias con puño de oro y regatón de plata. A medida que se acercaban a la iglesia del Santo Ángel Custodio, que, como sabe el lector habanero, se halla sentada en la planicie de la Peñapobre, se estrechaba más la vía a causa del declive y del golpe de gentes de ambos sexos, de todos colores y condiciones que llevaban la misma dirección.
Las mujeres blancas, al menos las que no se dirigían a la iglesia, iban en quitrines, los cuales entonces empezaban a generalizarse y a sustituir a las volantes o calesas, que venían usándose desde fines del siglo pasado. Casi todos los ocupaban tres señoras sentadas en el único asiento o de testera de esos carruajes, las mayores a los lados, recostadas muellemente; la más joven en medio y erguida siempre, porque nuestros quitrines ni nuestras volantes se construyen en realidad para tres personas, sino para dos. Aunque pasadas las nueve de la mañana, no calentaba demasiado el sol, a causa de lo adelantado de la estación; por eso casi todos los quitrines llevaban el fuelle caído, mostrando a toda su luz la preciosa carga de mujeres, jóvenes en su mayor parte, vestidas de blanco o colores claros, sin toca ni gorra, la trenza negra de sus cabellos sujeta con el peine de carey llamado peineta de teja, y los hombros y brazos descubiertos.
Las mujeres blancas que iban a pie por aquellas calles pedregosas sin aceras, de seguro se dirigían a la iglesia; lo que podía advertirse por el traje negro y la mantilla de encaje. La gente de color de ambos sexos, en doble número que la blanca, iba toda a pie, parte también a la iglesia, parte paseando o vendiendo tortillas de maíz en tableros de cedro, que era uno de los motivos de la fiesta. Las que se hallaban arrimadas a una u otra pared de la calle, eran por lo común negras de África, pues las criollas desdeñaban la ocupación, sentadas en sillas enanas de cuero, con una mesita por delante y el burén en el brasero a un lado. En la tal losa de piedra oscura tendían con una cuchara de madera la porción de harina de maíz mojada que constituía una torta de tres o cuatro onzas de peso, y cuando estaba doradita con el calor del burén, le esparcían por encima un poco de manteca de vacas, y así calientita y jugosa la ofrecían de venta al transeúnte a razón de medio de plata el par. Muchas señoritas no tenían a menos parar el carruaje y comparar las tortillas de San Rafael, según las denominaban, calientes todavía del indiano burén, pues por lo que parece, era como sabían mejor.
La ocasión de todo aquel bullicio y movimiento era la fiesta de San Rafael, que cae el 24 de octubre, cuya celebración se había principiado, según ya indicamos, nueve días antes. En cada uno de ellos se decía una misa rezada en las primeras horas de la mañana, misa mayor y sermón de diez a doce y salve a la hora de víspera. Durante la novena o circular se mantenía de manifiesto el Santísimo Sacramento, y con tal motivo la iglesia nunca se veía desocupada de los fieles que acudían de todas partes del barrio a ganar indulgencia plenaria.
Como hemos dicho anteriormente, la pequeña iglesia del Santo Ángel Custodio se halla asentada en la planicie estrecha de la Peñapobre, especie de arrecife de poca extensión, aunque bastante elevado respecto al plano general de la ciudad. Para subir a ella había, y hay ahora, dos escalinatas de piedra oscura y tosca, con repechos de lo mismo: una que arranca del fondo de la calle de los Cuarteles, la otra que desciende a la de Compostela, siendo ésta la más larga y pendiente.
En llegando a lo alto de la meseta, que también tiene repecho de piedra, se está en el piso del templo, cuya única nave, en los días de función, como de la que ahora se trata, se descubre toda entera — el altar mayor al fondo, retablo de madera de dos cuerpos — más allá de las dos puertas laterales, casi oculto tras el bosque de cirios blancos, candelabros dorados y plateados, macetas de flores artificiales y gran profusión de relumbrantes cartulinas. A izquierda y derecha se veían dos retablos de menos adornos, en el promedio de la puerta principal y las laterales, y en la media naranja otros dos retablos, en cada uno de los cuales se veneraba algún santo, por lo regular de madera de talla, encerrado en un nicho de cristal. El techo, en forma de caballete, dejaba al desnudo el maderamen de la armadura que estaba cubierta de tejas coloradas, y encima del arco toral, dentro del que había un pequeño coro, se levantaba el cuadrado campanario de piedra de tres cuerpos en disminución ascendente. Hacia el oeste, detrás del cuerpo de la iglesia, se hallaba la sacristía, la habitación del cura enseguida, y otra escalera de piedra menos espaciosa que las del frente, que daba salida a la calle de Egido, especie de callejón hondo, torcido y desigual que corre a lo largo de las paredes de las casas y los baluartes que circundaban la ciudad por la parte de tierra. El patio, por el frente, tiene un malecón de mampostería, al modo de muro de azotea. Pues en ese malecón, en la mañana del día que vamos refiriendo, el segundo o tercero de la novena de San Rafael, varios negros carpinteros se entretenían en levantar con tablas de pino, pintadas de color de cantos de piedra, algo que se asemejaba a las almenas de un castillejo, habiendo ya plantado el asta bandera y casi concluido la obra principal.
Los estudiantes se habían apoderado de todo el repecho de las escalinatas y mesetas; Leonardo Gamboa en lo más alto, con su caña al hombro dirigiendo la maniobra, y no subía por éstas persona alguna, ni pasaba por la calle mujer especialmente, en carruaje o a pie, sin que tuvieran ellos algo que decirle y aún hacerle. El más conspicuo por su voz, por el puesto que ocupaba y por su aventajada talla era Gamboa, prodigando, sin cesar dichos y requiebros, sobre todo a las muchachas bonitas, con sobra de galantería y lastimosa falta de buena crianza. Ellas, sin embargo, ya por el hábito de oírlos desde la cuna, ya porque siempre halaga la celebración, no se daban por ofendidas, antes éstas se sonreían; aquéllas, con el abanico entreabierto, hacían un saludo gracioso a los conocidos o amigos, y no faltaban quienes correspondían a una pulla, con otra pulla, por cierto no de la mejor ley.
Había Leonardo arrebatado un pedazo de tortilla a uno de sus compañeros, y, teniéndole en la mano izquierda, lo brindaba a la joven que mejor le parecía, sin ánimo de dársela a ninguna, ni probarlo él, hasta que, de tres que iban en un quitrín, creyó reconocer la que ocupaba el lado opuesto; por cuya razón, en vez de hacerle el mismo ofrecimiento que a las demás, bajó la mano de pronto y trató de ocultarse tras el repecho de la meseta. La joven le había visto, y reconocido desde luego; sólo que, lejos de sonreírse, como es natural cuando se divisa a un amigo entre multitud de gentes extrañas, se puso más seria y pálida de lo que era, aunque mientras pudo estuvo mirando el sombrero y la frente del estudiante, asomados a pesar suyo por encima del borde del muro de piedra. A tiempo de agacharse Gamboa, por un movimiento involuntario, le echó garra por un brazo a su amigo Meneses, y de modo le apretó, que éste no pudo menos de quejarse y preguntarle:
— ¿Qué sucede, Leonardo? Por Dios bendito, suelta, que me desprendes el brazo.
— ¿No la conociste? repuso Leonardo enderezándose poco a poco.
— ¿A quién? ¿Qué dices?
— A la muchacha aquella del quitrín azul que va sentada a la parte opuesta de nosotros. Pasa ahora las Cinco esquinas. Todavía mira hacia acá. De seguro me ha reconocido. ¡Y yo que la hacía a muchas leguas de distancia! ¿Si creerá que todavía duran los aguinaldos de pascuas?
No sé aún de quién hablas.
— De Isabel Ilincheta, hombre. ¿No la conociste? Bien que te gustaba su hermana Rosa.
— Acabáramos. No la conocí, en efecto. Me pareció muy delgada y trigueña, allá era la más linda del partido.
— Todas las muchachas cuando van para tías se ponen delgadas y palidecen; y lo que es Isabel tiene razón para ambas cosas, pues cuenta mi edad y no abriga esperanzas de casarse pronto.
— Todavía te casas tú con ella el día menos pensado.
— ¿Yo? Primero con una escopeta. La chica me gusta, no lo niego; pero más me gustaba allá, en medio de las flores y del aire embalsamado, a la sombra de los naranjos y de las palmas, en aquellas guardarrayas y jardines del cafetal de su padre. Y luego, es una bailadora… de primera. No menos que tu Rosa.
— Deja tranquila a Rosa y volvamos a tu Isabel. Estaba lo que se llama enamorada de ti. ¡La pobre! no te conoce, a lo que entiendo. Porque si vale decir verdad, eres el más inconstante y voluble de los hombres.
— Lo confieso, lo siento, mas no puedo remediarlo; me empeño por una muchacha mientras me dice que no; en cuanto me dice que sí, aunque sea más linda que María Santísima, se me caen a los pies las alas del corazón. Desde mayo no le escribo. ¿Qué pensará de mí? Y es que estas muchachas criadas en el campo son tan empalagosas con su querer… Se figuran que nosotros los mozos de La Habana somos todo cera y miel.
— ¿Dónde parará ella?
— De seguro en casa de las Gámez, sus primas, detrás del Convento de las monjas Teresas.
— ¿Esperas tropezar ahí con Rosa? Cuando no estaba en el quitrín con Isabel, es claro que no ha venido del campo. En cuanto a mí, te juro que no deseo y temo encontrarme cara a cara con Isabel. Estará ella hecha un moderno virago conmigo. No es mujer a quien se puede ofender impunemente.
— Razón tiene sobrada para estar enojada contigo, y en conciencia debes hacer por aplacar su enojo…
— Conciencia, conciencia, repitió Leonardo en tono desdeñoso. ¿Quién la tuvo jamás en tratándose de mujeres?
— ¡Hombre! No digas blasfemias, que hijo eres de mujer.
Esta última observación la hizo Pancho Solfa, que había estado oyendo el breve diálogo de los dos amigos. Leonardo le miró de alto a bajo; no por desprecio, sino porque le sacaba al menos dos palmos de ventaja en estatura, y le dijo serio:
— Tú vas a parar en fraile capuchino. Luego, volviéndose con viveza para Meneses, añadió: Esa muchacha va a trastornar todos mis planes.
— No lo comprendo, dijo Meneses.
— Ya lo verás, repuso Leonardo pensativo. Caballeros, prosiguió hablando con los que le seguían desde el colegio; vámonos que ya esto fastidia.
Conocidamente Leonardo se había puesto de mal humor; algo le contrariaba el ánimo, y él no era hombre para sobrellevar estorbos. Pero apenas bajó a la calle por el lado de la de Compostela, y se vio una vez más en medio del bullicio popular, cuando volvió a su ser natural y a las vivezas de su carácter. En efecto al llegar a las Cinco esquinas, alcanzó un caballero de mediana edad que llevaba la misma dirección que los estudiantes. Leonardo le pasó los brazos por debajo de los suyos, le cubrió los ojos con ambas manos y le dijo, variando el acento: — Adivina quién soy.
En vano el desconocido trató de desasirse de las garras del estudiante, en la persuasión quizás de que el objeto de aquella violencia era robarle a la claridad del día y a la vista del pueblo. Pero Leonardo, luego que se le reunieron los compañeros y multitud de curiosos, soltó al hombre; y, con el sombrero en la mano y la cabeza inclinada, en señal de respeto y arrepentimiento, le dijo: — Pido a Vd. mil perdones, caballero. He sufrido una equivocación lamentable, pero Vd. tiene la culpa, porque se parece a mi tío Antonio como un huevo a otro huevo.
Los estudiantes soltaron la carcajada, por lo mismo que el caballero desconocido, comprendiendo la burla, estalló en expresiones de mal humor y de enojo contra la juventud malcriada e insolente de la época. Aquella ridícula escena pasó con más rapidez de lo que hemos acertado a pintarla, y, como para hacer contraste con ella, no bien pasó Leonardo la calle de Chacón, metió la punta de su caña de Indias en una rolliza tortilla de maíz que empezaba a dorarse al calor del burén de una negra más rolliza todavía y casi desnuda, arrimada a la pared de la esquina y rodeada de sus cachivaches, y la levantó en el aire. Hizo la tortillera una exclamación de angustia, y al enderezarse en el enano asiento, como era tan gorda y pesada, echó a rodar la mesita que tenía delante, donde había otras tortillas ya cocidas, con lo cual se aumentó su disgusto y se menudearon sus gritos. Todos rieron de la ocurrencia, Diego Meneses, quien, por uno de aquellos impulsos nobles y generosos de su buen corazón, sacó del bolsillo del chaleco unos cuantos reales, se los arrojó al pecho abultado de la negra, y acertó a depositárselos en el seno, no obstante el bajo escote del cuerpo de su escasísimo traje.
Si con esto se le pasó el enojo o cesaron sus lamentos, los estudiantes no se detuvieron a averiguarlo. Adelante, en la calle del Tejadillo corta la de Compostela en ángulo recto y luego se encuentra la del Empedrado, dicha así por haber sido la primera en que se empezó a ensayar el sistema de pavimento de las calles de La Habana con chinas rodadas y arroyo en medio. Por ella torció Leonardo a la derecha, y después de saludar a sus compañeros y decir a sus íntimos amigos Meneses y Solfa que podían, si querían, esperarlo en la plazoleta inmediata de Santa Catalina, donde se reuniría con ellos dentro de un cuarto de hora. Pero siendo ya la de almorzar, según la costumbre de Cuba, ellos prefirieron continuar a sus casas respectivas, y así se separaron de Leonardo hasta la noche en la feria del Santo Ángel Custodio.
Una vez solo el estudiante de derecho, cambió de paso y de aspecto repentinamente. Se puso serio y pensativo, mucho más de lo que cabía esperar en un carácter tan alegre y vivaz. Era que le preocupaba demasiado la aparición en La Habana y en la feria, de la joven de Alquízar a quien denominó Isabel Ilincheta. No obstante que lo negase, estaba enamorado de ella, y recelaba que su repentina llegada diese ocasión a revelaciones desagradables, sobre todo, al descubrimiento de sus veleidades, que, por pervertido que tuviese el sentimiento de la decencia, no podían hacerle honor ni dejar de sacarle los colores a la cara.
Varias veces se detuvo y pegó con la punta del bastón en las angostas losas de la acera, de cuyo lujo gozaba entonces, entre otras pocas, la calle famosa de lo Empedrado. Entre seguir y volverse fluctuaban grandemente, pues es bueno que se sepa que aquella no era la dirección de su casa. Dio, al fin, un golpe más recio que los demás con la caña, se la echó al hombro, como solía, y apresuró el paso, murmurando: — ¡Qué diablos! A lo hecho, pecho. Todo esto, para confirmarse en la resolución tomada.
A poco andar se encontró en la esquina de la calle del Aguacate, y arrimado a las alterosas paredes del Convento de Santa Catalina, no hizo alto hasta cerca de la esquina en que la calle de O’Reilly corta la que llevaba a la sazón. Allí, dirigió una mirada oblicua a la ventanilla cuadrada y alta de una casucha en la acera opuesta, inmediata a la esquina. Dicha casucha la hemos descrito minuciosamente al final del capítulo II de esta verídica historia. Las hojas de la ventanilla se hallaban entornadas, y por entre los balaustres de cedro, se veían los pliegues de una cortinilla de muselina blanca, la cual se agitaba ligeramente entonces, ya a causa del airecillo de la mañana, ya de los movimientos de alguna persona que estuviese detrás. En la misma disposición, aunque inversa, se veía la desvencijada puerta: la media bala de hierro, de que hemos hablado en otra parte, impedía que se cerrase del todo.
Que había una persona apostada entre la hoja entornada de la ventanilla y la cortina blanca, no cabe duda ninguna, porque apenas Leonardo cruzó y puso la mano derecha en el hueco que dejaba en el marco un balaustre caído, cuando se asomó la cara más linda de mujer que quizás existía en aquel tiempo en La Habana. A su vista, aunque los ojos de la mulata despedían rayos, y no de amor, sino de cólera, quedó completamente subyugado Leonardo, y se olvidó de Isabel, de los bailes de Alquízar y de los paseos por las guardarrayas de palmas y de naranjos en los cafetales de esa comarca. El lector de los primeros capítulos de esta historia tiene delante a Cecilia Valdés. Mantenía los ardientes labios apretados, la sangre quería brotarle de sus redondas mejillas, el abultado seno con dificultad se contenía dentro de las ligaduras del traje de yocó. Al fin fue ella la primera a hablar, diciendo más con el semblante que con la voz:
— ¿Para qué ha venido?
— Acabo de salir de la clase, contestó Leonardo en tono humilde y bajo, mas recio.
Cecilia miró al soslayo para adentro, con la mano izquierda abierta hizo seña a Leonardo que bajara algo más la voz y añadió con vehemencia:
— Le han visto hace poco en la loma del Ángel.
— Puede ser, venía para acá.
— Pero se ha detenido mucho, la distancia no es tan grande. ¡Ah! ¡Maldita la mujer que ama!
— Nada se ha perdido, Cecilia. Heme aquí.
— Ya. ¿Mas quién sabe la causa de su demora? Tal vez una mujer…
— Mujer no, te lo juro.
— No me jure, porque entonces menos le creo. El caso es que Chepilla ya está de vuelta de Paula y Vd. se aparece ahora. Ya no hay tiempo de hablar. Hace rato que llegó. Rezaba y dormitaba, supongo que de cansada; y ya levanta la cabeza y pone el oído de ético. (Esto lo dijo mirando otra vez hacia dentro.) A Vd. no le interesa mi amistad, se conoce, y soy una boba que le espero. ¡Maldita sea la mujer que quiere como yo!
— Tu desesperación me asusta, alma mía. Siento el percance, será mañana.
— Es que Chepilla no va todos los días a Paula.
— Me levanté cerca de las siete. Tú sabes a la hora que vinimos de Regla, cerca de la una de la madrugada.
— Eso no impidió que yo me despertase al amanecer. Me acosté con el cuidado y Vd. no, esto hace mucha diferencia.
— Déjate de ese tono irónico que no te sienta ni un poquito. Demasiado sabes tú que te idolatro.
— Obras son amores y no buenas razones, y el hombre que no cumple con una cita…
— No me condenes de ligero. Ya te he dicho la causa de mi demora. Te protesto, sin embargo, que lo siento en el alma, y ya te probaré…
— Malhaya viene tarde. En vano me protesta de su cariño. La persona que quiere bien no engaña. Sí, Vd. me está engañando. Me tiene muy herida. Váyase. Truena Vd., no habla.
Leonardo le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin que ella opusiera la menor resistencia, por donde conoció que había pasado el furor de la tormenta y que la muchacha admitiría su visita en primera oportunidad. Con esto él siguió camino y al entrar en la calle de O’Reilly, puso el pie izquierdo en el estribo de una volanta que bajaba de la puerta del Monserrate, zarandeándose dentro de dos larguísimas varas, pendientes de dos enormes ruedas y del lomo de un verdadero Rocinante, y quedó sentado en el cojín de vaqueta. El estremecimiento producido por la repentina entrada del joven, llamó la atención del calesero, quien incontinente volvió la cara a fin de ver la casta de pasajero que había conseguido sin solicitarlo ni esperarlo. Este, a tiempo de caer en el asiento, tronó en voz campanuda y de mando: — A casa.
— ¿Y dónde vive el niño? naturalmente preguntó el azorado calesero.
— ¡Bruto! ¿Que no lo sabes? Calle de San Ignacio esquina a Luz. Arrea.
— ¡Ah! exclamó el calesero, y le pegó tan fuerte latigazo a la pobre bestia en los ijares, que se estremeció toda dentro de la armazón de huesos, doblándose casi en dos, bien del dolor, bien del peso del carruaje, del pasajero y del jinete.
Mientras el estudiante, sacudido como una pelota va camino de su casa en la desvencijada volante séannos permitidas algunas reflexiones. ¿A qué aspiraba Cecilia al cultivar relaciones amorosas con Leonardo Gamboa? El era un joven blanco, de familia rica, emparentado con las primeras de La Habana, que estudiaba para abogado y que, en caso de contraer matrimonio, no sería ciertamente con una muchacha de la clase baja, cuyo apellido sólo bastaba para indicar lo oscuro de su origen, y cuya sangre mezclada se descubría en su cabello ondeado y en el color bronceado de su rostro. Su belleza incomparable era, pues, una cualidad relativa, la única quizás con que contaba para triunfar sobre el corazón de los hombres; mas eso no constituía título abonado para salir ella de la esfera en que había nacido y elevarse a aquélla en que giraban los blancos de un país de esclavos. Tal vez otras menos lindas que ella y de sangre más mezclada, se rozaban en aquella época con lo más granado de la sociedad habanera, y aún llevaban títulos de nobleza; pero éstas o disimulaban su oscuro origen o habían nacido y se habían criado en la abundancia; y ya se sabe que el oro purifica la sangre más turbia y cubre los mayores defectos, así físicos como morales.
Pero estas reflexiones, por naturales que parezcan, estamos seguros que jamás ocuparon la mente de Cecilia. Amaba por un sentimiento espontáneo de su ardiente naturaleza y sólo veía en el joven blanco el amante tierno, superior por muchas cualidades a todos los de su clase, que podían aspirar a su corazón y a sus favores. A la sombra del blanco, por ilícita que fuese su unión, creía y esperaba Cecilia ascender siempre, salir de la humilde esfera en que había nacido, si no ella, sus hijos. Casada con un mulato, descendería en su propia estimación y en la de sus iguales: porque tales son las aberraciones de toda sociedad constituida como la cubana.
El calesero, entre tanto, bajó por la calle de O’Reilly al trote, tomó la de Cuba, cruzó diagonalmente la plazoleta de Santa Clara, torció luego a la calle de San Ignacio, y sin adelantarse un paso paró la carrera a la puerta de la casa que le habían designado. Aquélla era una prueba de que el negro calesero no merecía el dictado de bruto que le dio Leonardo al entrar en la volante. No había acabado de parar ésta, cuando el estudiante saltó a la acera y con la misma rapidez le lanzó una moneda al calesero. Recibiola él en el aire, se la llevó a los ojos, vio que era una peseta columnaria, se persignó con ella, picó espuelas y siguió viaje, diciendo: — Mucha salud, niño.
Capítulo XI
bajo el desnublado cielo
no pude resolverme a ser esclavo,
ni consentir que todo en la natura
fuese noble y feliz menos el hombre.
A Emilia.
CREYÓ ADVERTIR LEONARDO cuando saltó de la volante a la acera, que un militar, en completo uniforme, que caminaba de prisa hacia la Plaza Vieja, se había separado de la segunda ventana de su casa, y que contemporáneamente se había desprendido de un postigo de la misma el bien conocido rostro de una de sus hermanas. Apresuró el paso, y, en efecto, a través de otro postigo de la reja del zaguán, vio a su hermana mayor Antonia, en el acto de alzar la cortina para entrar en el primer aposento, por la puerta que daba a la sala. Le desazonó más de lo que puede imaginarse este inesperado descubrimiento, porque atando cabos se convenció, a no quedarle duda, de que mientras él galanteaba a la mulata allá por el barrio del Ángel, un capitán del ejército español, a la clara luz de una mañana de octubre, le galanteaba la hermana acá por el barrio de San Francisco. El recuerdo del momento placentero que había gozado y que aún se cernía en su mente cual visión brillante, quedó enturbiado, se desvaneció del todo ante la desagradable escena a la ventana de su casa.
De la generación que procuramos pintar ahora bajo el punto de vista político-moral, y de la que eran muestra genuina Leonardo Gamboa y sus compañeros de estudios, debemos repetir que alcanzaba nociones muy superficiales sobre la situación de su patria en el mundo de las ideas y de los principios. Para decirlo de una vez, su patriotismo era de carácter platónico, pues no se fundaba en el sentimiento del deber, ni en el conocimiento de los propios derechos como ciudadano y como hombre libre.
El sistema constitucional que había regido en Cuba, la primera vez de 1808 a 1813, la segunda de 1821 a 1823, nada le había enseñado a la generación de 1830. Para ella habían pasado como un sueño, como cosas del otro mundo o de otro país, la libertad de imprenta, la milicia nacional, el ejercicio frecuente del derecho del sufragio, las reuniones populares, las agitaciones y propaganda de los más exaltados, los conciliábulos de las sociedades masónicas, las cátedras de Derecho y de Economía Política, las lecciones de Constitución del Padre Varela. Después de cada uno de esos dos breves períodos había pasado sobre Cuba la ola del despotismo metropolitano y borrado hasta las ideas y los principios sembrados con tanto afán por ilustres maestros y eminentes patriotas. Habían desaparecido los periódicos libres, los folletos y los pocos libros publicados en las dos épocas memorables, de los cuales, si existía uno que otro ejemplar, era en manos del bibliógrafo, que tenía doble empeño en ocultarle.
Sujeta a la previa censura, había enmudecido la prensa en toda la Isla desde 1824, no mereciendo ese nombre los poquísimos periódicos, que después se publicaban en una que otra población grande de la misma. El estado de sitio en que desde entonces quedó avasallado el país, no consentía la discusión de las cuestiones que más podían interesar al pueblo. Delito grave era tratar de política en público y en privado, hasta el uso de ciertos nombres de personas y aún de cosas estaba estrictamente prohibido. Los sucesos pasados, pues, así dentro como fuera de Cuba, los conatos de revolución en ésta, las resultas de la tremenda lucha por la libertad e independencia en el continente, todo esto quedó sepultado en el misterio y en el olvido para la generalidad de los cubanos. La historia, además, que todo recoge y guarda para la ocasión oportuna, aún no se había escrito.
No faltaban fuera quienes tratasen contemporáneamente de la política militante y se afanasen por hacer llegar a la patria la noticia de lo que pasaba en torno de ella y que podía enseñar al pueblo sus deberes y recordarle sus derechos. A ese fin, entre otros, el virtuoso Padre Varela publicó en Filadelfia El Habanero, de 1824 a 1826; pero el gobierno español le declaró papel subversivo y prohibió su entrada en Cuba. De suerte que puede asegurarse que muy pocos ejemplares circularon en ella. Más tarde, es decir, de 1828 a 1830, emprendió Saco también en el Norte de América la publicación de El Mensajero Semanal, periódico científico-político-literario, el cual, por iguales motivos que el anterior, tuvo escasa circulación en La Habana y no ejerció influencia apreciable en las ideas políticas. Lo único que en ese periódico hizo eco en la juventud habanera, según se ha indicado anteriormente, fue la polémica que su ilustre redactor sostuvo con el director del Jardín Botánico de La Habana, don Ramón de la Sagra, por la apasionada crítica que éste había hecho del tomo de poesías dado a luz en Toluca, en el año de 1828, por el insigne Tirteo20 cubano, José María Heredia.
Mayor y más general influencia ejercieron en el ánimo de la juventud los patrióticos versos de ese célebre poeta. Sobre todos su oda La Estrella de Cuba, octubre de 1823; su epístola A Emilia, 1824; su soneto a don Tomás Boves. Su Himno del Desterrado, 1825, causó un vivo entusiasmo en La Habana; muchos lo aprendieron de memoria y no pocos lo repetían cuando quiera que se ofrecía la ocasión de hacerlo sin riesgo de la libertad personal. Pero ni aquellos periódicos, ni estos fogosos versos, magüer que rebosando en ideas libres y patrióticas, bastaban a inspirar aquel sentimiento de patria y libertad que a veces impele a los hombres hasta el propio sacrificio, que les pone la espada en la mano y los lanza a la conquista de sus derechos.
Quedaban, además, confusas, si ya no tristes, reminiscencias de las pasadas conjuraciones. De la del año 12 sólo sobrevivía el nombre de Aponte,21 cabeza motín de ella, porque siempre que se ofrecía pintar a un individuo perverso o maldito, exclamaban las viejas: — ¡Más malo que Aponte! De la del año 23 se sabía por tradición, que Lemus, el cabecilla, gemía en un presidio de España; que Peoli se había escapado del cuartel de Belén disfrazado de mujer; que Ferrety, el delator, gozaba de la privanza o favores del Gobierno; y que Armona, el aprehensor y perseguidor de los principales conjurados, continuaba siendo el jefe de la única gendarmería del Capitán General don Francisco Dionisio Vives.
Como rumor no más había corrido que el gobierno de Washington se había opuesto a la invasión de Cuba y Puerto Rico por las tropas de México y de Colombia, y que de esas resultas habían ahorcado allá por Puerto Príncipe en 1826, como emisarios de los insurgentes, a Sánchez y a Agüero.22 Pero a tal punto habían llegado el olvido y la indiferencia, que en los mismos días a que nos referimos en las anteriores páginas, se seguía causa de infidencia a los cómplices de la conjuración llamada del Aguila Negra, muchos de los cuales estaban presos en el cuartel de Dragones, en el de las Milicias de color, en el castillo de la Punta y en otras partes, y no se echaban de ver síntomas de descontento, siquiera de interés en el pueblo.
También los conjurados cubanos de anteriores intentonas malogradas, o se hallaban aún lejos de la patria, o habían muerto en el destierro, o se les había entibiado el ardor patriótico y llevaban vida oscura y pacífica, consagrados a la reparación de los estragos que habían producido en su salud y su fortuna, el tiempo y las contradicciones de los hombres. No era, pues, ni podía ser ocupación de los que habían vuelto a la patria, la propaganda de las opiniones y proyectos políticos concebidos y acariciados durante los días de la exaltación y de la fe ciega en la libertad.
Por su parte, los criollos y peninsulares emigrados del continente, como para subsanar su conducta cobarde, egoísta o retrógrada en la guerra por la independencia, a su llegada a Cuba, sólo se ocuparon de falsear el carácter de los sucesos, calificando de injustos, de perversos y de innobles los motivos de los sacrificios patrióticos de los revolucionarios, amenguando sus hazañas, convirtiendo en ferocidad hasta sus actos de justicia y de meras represalias. Para esos renegados el republicano o patriota era un insurgente, esto es, un sedicioso, enemigo de Dios y del rey; el corsario, un pirata o musulmán, como llamaba el pueblo a los argelinos que hasta fines del siglo pasado infestaban las costas del Mediterráneo.
El lector habanero, conocedor de la juventud de la época que procuramos describir, nos creerá fácilmente si le decimos que Gamboa no se cuidaba de la política, y por más que le ocurriese alguna vez que Cuba gemía esclava, no le pasaba por la mente siquiera entonces, que él o algún otro cubano, debía poner los medios para libertarla. Como criollo que empezaba a entrar en el roce de las gentes mayores y a estudiar jurisprudencia, sí se había formado idea de un estado mejor de sociedad y de un gobierno menos militar y opresivo para su patria. Sin embargo, aunque hijo de padre español, que, siendo rico y del comercio visitaban con preferencia paisanos suyos, ya sentía odio hacia éstos, mucho más hacia los militares, en cuyos hombros, a todas luces, descansaba la complicada fábrica colonial de Cuba. No cabía, por tanto, que le hiciera buena sangre el que un militar le soplase la hermana querida, antes fueron tan vivos los celos que experimentó, como profundo era el odio que le inspiraba el hombre en su doble carácter de soldado y de español.
En consecuencia, entró en su casa disgustado. La mesa estaba puesta para el almuerzo, y Leonardo, en vez de ir en busca de su madre, como solía, sin ver a nadie se quitó la casaca de paño y arrojó el libro de clase en un asilla, se quitó la casaca de paño y se puso una chupa de dril de rayitas de color. Por breve rato estuvo indeciso entre si se echaría en la cama, la cual con su frescura y mosquitero de rengue azul le convidaba a reposar, o si salía al balcón, donde aún había sombra, se apareció el negrito Tirso y dijo: — Niño, el almuerzo está en la mesa. Y se apresuró a bajar, encontrando ya sentados a su madre y a su padre. A las calladas tomó asiento al lado de la primera, quien desde lejos le echó una mirada amorosa, cual si extrañara y la tuviese desazonada el que él no se le presentara cuando entró de la calle. El segundo ni siquiera levantó la vista del plato en que comía huevos fritos con salsa de tomates, aunque a derechas no había visto al hijo desde el día anterior.
Enseguida fueron saliendo una tras otra de las alcobas las hermanas de Leonardo, preparadas para salir a la calle, y sentándose a la mesa, en silencio, como monjas en el refectorio. Cada cual ocupó en ella su puesto respectivo, es decir, doña Rosa con su hijo preferido a un lado, las tres hijas de esa señora al otro, y don Cándido y el mayordomo en las opuestas cabeceras de la mesa. No era casual, pues, sino constante y deliberada esta distribución; salvo que se alterase por la aparición de algún comensal con quien debía usarse cumplimiento. Indicaba claramente el carácter, los hábitos y predilecciones de la familia entre sí y sobre todo de los padres respecto de sus hijos.
Las preferencias de doña Rosa no podían equivocarse: todas en favor de Leonardo. Las de don Cándido, si algunas dejaba ver en ocasiones señaladas, hacían foco en su hija mayor Antonia.
Era él hombre de negocios, más bien que de sociedad. Con escasa o ninguna cultura, había venido todavía joven a Cuba de las serranías de Ronda, y hecho caudal a fuerza de industria y de economía, especialmente de la buena fortuna que le había soplado en la riesgosa trata de esclavos de la costa de África.
Su tráfico principal en La Habana, aquel que le sirvió de peldaño para subir a la cima de la riqueza, consistió en la negociación de maderas y ripia del Norte de América, teja colorada, ladrillos y cal del país, si bien en el día no se ocupaba de eso exclusiva ni personalmente, sonándole mejor en los oídos el título de hacendado que le daban sus amigos, por el ingenio de fabricar azúcar, La Tinaja, que poseía en la jurisdicción del Mariel, el cafetal Las Mercedes, en la Güira de Melena, y el potrero o dehesa de Hoyo Colorado.
Por hábito, antes que por índole, era reservado y frío en el trato de su familia, teniéndole de ella alejado la naturaleza de sus primitivas ocupaciones y el afán de acumular dinero que se apoderó de su espíritu, luego que contrajo matrimonio con una criolla rica, y de las más encopetadas familias de La Habana.
Al principio de su nueva vida no había sido ejemplar su conducta, ni digna de servir de guía a Leonardo, según nos lo ha dado a entender doña Rosa al final del VII capítulo. Por uno y otro motivo, quizás por su ignorancia supina, no se ocupaba de la educación de sus hijos, mucho menos de su moralidad. Ambos deberes corrían a cargo de aquella discreta señora que, si no poseía la ciencia, sí el instinto y el amor materno más acendrado, con los cuales bien se puede dar la mejor dirección a las arrebatadas pasiones de la juventud. Señaladamente en materia de educación, la caridad es la fuente y el espejo de todas las virtudes.
Como hombre ignorante y rudo, tenía, además, don Cándido, extraño modo de reprender a sus hijos. Ya se ha visto que cuando Leonardo se presentó en el comedor, ni siquiera le miró a la cara. Esta era señal infalible que continuaba enojado con él. En efecto, siempre que alguno de ellos le daba motivo de queja, cosa al parecer frecuente, le castigaba, o creía castigarle, negándole la palabra por días y aún meses seguidos. De suerte que por el padre casi nunca averiguaban los hijos la causa real de su enojo; la madre en estos casos, servía siempre de conducto o intermediario para mantener la paz y la concordia en el seno de la familia.
Antonia, el vivo retrato de doña Rosa en lo físico, contaba 22 años de edad. Leonardo pasaba de los 20, y fluctuaban entre los 18 y 17 sus hermanas menores, Carmen y Adela. Esta última podía pasar en cualquier parte por un modelo acabado de belleza. Poseía todas las condiciones que requerían los estatuarios griegos en la persona cuya estatua debía tallarse: buena cabeza, facciones regulares, formas simétricas, airoso porte, talla esbelta, frente alta y mirada de fuego. Con parecerse ella a la Venus23 griega más bien que a una de las Parcas,24 tenía más semejanza con don Cándido que con doña Rosa. Había entre la hija y el padre algo más de lo que se entiende generalmente por aire de familia: la misma expresión fisonómica, el mismo espíritu, llevaba impreso en el rostro el sello de su progenie.
Ocupaba Leonardo en la mesa sitio opuesto al de su hermana Adela, y siempre que el padre se hallaba delante, mientras duraba el almuerzo, o la comida, se cruzaban entre ellos miradas de inteligencia, se sonreían a menudo, sostenían, en suma, conversaciones cariñosas y fraternales con los ojos y los labios, sin proferir una palabra. Que ligaban a los hermanos fuertes lazos de simpatía, parecía del todo evidente. Había del uno para la otra lo que se llama ángel. A no ser hermanos carnales se habrían amado, como se amaron los amantes más célebres que ha conocido el mundo. En la mañana del día que vamos refiriendo no sucedió, sin embargo, lo de costumbre. Leonardo estaba enojado o triste, o extraña y honda preocupación le dominaba el ánimo; lo cierto es que en vano Adela, cual solía, buscó su mirada, puso el entrecejo y trató de quemarle la frente con los rayos de sus divinos ojos, a través de la mesa. Ni una vez se cruzaron sus miradas, no hubo para ella en aquel rostro repentinamente petrificado, un rasgo de cariño. La inocente niña llegó a afligirse. ¿Habíale dado motivo de enojo sin saberlo? ¿Qué tenía su hermano querido? ¿Por qué en las dos o tres veces que le sorprendió mirándola en sorda y muda contemplación, bajó él los ojos de repente o fingió perfecta abstracción e indiferencia? Quizás Leonardo no se explicaba claramente y Adela era muy joven para comprender que aquél hacía, sin quererlo, un estudio comparativo de la encantadora fisonomía de su hermana. ¿Qué pensamientos cruzaban entonces por su mente? Difícil es decirlo; lo único que puede asegurarse como cosa positiva es que había en la contemplación de Leonardo más embebecimiento que distracción mental, más deleite que fría meditación, cual si hubiese descubierto ahora en el semblante de su hermana algo en que antes no había reparado.
Duró el almuerzo como una hora, reinando todo ese tiempo en la mesa el mayor silencio, pues apenas se oía otro ruido que el de los cubiertos de plata, ni más voz que la del que pedía éste o aquel plato distante al negrito Tirso, que ya conocen nuestros Lectores, y a una negra joven y bien parecida, los cuales, con los brazos cruzados sobre el pecho cuando esperaban órdenes, estaban atentos a las exigencias del servicio. El primero, con todo eso, servía principalmente a los hombres, la segunda a las mujeres. Pero uno y otra, era de notarse, le adivinaban a don Cándido hasta los pensamientos, poniéndole delante el plato designado con un mero movimiento de los ojos, a cuyo efecto no apartaban de él los suyos Tirso ni la criada Dolores, mientras servían a los demás comensales. ¡Ay de ellos si esperaban la orden o equivocaban el plato con que deseaba reemplazar el saboreado! El castigo no se hacía esperar: le arrojaba a la cabeza lo primero que se le venía a las manos.
La abundancia de las viandas corría pareja con la variedad de los platos. Además de la carne de vaca y de puerco frita, guisada y estofada, había picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante con la manteca y los ajos, huevos fritos casi anegados en una salsa de tomates, arroz cocido, plátano maduro también frito, en luengas y melosas tajadas, y ensalada de berros y de lechuga. Acabado el almuerzo, se presentó un tercer criado, en mangas de camisa, y que por el pringue de su ropa parecía el cocinero, con una cafetera de loza en cada mano y principió a llenar de café y de leche, primero la taza de don Cándido y sucesivamente la de doña Rosa, la de Leonardo, las de las hermanas de éste, acabando por la del Mayordomo, aunque no ocupaba el último lugar en una mesa donde hacía de cabeza el amo y de cola la hija mayor. El Mayordomo no era sino un criado blanco, y nadie mejor que los otros criados definían su posición en aquella casa.
Tomaba la familia el café con leche hirviendo cuando pasó por el comedor en dirección de la calle, nuestro conocido, el calesero Aponte. Aunque todavía en mangas de camisa, llevaba calzadas las altas botas de montar y las macizas espuelas de plata. Conducía del diestro dos caballos enjaezados, cuyas colas estaban cuidadosamente trenzadas y las puntas atadas por un cordón de estambre a una argolla en el fuste de la silla por detrás. Al entrar en el zaguán soltó Aponte la pareja, y sin más demora abrió de par en par la ancha puerta de la calle, suspendió en peso las varas del quitrín por las argollas plateadas que tenían atornilladas al extremo, y gritando: — ¡Atrás!, le sacó rodando hasta el medio de la calle, le hizo girar, y le arrimó a la acera de su casa. Enseguida volvió a tomar por la brida la misma caballería de antes, le pegó una fuerte palmada en el vientre con la mano izquierda, casi por fuerza la metió entre varas, y luego colgó éstas por las argollas a unos ganchos dobles de hierro que pendían de la silla, cubiertos por pequeños faldones de vaqueta negra. La otra caballería, la de monta, quedó atada al carruaje por dos fuertes tirantes de cuero, adheridos por sus gazas a un balancín.
Después del café sacó don Cándido la vejiga de los tabacos (cigarros) y metió en ella el brazo hasta el codo; tan honda era. A su vista, Tirso voló a la cocina en busca del braserillo de plata con la brasa del carbón vegetal. Antes que el amo mordiera el remate del cigarro, sin cuyo requisito no arde bien, ya el esclavo, con expresión humilde mezclada de temor, le acercaba la lumbre para que encendiera de su mano. Con la primera bocanada de humo azuloso y acre que sacó del cigarro, se puso en pie y, seguido del Mayordomo, se entró en el escritorio, tan callado como cuando salió de él, una hora antes, para sentarse a la mesa del almuerzo.
La desaparición del padre determinó por sí sola un cambio repentino y completo en el ánimo y conducta de la familia, sin excluir la madre. El corazón de los hijos quedó aliviado, por lo visto, del peso que lo había oprimido, siendo así que a todos ellos, como por concierto, se les alegró el semblante y se les desató la lengua. Leonardo especialmente llevó el entusiasmo al punto de atraer a sí a su madre con el brazo izquierdo para darle uno y otro beso en la mejilla y decirle:
— ¿Y qué tiene? (indicando su padre). ¿Está bravo?
— Contigo; repuso concisamente su madre.
— ¿Conmigo? Pues ya le mando trabajo.
A poco, sin embargo, se puso de nuevo serio porque, habiendo reparado en su hermana Antonia, que no mostraba tanta expansión como los demás, recordó el incidente en la ventana de la calle.
— Mamá, agregó con más seriedad, se me figura que a ti te pasan la mota y que no lo sientes.
— ¿Por qué me dices eso, hijo mío? replicó doña Rosa en el tono de voz más blando imaginable.
— ¿Se lo digo, Antonia? preguntó a su hermana con aire malicioso.
Antonia, en vez de contestar, se puso más seria e hizo ademán de levantarse de la mesa, con lo cual añadió Leonardo a la carrera:
— Peor para ti, Antonia, si te levantas y me dejas con la palabra en la boca. No diré nada a mamá; pero es porque tengo ya hecha mi resolución. Se acabaron las visitas de los militares en mi casa.
— Hablas como si fueras el amo, repuso Antonia con desdén.
— No soy el amo, es cierto, mas puedo romperle las patas a uno el día menos pensado, y tanto vale.
— Te expones a que te la rompan a ti.
— Eso lo veremos.
— Supón que en vez de militar español fuera un cadete el que nos visitase, ¿también te opondrías?
— ¡Cadete! ¡Cadete! repitió Leonardo con marcado desprecio. Nadie habla de cadetes, que cual los oficiales de milicia son nada entre dos platos. Ya la moda de los cadetes pasó; los últimos quedaron enterrados en las playas de Tampico, a donde, por dicha, se los llevó Barradas. Los que de ellos han sobrevivido a la desastrosa campaña, de seguro le han perdido la afición a las armas. Gracias a Dios que nos vemos libres de su fatuidad.
— De suerte que tu tirria es contra los españoles, como si tu padre fuese habanero.
— Ese odio tuyo a los españoles, dijo doña Rosa, todavía ha de costarnos caro, Leonardo.
— Es que mi odio no es ciego, mamá, ni general contra los españoles, sino contra los militares. Ellos se creen los amos del país, nos tratan con desprecio a nosotros los paisanos, y porque usan charreteras y sable se figuran que se merecen y que lo pueden todo. Para meterse en cualquier parte, no esperan a que los conviden y una vez dentro se llevan las primeras muchachas y las más lindas. Esto es insufrible. Aunque si bien se mira, las muchachas son las que tienen la culpa. Parece que les deslumbra el brillo de las charreteras.
— Respecto de mí, observó Carmen, la regla padece una excepción.
— Y respecto de mí, añadió Adela, sucede la misma cosa. Los militares, por decentes que sean, trascienden a cuartel.
— No hables así, niña, le dijo su madre, que hay militares muy dignos, y sin ir lejos, mi tío Lázaro de Sandoval, que fue coronel del Regimiento Fijo de La Habana, estuvo en el sitio de Pensacola y murió lleno de honores y de cicatrices.
— Pero no se habla de esos militares, mamá, saltó y dijo Leonardo. Se habla de los militares que vinieron de España para reconquistar a México, y que habiendo fracasado allá vuelven aquí para que nosotros paguemos el mal humor de la ignominiosa derrota. A estos militares son a los que ahora me refiero. No es lo peor que trasciendan a cuartel, como dice Adela, sino que son, como hombres, malditísimos maridos. Mientras no llegan a brigadier, viven en los cuarteles o en los castillos, donde tienen por casa pabellones; por criados, asistentes rudos y desvergonzados; por diversión las palizas y carreras de baqueta que les pegan a los soldados; por música, el tambor de diana. Casi nunca se fijan en ninguna parte, porque cuando menos lo esperan, tienen que salir destacados, ya para Trinidad, ahora para Puerto Príncipe, luego para Santiago de Cuba, después para Bayamo… Y si son casados, la mujer y los hijos y los penates, por supuesto, tienen que seguirlos de cuartel en cuartel, de castillo en castillo, de destacamento en destacamento cuando por motivos de economía no se queda ella con sus padres y él no se marcha con sus soldados. Como su objeto es encontrar mujer rica con quien casarse, poco se cuidan del carácter y de los antecedentes de las que al cabo toman por esposa, tarde que temprano, ellas les arañan la cara y ellos las arrastran por el pelo.
No pudo Antonia sufrir más: se levantó de la mesa y se fue a la sala, callada y muy molesta.
— Has zaherido a tu hermana sin motivo, le dijo doña Rosa. Ella no piensa en militar alguno, por mucho que alguno la celebre.
— No piensa en ellos, pero admite galanteos por la ventana, y he aquí lo que me irrita.
— Antonia no es de ésas, por fortuna, hijo mío.
— ¿No? — ¡Ay, mamá! Parece vas perdiendo la vista del entendimiento y de la cara… No quiero hablar, lo único que digo y repito es que el día menos pensado le rompo una pata a uno de esos soldados.
Enseguida se levantó y cual si nada hubiese ocurrido, o dicho que le desazonara, fue para el puesto que ocupaba su hermana Adela, la estrechó con ambos brazos por la cintura y le dio muchos besos.
— Quita, quita, dijo ella. ¿Pues no estabas enojado conmigo? Me lastimas con la barba.
— ¿A dónde bueno, tan emperifollada? le preguntó Leonardo esquivando el asunto indicado por la hermana.
— Vamos a la tienda de Madama Pitaux, que ahora vive en la calle de La Habana número 153. Hace poco que ha llegado de París y, según dicen, ha traído mil curiosidades. De camino pensábamos dar una vuelta por la Loma del Ángel.
Para ir a la Loma ya es muy tarde. Pasa de las once. Y ahora que me acuerdo, ¿han visto Vds. el número IV de La Moda o Recreo Semanal?25 Desde el sábado se repartió, y está muy interesante.
— ¿Tú le tienes ahí? preguntó Carmen. Es extraño que no nos hayan enviado nuestro ejemplar, estando suscritas.
— ¿En dónde se suscribieron ustedes?
— En la librería de La Coba, calle de la Muralla, que es el punto más cercano.
— Pues reclamen allá. El ejemplar que yo leí estaba en el mostrador de la botica de San Feliú, porque el mío me ha faltado también. No son nada exactos, que digamos, los repartidores.
— ¿Has averiguado quién es la Matilde de que habla La Moda? preguntó Adela a su hermano. Porque Carmen cree que es una que todos nosotros conocemos.
— A mí se me figura, dijo Leonardo, que es un ente imaginario. Tal vez Madama Pitaux sepa algo.
— Pues a mí se me ha puesto, dijo Carmen, que la Matilde de La Moda no es otra que Micaelita Junco. Sucede que ella es la más elegante de La Habana; que su hermano, un verdadero lechuguino, se llama Juanito; que tiene una abuela de nombre doña Estefanía de Menocal — apellido semejante al de Moncada — que le dan en La Moda.
— Voy creyendo que tienes razón, dijo Adela. No puedo negar que el vestido y el peinado que llevaba anteayer en el Paseo Micaelita Junco son idénticos al figurín de La Moda del sábado antes pasado. Por cierto que no me gustó el peinado a la Jirafa. La trenza es demasiado ancha y los bucles muy altos; luego, por detrás la cabeza luce desairada. Las mangas cortas, aglobadas, con sobremangas de blonda, sí me parecen bonitas y le sientan bien a la que tiene el brazo torneado, como Micaelita. Su hermano Juanito, que nos saludó junto a la fuente de Neptuno, ¿te acuerdas?, iba también a la última moda igual al figurín. Le sentaban los pantalones de Mahón sin pliegues, el chaleco blanco y la casaca de paño verde sin carteras. Esa es la moda inglesa, según dicen. ¿Reparaste en el sombrero? La copa tropezaba en las ramas de los árboles de la Alameda con ser Juanito Junco un chiquirritín.
— El corbatín es lo que no me peta, dijo Leonardo. Es tan alto que no deja juego al pescuezo. No los usaré jamás. No me gustan esos collares de perro. Tampoco me petan las casacas a la dernier;26 parecen de zacatecas. Los angostos faldones bajan hasta las corvas y se me figura que con esa moda se ha querido imitar la cola de las golondrinas. Sobre que se ha empeñado Federico en vestirnos a la inglesa y nosotros estamos mejor hallados con las modas francesas. Uribe tiene más gracia, si no más hábil tijera.
— No saques a Uribe, que es un sastre mulato de la calle de la Muralla y no sabe jota de las modas de París ni de Londres, dijo Carmen con marcado desprecio.
— No piensa así la gente principal de La Habana, repuso Leonardo prontamente. Los Montalvo, los Romero, los Valdés Herrera de Guanajay, el Conde de la Reunión, Filomeno, el Marqués Morales, Peñalver, Fernandina… no se visten con otro sastre. Yo le prefiero a Federico. El, además, recibe los periódicos de modas de París por todos los paquetes27 del Havre.
Tan entretenida conversación de los hermanos, la interrumpió el calesero presentándose con la cuarta engarzada en la muñeca de la mano derecha y el sombrero redondo en la izquierda, para anunciar que el quitrín estaba listo a la puerta. Luego al punto las dos hermanas menores fueron en busca de la mayor y de sus características mantas y juntas rodearon a la madre para pedirle sus órdenes. Esta señora les hizo el encargo de algunas compras en las tiendas de lencería, o de ropa, y luego se dirigieron ellas por el zaguán a la calle.
No ha de extrañar el lector forastero ver a tres señoritas de la clase que podemos llamar media, salir a las calles de La Habana sin dueña, padre, madre o hermano que las acompañase. Pero con tal que no fueran a pie ni a pagar visita de etiqueta, bien podían dos, mucho más tres jóvenes, recorrer toda la ciudad, hacer sus compras, picotear con los mozos españoles de las tiendas y en las noches de retreta en la Plaza de Armas o en la Alameda de Paula, recibir al estribo del carruaje el homenaje de sus amigos y la adoración de sus amantes. Eso sí, aún para hacer una visita en la vecindad de su casa y a pie, exigía la costumbre, que la cubana, cuando no había pariente de respeto, se acompañase siquiera de su mismo esclavo.
Al entrar Carmen en el quitrín, le dio la mano para subir un joven desconocido que acertó a pasar por allí, después a Adela y últimamente a Antonia, recibiendo de ellas, en pago de su galantería, una sonrisa de agradecimiento.
Así, la más joven y bella de las hermanas ocupó el asiento de en medio, el menos cómodo ciertamente, pero sin duda el más conspicuo y propio para desplegar la habanera sus gracias naturales a maravilla. Desde luego, montó el calesero el caballo de fuera de varas, el que por su suave paso, buena estampa y cola cuidadosamente trenzada, era al mismo tiempo el descanso y el orgullo del jinete; y partió a escape el carruaje en vuelta de la Plaza Vieja.
Capítulo XII
y se conjetura cuales han de ser sus obras.
QUEDARON AL FIN SOLOS doña Rosa Sandoval de Gamboa y su hijo Leonardo.
No había sacado éste el talento de su padre para los negocios. Tampoco anunciaba disposición ninguna para la carrera literaria a que le dedicaban, aunque solía hacer versos y escribir articulejos para el Diario y otros periódicos. Su madre, sin embargo, quería que fuese abogado, doctor de la Universidad de La Habana, halagándola la esperanza de que podría por este camino, llegar a oidor de la Audiencia de Puerto Príncipe, y hasta a Teniente Gobernador, como llamaban entonces a los jueces letrados de nombramiento real. Creía ella con razón que, mediante el dinero y las relaciones de su marido en la Corte, bien podía conseguirse para su primogénito cualquier gracia, honor o título, entre los muchos que, merced a aquellos estímulos, es uso conceder la Corona.
De comerciante, en concepto del padre, no había esperanza de que el mozo llegase a más que alcalde municipal, a consiliario o diputado del Tribunal de Comercio o Real Consulado, empleos de mala muerte, sin honores ni emolumentos. Por otra parte, don Cándido, en realidad, no hacía hincapié en que su hijo estudiase y siguiese ésta ni esotra carrera literaria. ¿Abogado? Ni pensarlo. Se aficionaría a los pleitos, y acabaría con un caudal y con el de sus clientes. Tampoco don Cándido conocía más letras que las del Catón,28 lo que no le había impedido acumular una fortuna respetable.
Ahora, además, le había nacido el deseo de titular, y no le parecía bien que su hijo, al menos, trocase los libros o la vara del mercader, ni el bonete de doctor, por la corona del conde, aunque hubiese un Santovenia, que por aquellos días precisamente, había hecho el último de los trueques mencionados. No obstante su ignorancia, reconocía que Leonardo no haría raya como hombre de letras, ni como de negocios, y decía para sí o cuando trataba del asunto con su esposa:
— No debemos forjarnos ilusiones. El (su hijo) no dará nunca mucho de sí, por más que uno se afane y gaste dinero en sus estudios. Ahí no hay cabeza sino para enamorar y correr la tuna. Eso se conoce a tiro de ballesta. Pero ¿necesita él tampoco de grandes conocimientos para hacer papel en el mundo?
— ¡Ca! No, señor. Fortuna, esto es, dinero te dé Dios, hijo, que el saber poco te vale; reza el proverbio castellano. Y dinero no ha de faltarle cuando yo muera. Luego si logro el título de Conde de Casa Gamboa, que pretendo en Madrid, reunirá el monis con la nobleza, dos adminículos éstos con que el más bruto puede figurar en primera línea, gozar fuero y echarse a roncar a pierna suelta, cierto y seguro de que no le atropellarán por deudas, antes todos le sacarán el sombrero, le traerán en palmitas y le bailarán el agua delante, lo mismo los chicos que los grandes, los hombres de copete que las mujeres bonitas. ¡Ah! ¡Qué tiempo se ha perdido! Si yo hubiese titulado diez años ha, otro gallo nos cantara.
En efecto, Leonardo descubría menos ambición que talento. Por sentado, la esperanza de ser algo por sus conocimientos, por sus estudios, o por su industria, jamás calentó su corazón. Antes confiado en que a la muerte de sus padres sería bastante rico, no hacía esfuerzo ninguno por saber, ni se apuraba por estudiar las lecciones de derecho, y se reía a carcajadas cuando, en son de broma, se decía entre la familia que él podía llegar a ser oidor o conde, o que su padre hacía construir en España, con el fin de titular, un árbol genealógico en que no había de verse ni una gota de sangre de judío ni de moro. Por otra parte, tan humildes eran a la sazón sus inclinaciones, como sus pasiones fuertes e ingobernables.
Gozar era, por aquel tiempo al menos, la suprema ley de su alma. Y es que su madre, porque le quería demasiado, cualquiera creería que, lejos de regir sus desapoderados impulsos, parecía complacerse en darles rienda suelta. ¿Qué necesidades podía experimentar un mozo de sus años y ocupaciones? Libros, trajes, caballos, carruajes, criados, dinero, todo le sobraba; ni el trabajo de pedir casi nunca tenía, porque desde la cuna se había acostumbrado a ver satisfechos sus deseos y aún caprichos, apenas indicados. Con todo eso, no pasaba día sin que le hiciera la madre algún regalo costoso, teniendo además la costumbre de ponerle todas las tardes en la faltriquera del chaleco media onza de oro, a veces una onza. Naturalmente, como entraba ese dinero, así salía, sin conciencia de su valor, y era lo malo que jamás pasaba por la mente del hijo pródigo, que debía guardar para mañana lo que no fuese necesario para los gastos de hoy. ¿Cómo derramaba el oro nuestro imberbe estudiante? Adivinarlo puede el discreto lector, siendo como eran, el juego, las mujeres y las orgías con los amigos la vorágine que consumía el caudal de Gamboa y le agotaba el perfume del alma en la flor de su vida.
Estaba él, pues, sentado, luego que partieron las hermanas, en el puesto que dejó Adela, opuesto a su madre, a la que miraba de hito en hito, de codos en la mesa, con la cara entre las manos y le dijo de repente:
— ¿Sabes una cosa, mamá?
— Si no me la dices… contestó ella como distraída.
— No creas que te voy a pedir. Yo no quiero nada.
— Ya, dijo doña Rosa; y se sonrió, pues que comprendió por el exordio que quería algo su hijo muy amado.
— ¿Te ríes? Entonces me callo.
— No lo tomes a mal, hijo; me sonrío para que veas que te escucho con complacencia.
— Pues al pasar ayer tarde por la relojería de Dubois, en la calle del Teniente Rey, me llamó para enseñarme… ¿Te vuelves a sonreír? Vas a creer que te voy a pedir alguna cosa. Desde ahora te digo que te engañas.
— No hagas caso de mis sonrisas. Continúa. Deseo oír el fin; ¿qué te enseñó Dubois?
— Nada. Unos relojes de repetición que acababa de recibir de Suiza. Son los primeros que llegan a La Habana, según me dijo, directamente de Ginebra.
Callose en diciendo esto Leonardo y su madre imitó su ejemplo, aunque ésta, al parecer pensativa. Al fin ella fue la primera que rompió el silencio diciendo:
— ¿Y qué tal los nuevos relojes de repetición? ¿Te gustaron, hijo mío?
Se le iluminó al joven el semblante, el cual exclamó:
— Muchísimo. Son magníficos, ginebrinos…, pero yo no quiero reloj nuevo, te lo advierto. Todavía sirve el inglés que tú me regalaste el año pasado, sólo que ya no es de moda. Yo no he visto nunca un reloj de repetición y mucho menos ginebrino, que no hay que abrirlo para saber la hora a cualesquiera del día o de la noche. Se empuja el botón de un resorte que tiene dentro de la argolla, y una campanilla interior da la hora y los cuartos. ¡Qué ventaja! ¿Eh, mamá?
— ¿Por qué no me hablaste de eso antes de salir tus hermanas? Le habría encargado a Antonia que se pasara por la relojería.
— No me acordé ni tuve ocasión. Papá, además, estaba delante y luego entramos en una conversación… y me distraje. Bien que ellas no entienden de relojes.
Volvió a callar doña Rosa por corto rato, siempre con aire meditabundo, aunque sin manifestar enfado ni seriedad. Entretanto, Leonardo fingía no advertir la actitud abstraída de su madre, ni dar indicios de arrepentimiento por el embarazo en que la había puesto con sus antojadizas indicaciones. Por el contrario, mientras la pobre señora meditaba y echaba cálculos, él no cesaba de sobarse las mejillas con la punta de los dedos y de mirar al techo, cual si contara las vigas del colgadizo.
— ¿Te dijo Dubois, continuó al cabo doña Rosa, el precio de sus nuevos relojes?
— Sí… No. ¿Para qué quieres saber el precio? ¿Para comprarme uno? Ya te he dicho que no lo necesito, que no lo quiero. ¿Para comprarles a mis hermanas? No los tiene Dubois de mujer, de hombre únicamente.
— Bien, pero ¿cuánto pide Dubois por sus relojes de repetición para hombre?
— Poca cosa, dieciocho onzas de oro. No pueden ser más baratos, porque son de oro, legítimos ginebrinos y de repetición.
— ¿Tu reloj inglés no salió bueno?
— No tan bueno como creía al principio. Ese mismo Dubois te lo vendió, bien me acuerdo; pero es claro que se engañó o te engañó, porque se atrasa y se adelanta a cada rato, y ya le he llevado a la relojería más veces que onzas de oro pagaste por él. Y eso que te costó veinte, más de lo que piden por los ginebrinos. Dinero echado a la calle, mamá. Está visto, los relojes ingleses, aún los de Tobías, fallan a menudo; al contrario, los legítimos ginebrinos son otra cosa, casi todos salen buenos, exactos. Así al menos me dijo Dubois, que tú sabes entiende de relojes y es relojero de primera. Pero no hay que pensar más en eso, mamá; olvidémoslo, lo pasaré sin un reloj de confianza ¡cómo ha de ser!
— No te apures ni te aflijas, hijo, replicó Doña Rosa bastante alarmada. Ya veremos modo de que tengas el ginebrino si tan bueno es como dices y como cree Dubois. Yo siempre pensaba hacerte un regalo de pascuas, será el reloj ese que tanto te ha gustado, aunque de aquí a Navidad va todavía una pila de días. Pero se presenta una seria dificultad.
— ¿Cuál? preguntó Leonardo asustado, por más que trató de dominarse.
— Sucede, continuó doña Rosa con suavidad, que en mi bolsa particular no creo que haya ahora todo el dinero requerido para la compra, y se me hace muy cuesta arriba acudir a la de tu padre.
— Pues si depende de papá, debo dar desde ahora por perdida la esperanza del reloj nuevo. El se ha vuelto más tacaño que un judío, al menos todo para mí le parece o caro o inútil; que lo que es para Antonia, ya sabemos que su bolsa siempre está abierta. Yo no sé para qué guarda él tanto dinero.
— Eres injusto con tu padre. ¿De quién es el dinero que tú derrochas? ¿Quién provee al lujo en que vives? ¿Quién trabaja para que tú goces y te diviertas?
— El trabaja, es verdad; él se industria y ahorra, no cabe duda ninguna, pero ¿tendría ahora tanto dinero si cuando se casó con contigo hubieras sido una mujer pobre? ¿A que no?
— Yo aporté al matrimonio unos doscientos mil pesos, que no es ni la cuarta parte de nuestro caudal hoy día. El aumento, ese gran aumento, se debe a los afanes y economías de tu padre, quien no era un pobrete tampoco cuando se casó conmigo; no, señor; tenía sus reales, y tú menos que nadie debías censurar su conducta, la cual, por otra parte, es hija de la tuya con él.
— En eso había de parar el sermón, en mi conducta con papá. El es seco y duro conmigo, ¿puedo yo ser cariñoso y blando con él? Vamos, di tú. Nunca me da tampoco ocasión de mostrarle mi cariño, aunque quisiera. Mas no hablemos del asunto, volvamos la hoja y tratemos de otra cosa, de lo otro. ¿Qué tenía papá cuando se casó contigo?
— Tenía algo, tenía bastante, sí, señor. Tenía un taller de maderas del Norte, tejamaní, ladrillos, cal…, allá en la Alameda o Paseo, cerca de la Punta. El terreno en que se hallaba también le pertenecía, si bien valía poco por ser muy pantanoso y bajo. Tenía asimismo por allí, donde ahora se ha fabricado la casa del colegio de Buena Vista, un barracón. Por cierto que de los últimos bozales que se marcaron en el hombro izquierdo con las letras G y B todavía quedan algunos en el ingenio La Tinaja, que heredé de mi padre. Cándido, en sociedad con don Pedro Blanco, suele traer todavía negros de África. Pero persiguen tanto los ingleses la trata, que se pierden muchas más expediciones que se salvan…
— Figúrate, mamá, dijo Leonardo con mucha risa, aunque bajando la voz, un plagiario de hombres convertido en Conde… del Barracón, por ejemplo. ¡Qué lindo título! — ¿No te parece mamá?
— ¿Qué quieres decir con esa salida de pie de banco? preguntó doña Rosa molesta no menos que sorprendida.
— ¡Ay, mamá! ¿Tú no sabes que según las leyes romanas son plagiarios todos aquellos que roban hombres para venderlos?
— Ya. En ese caso tu padre no es el verdadero plagiario, como dices, sino don Pedro Blanco, quien es sabido, desde su factoría en Gallinas, en la costa de Guinea, (tantas veces he oído esos nombres que se me han quedado impresos) trata negros por baratijas y otras cosas y remite los cargamentos a esta Isla. Tu padre toma los que necesita para sus fincas y los demás los vende a los hacendados, porque él hasta hace poco ha estado actuando como consignatario y antes como socio de Blanco, cuando no se tenía por contrabando la trata de África, o se toleraba. Por su cuenta al menos, no ha despachado sino contadas expediciones. De un momento a otro espera la vuelta de su bergantín Veloz. ¡Dios quiera que no haya caído en las garras de los ingleses!
— Tú, sin querer, estás abogando en mi favor. Yo dije lo que dije en broma, pero es claro, mamá, que conforme a un principio de derecho tanto delito comete el que mata la vaca como el que le sujeta la pata.
— No me vengas con tus principios, tus fines ni tus leyes romanas. Digan ellas y ellos lo que gustes, la verdad es que existe mucha diferencia entre la conducta de tu padre y la de don Pedro Blanco. Este se halla allá, en la tierra de esos salvajes; él es quien los procura en trato, él es quien los apresa y remite para su venta en este país; de suerte que, si hay en ello algún delito o culpa, suyo será, en ningún caso de tu padre. Y, si bien se mira, lejos de hacer Gamboa nada malo o feo, hace un beneficio, una cosa digna de celebrarse, porque si recibe y vende, como consignatario, se entiende, hombres salvajes, es para bautizarlos y darles una religión que ciertamente no tienen en su tierra. Conque si lo dices por esto, ya sabes que, en caso de titular, en lo que por ahora no piensa, no le faltarían títulos bonitos y sobre todo, honrosos. Pues como te decía antes, esta vez no me será dado complacerte sin acudir a la bolsa de tu padre.
— ¿Por qué no acudes?
— Porque tendría que decirle la verdad, esto es, que quería el dinero para hacerte un regalo.
— Bien, ¿y qué? El nunca te niega nada.
— Es cierto; pero como está tan enojado contigo, temo que me lo niegue.
— ¿Cuándo no está él enojado conmigo, mamá? Esa es enfermedad endémica suya, crónica, mejor dicho. Si salgo, porque salgo; si no salgo, porque me estoy en casa. De todos modos, entra el año y sale el año y papá nunca está contento conmigo. Me ha cogido entre ojos, mamá, ésta es la verdad pura y dura. ¿Para qué andarnos con rodeos? El resultado es que no le pareces bien nada de lo que yo hago o deshago.
— No es tu padre tan injusto, ni tan falto de amor paternal, que si te portaras bien, creería que te portabas mal. Mira, sin ir más lejos, anoche estuviste de correntón en Regla. ¿A qué hora volviste?
— ¿Por quién lo ha sabido él?
— Importa poco el conducto, pero sabe que se lo dijeron esta mañana en el muelle de Caballería.
— ¡Vamos! Esa no cuela. Al muelle no acuden temprano sino los tasajeros y husmeadores de noticias, porque ése es su mentidero, pasándose la mañana esperando que el Morro señale el Correo de España, barco de Santander o de Montevideo, con harina o con tasajo. Semejantes nenes no frecuentan los bailes del Palacio de Regla. El cuentista ya caigo en quién fue, no pudo ser otro que Aponte. Te aseguro que ya me la pagará el muy perro conversador.
— No fue ese el soplón. Sin embargo, aunque lo hubiese sido, harías mal en pegarle por eso, pues si tu padre le preguntó, no sé yo cómo pudo ocultarle la verdad.
— Pudo decir que no sabía, que no oyó la campana del reloj del Espíritu Santo, que… cualquier cosa, menos que yo vine a tal o cuál hora, ni que estuve acá ni allá. Tiene muy floja la lengua el taita Aponte y papá le dio por la vena del gusto preguntándole. Milagro que no le contó… Pero, en resumidas cuentas, ¿qué estuve yo haciendo en Regla anoche?
— No me lo digas, no quiero saberlo, supongo que no hacías nada malo. El resultado es, Leonardito, que tú no te aplicas a los estudios, que no adelantas en nada bueno ni útil, y que el tiempo que debías dedicar a la lectura y a la meditación, lo desperdicias en fiestas frívolas y en correrías tan dañinas como peligrosas. Eso no puede gustarle a él, ni… a mí tampoco, por lo mismo que te quiero entrañablemente. Quiere tu padre y quiero yo que estudies más y que pasees menos, que te diviertas, pero que no te entregues a la disipación, que no pases malas noches, que te moderes, que…, en una palabra, te portes bien.
La emoción que experimentó doña Rosa la privó del uso de la palabra, arrasándose de lágrimas sus hermosos ojos.
— Tú no sirves para predicador, le dijo Leonardo, tal vez con ánimo de distraer su atención, porque te posesionas demasiado del asunto.
— Por lo que toca a Aponte, continuó doña Rosa luego que se hubo serenado, ya sé que es un conversador, mas, en honor de la verdad, debo decir que tu padre supo la hora a que volviste por el ruido que se hizo en el zaguán con la apertura de la puerta, la entrada del carruaje y las pisadas de los caballos. Con el silencio de la noche, todo ruido es un trueno. El despertó, encendió un tabaco con el yesquero, consultó el reloj e hizo una exclamación de enojo. Yo me hice la dormida. Eran las dos y media de la madrugada… Aún se te conoce en la cara la mala noche.
Hubo otro breve intervalo de silencio entre aquellos dos interlocutores, durante el cual Leonardo bostezó y se esperezó diferentes veces, hasta que, puesto en pie, dijo:
— Me voy a dormir… Si me compras el reloj, bueno; si no, poco importa.
Dio media vuelta y emprendió la subida de la escalera de su dormitorio, paso ante paso, cual si contara los escalones o le costara un grande esfuerzo. La madre, entre tanto, le siguió con los ojos, sin decirle otra palabra ni moverse de la silla; pero así que le perdió de vista en los altos de la escalera, se agitó con viveza y llamó en voz fuerte: — ¡Reventos!
A una llamada tan apremiante, no tardó en responder en propia persona el mayordomo mencionado en el anterior capítulo. Era un hombre bajo de cuerpo, rechoncho, trigueño, con la cara redonda y el pelo muy crespo, que así en su aspecto como en sus maneras manifestaba resolución y agilidad. Aunque vestido de limpio, venía en chaleco, trasluciéndose a leguas que procedía de Asturias, tipo no muy común del español entonces en La Habana. Hacía de mayordomo en casa de don Cándido Gamboa, y si llevaba ciertos libros, no se ocupaba tanto en el escritorio, como en otras comisiones más en consonancia con su empleo. Cuando se presentó delante de doña Rosa, tenía la pluma detrás de la oreja, y ella le dijo en tono de mando:
— Reventos, diga a Gamboa que me mande con Vd. veinte onzas.
Fue el hombre y volvió sin demora con el dinero pedido, el cual sacó de la caja de hierro pequeña, debajo de la carpeta, en que había varios sacos atestados de monedas de oro y plata.
— Póngase la chaqueta, añadió doña Rosa derramando las onzas sobre la mesa para contarlas, y vaya ahora mismo a la calle del Teniente Rey, a la otra puerta de la botica de San Agustín, relojería de Dubois, y se compra Vd. el mejor reloj de repetición que haya recibido últimamente de Ginebra. Diga Vd. que es para mí. ¿Se ha enterado Vd.?
— Sí, señora.
— Supongo que Vd. no entiende de relojes.
— No se me alcanza mucho, que digamos, pero en Gijón, donde yo nací y me crié, hay más de una relojería; y un tío mío, hermano de mi madre, que en paz descanse, tenía en la uña, como quien dice, el mecanismo de los relojes.
— No lo decía por tanto, don Melitón, lo decía para prevenirle contra cualesquier engaño que pudieran practicar con Vd., si se creyese que el reloj era para Vd. u otra persona así… ¿Vd. me entiende?
— Ya, ya, estoy enterado.
— Oiga. Recalque Vd. a Dubois que el reloj es para mí. El me conoce y debe saber que le costaría caro…
— Dar a Vd. gato por liebre, interrumpió el mayordomo. Por sentado que le costaría un ojo de la cara, si tal hiciera el muy bellaco. Demasiado lo sé y lo sabe él.
— Yo no le tengo por bellaco, como Vd. dice; sin embargo, bueno es estar prevenido…
— Porque el soldado prevenido nunca fue vencido, volvió a interrumpir el mayordomo, interpretando a su modo el pensamiento del ama.
— ¡Ah! Haga que le pongan en una caja fina, como para un regalo. ¿Entiende Vd.?
— ¡Toma que si lo entiendo! Perfectamente.
— Bien. Vaya Vd.
— Volando.
— ¿Se acordará Vd.? Reloj de oro, de repetición, suizo; quiero decir, ginebrino, de los últimamente recibidos de Ginebra por el relojero Dubois, que vive en la calle del Teniente Rey, a la otra puerta de la botica de San Agustín.
— Sí, sí, señora doña Rosa. Todo eso lo recuerdo y lo tendré presente. Y en un salto…
— ¡Oiga! No me limito a 18 onzas. Se quiere el mejor reloj de repetición, ginebrino legítimo, cueste lo que cueste. Si más dinero se necesita, venga Vd. por él.
— Será servida la señora doña Rosa al pie de la letra.
— ¡Ah! ¡Reventos! ¡Reventos! Venga acá. Lo principal se me olvidaba. Haga que le pongan por dentro de la tapa esta marca: L. G. S. oct. 24, 1830. No se olvide.
En efecto, en poco más de una hora el Mayordomo estuvo de vuelta y puso en manos de doña Rosa un estuche pequeño, cuadrado, de tafilete, con filetes de oro. Sin duda dicha señora le aguardaba impaciente, porque tomarle, abrirle, contemplarle por breve rato con una especie de alegría infantil, levantarse y meterse en su aposento, sin hacer más caso del Mayordomo, fue todo uno.
No pasó más tiempo que el que acabamos de emplear en la relación de la cómica escena.
Leonardo por su parte, tan seguro estaba de que no se pondría el sol de aquel día, sin que un nuevo reloj viniese a adornar su traje en el bolsillo de sus pantalones, que habiendo tendido éstos en el sofá, enfrente de su cama, se acostó tranquilo, resuelto a dormir y reparar las fuerzas quebrantadas por la fatiga y la falta de sueño de la noche anterior. Dormitaba solamente cuando el ruido de menudos pasos y de las ropas de una mujer, vino a confirmarle en su esperanza. Era su madre. Fingió que dormía y la vio acercarse quedito al sofá, levantar en alto los pantalones, meter en el bolsillo delantero algo redondo que relumbraba mucho, pendiente de una cinta de seda rosada y azul, formando aguas, de más de una pulgada de ancho y seis de largo, sujetas las puntas por una hebilla de oro. Sonriose de placer, y cerró los ojos, a fin de que su madre se retirase en la persuasión que le había preparado una sorpresa.
Al volver doña Rosa los pantalones al sofá, cuidando de que la cinta del reloj quedase visible y deslizar en la faltriquera del chaleco las dos onzas que sobraron de la compra de aquél, le pareció que su hijo se había movido en la cama. Se sobresaltó cual si hubiera estado cometiendo un delito, y entonces, en efecto, entró un rayo de luz en su conciencia de madre, recordó vivamente las palabras de su marido en la conversación de por la mañana temprano, y sintió una especie de arrepentimiento. Algo en su interior la dijo que si no hacía actualmente mal, no resultaría tampoco un bien conocido y sólido de sus demostraciones tiernas y cariñosas con Leonardo, cuando no nacían de méritos contraídos por él, sino de la efusión espontánea e indiscreta de su corazón de madre.
Perpleja, entre recoger la prenda, cosa de guardarla para ocasión más oportuna, y arrostrar por ende la aflicción y el desagrado del hijo, se quedó inmóvil, como transfigurada. Aquél, aunque brevísimo, fue un momento supremo para la triste madre. Al fin echó una mirada furtiva hacia el lecho, vio a Leonardo desnudo de medio cuerpo arriba, con los brazos en la almohada y la hermosa cabeza apoyada en las palmas, el pecho abierto y levantado, subiendo en la aspiración y bajando en la respiración, cual la ola que no llega a romper, la nariz dilatada, la boca entreabierta para dar franco paso a la entrada y salida del aire, pálido el semblante por el sueño y la agitación del día, aunque lleno de salud y de fuerza, un sentimiento de orgullo se apoderó de todo su ser, cambiando de golpe y por completo el orden de sus pensamientos.
— ¡Pobrecito! exclamó en tono casi audible. ¿Por qué había yo de privarle de nada, cuando está en la edad de gozar y de divertirse? Goza y diviértete, pues, mientras te duran la salud y la mocedad, que ya vendrán para ti, como han venido para todos nosotros, los días de los disgustos y de los pesares. La Virgen Santísima, en quien tanto fío y pongo toda mi esperanza, no dejará de oír mis ruegos. Ella te proteja y saque en bien de los peligros del mundo. Dios te haga un santo, hijo de mi corazón.
Movió los labios juntos, en señal de lanzar un beso, y fuese tan callandito como vino.
SEGUNDA PARTE
Capítulo I
(Los que llegan tarde al banquete roen los huesos.)
TENEMOS QUE DEJAR por breve tiempo estos personajes, para ocuparnos de otros que no por ser de inferior estofa, representan en nuestra verídica historia papel menos importante. Nos referimos ahora al célebre tocador de clarinete, José Dolores Pimienta.
Para verle con la aguja en la mano sentado a la turca junto con otros oficiales de sastre en una tarima baja, hilvanando una casaca de paño verde oscuro, todavía sin mangas ni faldones, fuerza es que pasemos a la sastrería del maestro Uribe, en la calle de la Muralla, puerta inmediata a la esquina de la de Villegas, donde hubo una tienda de mercerías llamada del Sol.
El primero de estos establecimientos se componía de una sala cuadrilonga con tres entradas: la de la primitiva puerta ancha y alta y las de las dos ventanas, cuyas rejas habían arrancado. Frente a ellas, en sentido longitudinal, había una mesa larga y angosta en que se veían varias piezas de dril, de piqué, de arabia, de un género de algodón que llamaban coquillo, de raso y de paño fino, todas arrolladas y apiladas en un extremo. Y hacia el opuesto, tendidos dos pedazos de tela de Mahón, en que ya se había trazado un par de pantalones de hombre con una astilla de jabón cenizoso.
Detrás de la mesa o mostrador, de pie, en mangas de camisa, con delantal blanco atado a la cintura, la tijera en la mano derecha, y echada en torno de los hombros, por medida, una cinta de papel doblada por medio en toda su longitud, con piquetes de trecho en trecho, se hallaba el maestro sastre Uribe, favorito en aquella época de la juventud elegante de La Habana. Aunque quisiera, no hubiera podido negar la raza negra, mezclada con la blanca a que debía su origen. Era de elevada talla, enjuto de carnes, carilargo, los brazos tenía desproporcionados, la nariz achatada, los ojos saltones, o a flor del rostro, la boca chica, y tanto que apenas cabían en ella dos sartas de dientes ralos, anchos y belfos; los labios renegridos, muy gruesos y el color cobrizo pálido. Usaba patilla corta, a la clérigo, rala y crespa, lo mismo que el cabello, si bien éste más espeso y en mechones erectos que daban a su cabeza la misma apariencia atribuida por la fábula a la de Medusa.29
Como sastre que debía dar el tono en la moda, vestía Uribe pantalones de mahón ajustados a las piernas, de tapa angosta, figurando una M cursiva, sin los finales de enlace, y las indispensables trabillas de cuero. En vez del zapato de escarpín, entonces de uso general, llevaba chancletas de cordobán, dejando al descubierto unos pies que no tenían nada de chicos, ni bien conformados, porque sobre mostrar demasiado los juanetes, apenas formaban puente. Por poco que previniese en su favor el aspecto de Uribe, no cabe duda que era el más amable de los sastres, muy ceremonioso y un si es no es pagado de la habilidad de sus tijeras. Estaba casado con una mulata como él, alta, gruesa, desenvuelta, quien en casa al menos, gustaba tanto de ir en piernas, arrastrando la chancleta de raso, como de enseñar más de lo que convenía a la decencia, las espaldas y los hombros rollizos y relucientes.
Comenzaba la tarde de uno de los últimos días del mes de octubre. Subían y bajaban muchos carruajes, carretones y carretas la angosta calle de la Muralla, tal vez la de más tráfico de la ciudad, por ser la más central y estar toda poblada de tiendas de varias clases. El ruido de las ruedas y de las patas de los caballos en las piedras, resonaba como un trueno continuado en el interior de las casas abiertas a todos los vientos. No pocas veces chocaban unos contra otros, y obstruían el paso por largo rato. En semejante caso, al trueno de los carruajes sucedían las voces y los ternos de los carreteros y caleseros, sin consideración ni respeto a las señoras. El transeúnte a pie, si no quería ser atropellado por los caballos o estrujado contra las paredes de las casas con los bocines salientes de los cubos de las ruedas, tenía que refugiarse en las tiendas hasta que se despejara la vía.
En la tarde de que hablamos ahora, ocurrió una de esas frecuentes colisiones entre un quitrín ocupado por tres señoritas, que bajaba, y un carretón cargado con dos cajas de azúcar, que subía. Chocaron con fuerza los cubos opuestos de ambos vehículos, de cuyas resultas el del segundo levantó la rueda del primero y se entró por sus rayos, rindiendo uno. Del choque los dos carruajes quedaron casi de través en la calle, el quitrín con la zaga hacia la puerta de la sastrería de Uribe, donde penetró la cabeza de la mula del carretón. El carretonero, que venía sentado a la mujeriega en una de las cajas de azúcar, con un zurriago en la mano derecha, perdió el equilibrio y dio en el lodo y piedras de la calle un terrible costalazo.
Y este hombre, africano de nacimiento, lo mismo que el otro, mulato de La Habana, en vez de acudir cada cual a su vehículo respectivo, a fin de deshacer el enredo y facilitar el pasaje, con atroces maldiciones y denuestos se embistieron mutuamente, ciegos de furor salvaje. No era que se conocían, estaban reñidos o tenían anteriores agravios que vengar; sino que siendo los dos esclavos, oprimidos y maltratados siempre por sus amos, sin tiempo ni medio de satisfacer sus pasiones, se odiaban a muerte por instinto y meramente desfogaban la ira de que estaban poseídos, en la primera ocasión que se les presentaba. En vano las señoritas del quitrín, muy sobresaltadas, pusieron el grito en el cielo, y la mayor de ellas amenazó repetidas veces al calesero con un fuerte castigo si no desistía de la riña y atendía a los inquietos caballos. Pero los combatientes, en su furor y en la lluvia de zurriagazos que se descargaban, no oían palabra. Luego los españoles de las tiendas, los oficiales de la sastrería, todos asomados a las puertas en mangas de camisa, aumentaban el ruido y la confusión con su vocería y sus risotadas, señales ciertas del júbilo con que presenciaban el combate.
En esto, un hombre de mala catadura entró por una puerta de la sastrería, como para evitar las ruedas del carruaje, y al salir por la otra extendió el brazo por encima del fuelle caído y le desprendió la peineta de teja de la cabeza de la más joven de las señoritas; con lo cual la larga y abundosa trenza de sus cabellos se desarrolló y desmadejó toda, cubriéndole la espalda con sus ondas sedosas y brillantes cual las alas del totí. Dio ella un grito y se llevó ambas manos a la cabeza; en cuyo momento, José Dolores Pimienta, mero espectador hasta entonces como los demás, hizo una exclamación de asombro, murmuró el nombre de la «Virgencita de bronce» y se lanzó sobre el ratero, o más bien sobre la presa, que se la llevaba en triunfo. Logró echarle garra; mas como era de quebradizo carey y estaba, además, primorosamente calada, se le quedó hecha pedazos en la mano: única cosa que pudo devolver a su afligida y asustada dueña. A favor de la confusión logró escapar el ratero, bien que ningún otro que el oficial de sastre había parado mientes en aquella ocurrencia. Sin embargo, la exclamación de éste, su acción generosa cuando la generalidad de los espectadores sólo pensaba en divertirse, llamó la atención de Uribe, que volviéndose de repente para él, le dijo:
— ¿Estás loco? ¿Te figuraste que esa también era Cecilia Valdés? Si digo yo que tú ves visiones.
— No, contestó secamente José Dolores. Yo sé lo que me digo. Esas niñas son hermanas del caballero Gamboa.
— ¡Acabáramos! exclamó a su vez Uribe. Yo bien quería conocerlas. Se parecen mucho. No pueden negar que son hermanos. Pues es preciso ampararlas. ¡Las hermanas de uno de mis rumbosos clientes! No faltaba más…
En efecto, entre el maestro sastre, sus oficiales y otros, consiguieron separar a los combatientes y desenredar las ruedas de los vehículos, tras lo cual uno y otro pudieron seguir su camino, llevando el carretonero las manchas de sangre de la cuarta del calesero en la camisa de listado azul. Protegió quizás las espaldas de este último la chaqueta de paño de su librea; a lo menos no se le veían en ella las señales de la refriega.
Y una vez despejado aquel campo de Agramonte y vueltos, el maestro sastre a la mesa de cortar, los oficiales a su tarima, el primero sacó de pronto el reloj del bolsillo del pantalón y, con aire sorprendido, dijo: — ¡Las tres! añadiendo enseguida más alto: — ¡José Dolores!
No tardó éste en aparecer ante la presencia del maestro Uribe. Traía al hombro dos madejas trenzadas, una de hilo blanco de lino, otra de seda negra; clavadas en los tirantes de los pantalones varias agujas cortas, no muy finas, y en el dedo del medio de la mano derecha un dedal de acero, sin fondo.
Al nacimiento de José Dolores Pimienta y de Francisco de Paula Uribe concurrieron, sin duda, por igual las razas blanca y negra, con esta esencial diferencia: que aquél sacó más sangre de la primera que de la segunda, circunstancia a que deben atribuirse el color menos bilioso de su rostro, aunque pálido, la regularidad de sus facciones, la amplitud de su frente, la casi perfección de las manos y la pequeñez de los pies, que así en la forma como en el arco del puente podían competir con los de dama de raza caucásica. Ni con ser de constitución delicada sobresalían mucho los pómulos de su rostro ovalado, ni tenía el cabello tan lanudo como el de Uribe. En sus maneras, lo mismo que en la mirada, y a veces hasta en el tono de la voz, había aire marcado de timidez o melancolía, pues no siempre es fácil discernir entre ambas, que revelaba, o mucha modestia o mucha ternura de afectos.
De organización musical tenía que hacerse gran violencia, cosa que no podía echar a puerta ajena, para trocar el clarinete, su instrumento favorito, por el dedal o la aguja del sastre, una de las artes bellas por un oficio mecánico y sedentario. Pero la necesidad tiene cara de hereje, según reza el característico adagio español, y José Dolores Pimienta, aunque director de orquesta, ocupado a menudo en el coro de las iglesias por el día y en los bailes de las ferias por la noche, no le bastaba eso a cubrir sus propias necesidades y las de su hermana Nemesia, desahogadamente. La música en Cuba, como las demás bellas artes, no hacía ricos, ni siquiera proporcionaba comodidades a sus adeptos. El célebre Brindis, Ulpiano, Vuelta y Flores y otros se hallaban poco más o menos en este caso.
— ¿Qué tal la casaca verde indivisible? le preguntó Uribe. ¿Se halla en estado de prueba? Son las tres y dentro de poco tendremos aquí al caballero Gamboa, como el reloj.
— Para el tiempo que hace que Vd. me la entregó, señó Uribe, repuso Pimienta, la tengo bastante adelantada.
— ¿Cómo es eso? ¿Pues no te la di desde tras de antier?
— Perdone Vd., señó Uribe, yo no vine a recibir esa prenda, si hemos de hablar claro, hasta ayer por la mañana. Antier toqué la misa mayor del Santo Ángel Custodio, a prima toqué la salve y luego en el baile de Farruco hasta más de media noche. Conque no sé…
— Bien, bien, replicó Uribe serio interrumpiéndole: ¿Se halla o no en estado de prueba? Eso es lo esencial.
— Diré a Vd., lo que es probarse, puede ahora mismo. Las solapas están basteadas, lo propio que el cuello. Iba ahora a hilvanarle los forros de seda, para abrirle los ojales. Los hombros se hilvanarán cuando venga el caballero que Vd. dice, y las espaldas idem per idem. Las mangas las está cerrando seña Clara, su mujer de Vd., aunque con probar una basta. De manera que a las ocho de la noche, cuando más tarde, estará concluida la casaca y lista para el baile, que no principiará hasta las nueve.
— El caso es que se quiere para mucho antes y no se dirá nunca que Pancho de Paula Uribe y Robirosa no cumple su palabra una vez empeñada.
— Entonces tendrá Vd. que poner otro oficial que me ayude; mejor dicho, que la concluya, porque a las seis debo tocar en la salve del Santo Ángel Custodio y luego después en el baile de Brito. Farruco abre sus bailes esta noche en la casa de Soto y yo no he querido llevar mi orquesta hasta allá. En la Filarmónica dirige Ulpiano con su violín y Brindis está comprometido a tocar el contrabajo. Conque considere Vd.
— Pues lo siento en el alma, José Dolores, y si hubiera sabido que tú no ibas a rematar esa pieza, no te la hubiera dado. Yo me estoy mirando en ella. Temo que si otro oficial la coge ahora en sus manos, le echa a perder el estilo. El caballerito Leonardo es el más quisquilloso de todos mis clientes. ¿No ve Vd. que nada en riqueza? ¿No ve cómo derrama la plata? ¡Para lo que le cuesta! Y vea Vd. su padre don Cándido, el otro día como quien dice, andaba con la pata en el suelo. Me parece que lo veo cuando llegó de su tierra: traía zapatos de empleita (quiso decir pleita, mejor, alpargatas), chaqueta y calzones de bayeta y gorro de paño. A poco más puso taller de maderas y tejas, después trajo negros de África a montones, después se casó con una niña que tenía ingenio, después le entró dinero por todos cuatro costados y hoy es un caballerazo de primera, sus hijas ruedan quitrín de pareja y su hijo bota las onzas de oro como quien bota agua. E intertanto aquella pobre muchacha… Mas, cállate lengua. Pues, según te decía, José Dolores, el caballerito Leonardo vino aquí la semana pasada y me dijo: — Maestro Uribe, tenga Vd. este paño verde indivisible que he hecho traer de París expresamente para que Vd. me haga una casaca como se debe. Pero déjese Vd. de vejeces, de talle encaramado en el cogote, ni de colas de golondrinas. Yo no soy ningún zacateca, Juanito Junco, ni Pepe Montalvo. Hágame una casaca como la gente, a la dernier, que yo sé que Vd. sabe pintarlas en el cuerpo, cuando le da la gana. Ese mozo tiene tanto dinero, que es preciso darle gusto o reventar. Además, como es tan elegante y bien parecido, da el tono en la moda, y si acierto a hacerle una cosa buena, me pongo las botas. Aunque a decir verdad, ya no tengo manos para todo el trabajo que me ha caído. Por donde se ve claro que la competencia del inglés Federico, lejos de dañificarme, me ha favorecido. Conque, mi querido José Dolores, al avío.
— Ya le he dicho, señó Uribe, haré lo que pueda; pero sépalo, no tendré tiempo para darle la última mano. Lo principal, sin embargo, está hecho, esto es, las solapas y el cuello. La montura de los faldones y la espalda Vd. puede dirigirla, y los ojales nadie los hace mejor que seña Clara.
— Trae acá la casaca.
Trájola el oficial, y con ella en la mano, para suspenderla a la altura de sus ojos, Uribe se encaminó a un espejo que había en la pared medianera de la primera ventana y la puerta. Allí le siguió maquinalmente José Dolores. Cuando los dos estuvieron delante del espejo, dijo el maestro a su oficial:
— Vamos, José Dolores, sirve tú de modelo… Apuradamente, tienes el mismo cuerpo que el caballerito Leonardo.
— Está bien, señó Uribe, contestó Pimienta de malísimo humor. Pero sin ejemplar ¿eh?
— Compadre, tienes hoy palabras de poco vivir. ¿Qué te está labrando allá dentro? Antes tomaste una de las niñas Gamboa por Cecilia Valdés; ahora te pones bravo porque, para ganar tiempo, pruebo la casaca del hermano en tu cuerpo. Si lo haces porque ese blanco le pisa la sombra, lo peor que puedes hacer es tomarlo tan a pecho. ¿Qué remedio, José Dolores? Disimula, aguanta. Haz como el perro con las avispas, enseñar los dientes para que crean que te ríes. ¿No ves que ellos son el martillo y nosotros el yunque? Los blancos vinieron primero y se comen las mejores tajadas; nosotros los de color vinimos después y gracias que roemos los huesos. Deja correr, chinito, que alguna vez nos ha de tocar a nosotros. Esto no puede durar siempre así. Haz lo que yo. ¿Tú no me ves besar muchas manos que deseo ver cortadas? Te figurarás que me sale de adentro. Ni lo pienses, porque lo cierto y verídico es que, en verbo de blanco, no quiero ni el papel.
— ¡Qué ley tan brava, señó Uribe! No pudo menos de exclamar por lo bajo el oficial, sorprendido más bien que alarmado de que abrigara principios tan severos.
— Pues qué, continuó el maestro sastre, ¿te figurabas que porque le hago el rande vú a todos cuantos entran en esta casa, es que no sé distinguir y que no tengo orgullo? Te equivocas; en verbo de hombre, nadie creo mejor que yo. ¿Me estimaría en menos porque soy de color? Disparate. ¿Cuántos condes, abogados y médicos andan por ahí, que se avergonzarían de que su padre o su madre se les sentara al lado en el quitrín, o los acompañara a los besamanos del Capitán General en los días del rey o de la reina Cristina? Quizás tú no estás tan enterado como yo, porque no te rozas con la grandeza. Pero recapacita un poco y recuerda. ¿Tú conoces el padre del conde…? Pues fue el mayordomo de su abuela. ¿Y el padre de la marquesa…? Un talabartero de Matanzas, más sucio que el cerote que usaba para untarle a la pita con que cosía los arneses. ¿A que el marqués de… no enseña su madre a los que van a visitarlo en su palacio de la Catedral? Y ¿qué me dices del padre del doctor de tantas campanillas…? Es un carnicero de ahí al doblar. (Tuvo Uribe la discreción de pronunciar los nombres de las personas aludidas a la oreja del oficial, como para que los demás no le oyeran.) Pues yo no tengo por qué esconder mis progenitores. Mi padre fue un brigadier español. A mucha honra lo tengo, y mi madre no fue ninguna esclavona, ni ninguna mujer de nación. Si los padres de esos señorones hubieran sido siquiera sastres, pase, porque es notorio que S. M. el Rey ha declarado noble nuestro arte, lo mismo que el oficio de los tabaqueros, y podemos usar don. Tondá, con ser moreno, tiene don por el rey.
— Yo no me ocupo de eso, ni a derechas sé quién es mi padre, sólo sé que no fue negro, volvió Pimienta a interrumpir el torrente impetuoso del maestro sastre. Lo que yo sostengo es, que ni a Vd., ni a mí, ni… a nuestros hijos, según van las cosas, nos tocará ser martillo. Y es muy duro, durísimo, insufrible, señó Uribe, agregó José Dolores, y se le nubló la vista y le temblaron los labios, que ellos nos arrebaten las de color, y nosotros no podamos ni mirar para las mujeres blancas.
— ¿Y quién tiene la culpa de eso? continuó Uribe hablando otra vez al oído del oficial, como para que no le oyera su mujer: la culpa la tienen ellas, no ellos. No te quepa género de duda, porque es claro, José Dolores, que si a las pardas no les gustaran los blancos, a buen seguro que los blancos no miraban para las pardas.
— Puede ser, señó Uribe; pero, digo yo: ¿no tienen los blancos bastante con las suyas? ¿Por qué han de venir a quitarnos las nuestras? ¿Con qué derecho hacen ellos eso? ¿Con el derecho de blancos? ¿Quién les ha dado semejante derecho? Nadie. Desengáñese, señó Uribe, si los blancos se contentaran con las blancas, las pardas no mirarían para los blancos.
— Hablas como un Salomón, chinito, sólo que eso no es lo que sucede, y es preciso atenerse a cómo son las cosas y no como queremos que sean. Yo me hago este cargo: ¿qué vale quejarse ni esperar que todo ha de salir a medida del deseo de uno? Ni ¿qué puedo yo solo, qué puedes tú, ni qué puede el otro contra el torrente del mundo? Nada, nada. Pues deja ir. Cuando son muchos contra uno, no hay remedio sino hacer que no se ve, ni se oye, ni se entiende, y aguardar hasta que le llegue a uno su turno. Que ya llegará, yo te lo aseguro. No todo ha de ser rigor, ni siempre ha de rasgar el paño a lo largo. Intertanto aprende de mí, recibo las cosas como vienen y no pretendo enderezar el mundo. Podría salir crucificado. Tú todavía vas a tragar mucha sangre, lo estoy mirando.
— ¿Qué importa? dijo el oficial con calor. Con tal que otros la traguen al mismo tiempo que yo…
— Ese es el caso, que si tú te calientas y tomas las cosas por donde más queman, no logras que otros traguen sangre, sino que la tragas tú a borbollones. Y eso es lo que pretenden los pícaros de los blanquitos. Bien, no te digo que te dejes sopetear de nadie, pues yo tampoco me he dejado pasar la mota. Lo que te digo es que no pierdas los estribos y aguardes la ocasión. ¿Ves ahí a Clara, tan formalota, tan seria? Ella cuando moza tuvo también más de un blanco tentador, y logré espantarlo sin mucho trabajo ni quebradero de cabeza. Así te digo, José Dolores, no te apures, ni te pongas bravo, porque llevas la de perder: te comes los hígados y sacas… lo que somos. Deja correr y aprenderás a vivir.
Durante esta larga y animada conversación, no cesó un punto la probadura de la casaca. Ya cogía Uribe una solapa con la mano derecha, la sacudía y atraía a sí, a tiempo que con la izquierda abierta comprimía los pliegues de la camisa del oficial por el pecho y el costado; ya mataba las ondas de la espalda, de los hombros para el centro; ya con el jabón de piedra trazaba crucetas a lo largo de las costuras de los costados; ya, en fin, metía las tijeras por la orilla del cuello y de las boca-mangas y sisaba el paño adherido por los hilvanes de hilo blanco a las entretelas de cañamazo. Así el embrión de frac tomaba poco a poco la forma del cuerpo del oficial bajo la tijera y la astilla de jabón de Uribe, sin que a todas éstas tuviese él la certidumbre de que le viniese bien a su legítimo dueño; pero fiaba el maestro mucho en su experiencia y conocida habilidad. Siempre que se le ofrecía alguna duda respecto al tamaño, ocurría a la tira de papel doblada en dos con piquetes en ambas orillas, que le servía de medida y rectificaba las dimensiones.
Media hora larga se había pasado en esta faena del maestro con su oficial, cuando paró una volante de alquiler a la puerta de la sastrería y se apeó de ella, de un salto, el intrépido joven que había servido de asunto, por la mayor parte, de su sazonada conversación.
Capítulo II
sino el que lo sabe ser.
LA LLEGADA REPENTINA del joven mencionado al final del capítulo anterior, esperada y todo, sorprendió al maestro sastre, con tanto más motivo que su oficial aguardaba precisamente aquel momento para echar atrás los brazos y soltarle en las manos la pieza de ropa en estado de prueba.
Esto, sin embargo, no fue parte para que él dejase de salir al encuentro de Leonardo Gamboa y recibirle con muchas sonrisas y zalamerías.
Si el joven recién llegado observó o no la retirada precipitada de Pimienta, o si adivinó el motivo, es más de lo que puede afirmarse con probabilidad de acierto. Fuerza es decir, no obstante, que hasta allí Leonardo ignoraba que tuviese un enemigo acérrimo en el músico; y que, además, se creía superior para ocuparse de las simpatías o antipatías de un hombre de baja esfera, mulato por añadidura. Lo seguro es que ni siquiera sospechó que había acabado de ser el objeto casi exclusivo de la conversación del maestro sastre y de su oficial. Venía, además, allí a hora fija y por cita expresa, sólo se demoraría el tiempo necesario. No había, por tanto, ocasión ni motivo de dar su atención y pensamientos a cosas ajenas al traje que hacía el maestro Uribe. Tampoco éste le dio lugar a divagaciones.
Como tenía por costumbre Leonardo, al apearse sacó una peseta del bolsillo del chaleco y se la arrojó al calesero, el cual la recibió en el aire. Luego, sin más demora, se encaminó derecho al sastre, cortándole, en medio de sus obsequiosas demostraciones, con la pregunta:
— ¿Qué hay de mi ropa? ¿Lista?
— Casi concluida, señor don Leonardito.
— Lo temía, lo esperaba, replicó éste impaciente. Un zapatero remendón tiene más palabra que tú, Uribe.
— Pues ¿qué hora es, caballero Gamboa?
— Son las cuatro y más de la tarde; y me prometiste la ropa para ayer tarde.
— Perdone el caballero, se la prometí para hoy a las siete de la noche. Es decir, concluida y planchada de un todo. Porque el caballero debe estar enterado que de mi taller no sale pieza sin todos sus periquitos y ringo rangos. Cuente el caballero que este pobre sastre no posee otra cosa que su reputación, como que viste, hace más de diez años, a la grandeza de La Habana, y nadie podría decir en justicia que Francisco de Paula Uribe y Robirosa…
— ¡Ah! ¡Maestro Uribe! ¡Maestro Uribe! volvió a interrumpirle el joven con mayor impaciencia. El que no te conozca que te compre. Dale con la palabra y vuelta con su reputación y pocas veces, si alguna, cumpliendo con exactitud. Dejemos toda esta palabrería para otra ocasión y vamos a los hechos. Al fin ¿tendré la ropa esta noche, en tiempo para el baile o no? He aquí lo que importa saber.
— La tendrá el caballerito o pierdo el nombre que llevo. Por lo que toca al chaleco, que es lo único que se hace fuera de casa, lo espero por momentos. Apuradamente, está en manos de una pardita que se pinta sola para chalecos y es como el reloj. Ya que el caballero ha tenido la bondad de honrar mi taller con su presencia, probaremos la casaca, aunque estoy cierto y seguro que el caballero va a confesar que tengo buen ojo, si no otra cosa. Le ruego que no repare en su estado presente, porque sé que para las personas que no son del arte aquí hay trabajo de dos días, cuando para un oficial experto sólo hay trabajo de dos horas. Si alguna vez se me atrasa la obra, no es por culpa mía, ni por falta de oficiales, sino porque me cae mucha de golpe. En el taller sólo tengo cinco oficiales, fuera, en sus casas, cuantos quiero, aunque yo prefiero tener mi gente siempre a la vista.
Por entonces, plantado Leonardo delante del espejo, se había despojado del frac con la ayuda del sastre, y mientras le probaban el nuevo, creyó ver reflejada en aquél la imagen de alguien que le miraba a hurtadillas desde atrás de la puerta del comedor. Aunque le pasó por la mente que había visto aquella cara en alguna parte, de pronto no pudo recordar dónde ni cuándo. En este esfuerzo de imaginación se quedó un rato pensativo, completamente abstraído. Por supuesto, durante ese tiempo no vio lo que pasaba, no oyó ni entendió la charla del maestro Uribe.
Acertó a entrar en aquella sazón en la sastrería una muchacha de color, medio cubierta la cabeza en la manta de burato pardo oscuro, a la usanza persa. Dio las buenas tardes, y como si no hubiese reparado en lo que allí se hacía, pasó de largo hacia el aposento, por detrás de la mesa de cortar. Pero Uribe la esperaba impaciente y la detuvo antes de alcanzar la puerta, preguntándole:
— ¿Traes el chaleco, Nene?
— Sí, señor; contestó ella con voz muy suave y musical, deteniéndose a la cabeza de la mesa, en la cual depositó un lío pequeño que sacó de debajo de la manta.
El nombre, lo mismo que la voz de la muchacha, sacaron a Leonardo de su abstracción; volvió a ella el rostro y le clavó la vista. Ambos se reconocieron desde luego, y cambiaron una mirada de inteligencia y una sonrisa de cariño, señales que por cierto no se escaparon a la penetración de Uribe. — Aquí hay gato encerrado, pensó él. ¡Pobre muchacha! ¡la compadezco! ¡En qué garras has caído! Cuando menos ésta es la causa de las quemazones de sangre de Pimienta… Tiene razón,…Pero no, debe ser por algo más de eso.
Después sacó el chaleco del pañuelo de seda en que estaba envuelto, y dándole éste a su dueño, añadió hablando con Gamboa.
— ¿No se lo dije al caballero? Aquí tiene la prenda. La costurera vale un Potosí.
Era el chaleco de raso negro, sembrado de abejas color verde brillante, entretejidas en la tela. No se lo probó Leonardo, ni lo juzgó necesario el sastre. Tampoco hubo desde allí tiempo para mucho, porque, cual por cita, acudió la mayor parte de los parroquianos de Uribe. Entre ellos, Fernando O’Reilly, hermano menor del conde de este nombre; el primogénito de Filomeno, después Marqués de Aguas Claras; el secretario o confidente del Conde de Peñalver; el joven Marqués de Villalta; el Mayordomo del Conde de Lombillo; y uno que le decían Seiso Ferino, protegido por la opulenta familia de Valdés Herrera. Casi todos éstos habían ordenado piezas de ropa para sí o para sus amos en la sastrería del maestro Uribe, y, ya de paso para el Paseo de extramuros en sus carruajes, ya ex profeso, entraban en ella y se detenían el tiempo necesario para esa averiguación.
Al entrar el primero de los personajes arriba nombrados, le puso familiarmente la mano en el hombro a Leonardo, le llamó por este nombre, y le trató de tú por tú. Habían sido condiscípulos de Filosofía en el Colegio de San Carlos desde 1827 a 1828, en cuya última fecha O’Reilly se había separado para ir a España y proseguir sus estudios hasta recibirse de abogado, como se recibió, tornando a los patrios lares sólo unos pocos meses antes del día de que aquí hablamos, con el empleo de Alcalde Mayor. Después de dos años de ausencia, aquélla era la primera vez que se veían, no habiendo tenido Leonardo ocasión ni humor de ir a saludarlo, quizás porque, si bien antiguos condiscípulos, no había dejado él de ser miembro de una familia la más orgullosa de La Habana, de la primera grandeza de España. Por otra parte, partió soltero y volvió casado con una madrileña, motivo de más para que sus gustos y aficiones ahora fuesen muy distintos de lo que fueron cuando juntos concurrían a oír las elocuentes lecciones del amable filósofo Francisco Javier de la Cruz.
La ocasión de aquella afluencia de señores y sus criados no era otra que el baile de tabla que se celebraba por la noche del mismo día, en los altos del palacio situado en la calle de San Ignacio esquina a la del Teniente Rey, alquilado para sus funciones por la Sociedad Filarmónica, en 1828. Desde los días del carnaval, a fines de febrero, en que coincidieron los festejos públicos por el casamiento de la princesa de Nápoles, doña María Cristina con Fernando VII de España, la Sociedad antes dicha no había vuelto a abrir sus salones. Ahora lo hacía como para despedir el año de 1830, pues es sabido que la gente principal de La Habana, única con derecho a concurrir a sus funciones, se marchaba al campo desde principios de diciembre y no volvía a la ciudad sino hasta mucho después de Reyes. En vísperas del sarao, la juventud de ambos sexos acudía en tropel a los establecimientos de modas y novedades para hacerse de trajes nuevos, de adornos, joyas y guantes. Las sastrerías como la de Federico, Turla y Uribe, que eran las favoritas; los almacenes como los del «Palo Gordo» y de «Maravillas»; las joyerías como las de Rozan y «La Llave de Oro»; las tiendas de modistas como la de madama Pitaux; las zapaterías como la de Baró, en la calle de O’Reilly y la de «Las Damas» en la calle de la Salud esquina a la de Manrique, extramuros de la ciudad, varios días anteriores al señalado para el baile se veían asediados a mañana y tarde, por las señoritas y jóvenes más distinguidos por su elegancia y el lujo de sus trajes. Las primeras por esa época empezaban a usar los zapatos o escarpines de raso blanco a la China, con cintas para atarlos a la garganta del pie y mostrar las medias de seda caladas, siendo así que el vestido se llevaba sobre lo corto. Los hombres usaban también escarpines de becerro con hebillita de oro al lado de fuera y calcetas de seda color de carne.
Con los caballeros, Uribe echó el resto de la cortesía y de la amabilidad, de que sabía revestirse cada vez que le convenía; con los criados, aunque acudían en nombre de personas de elevada posición, fue seco y parco en demostraciones civiles. Pero tuvo habilidad bastante para dejarlos a todos contentos y satisfechos, como que nada le costaba prodigar promesas a diestro y a siniestro, que es moneda imaginaria con que se pagan la mayor parte de las deudas en sociedad. De esta manera cumplió exactamente con los que le hablaron gordo desde el principio; a los restantes dio un solemne chasco, sin perder por eso su patrocinio. E idos todos, porque ninguno calentó asiento, se puso desde luego a habilitar las piezas que se proponía concluir para aquella noche. No descuidó, por supuesto, la casaca verde invisible de Gamboa; quien, satisfecho de que no sería chasqueado de nuevo, cedió a las vivas instancias de su amigo Fernando O’Reilly y le acompañó en el quitrín al paseo, llamado por imitación del famoso de Madrid, el Prado.
Ocupaba éste, y ocupa en el día, el espacio de terreno que se dilata desde la calzada del Monte hasta el arrecife de la Punta al Norte, al morir el glacis de los fosos de la ciudad por el lado del oeste. Cienfuegos extendió el paseo de la calzada del Monte hasta el Arsenal hacia el sur; pero jamás se ha usado como tal esa parte sino como calle Ancha, cuyo nombre lleva. Entre las obras de adorno que tuvieron origen en el gobierno de don Luis de las Casas, se cuenta el nuevo Prado (el de que hablamos ahora). El Conde de Santa Clara concluyó la primera fuente que dejó en proyecto las Casas, y construyó otra más al norte; nos referimos a la de Neptuno en el promedio del Prado, y la de los Leones al extremo. Ambas se surtían de agua de la Zanja real, que atravesaba el paseo (y aún le atraviesa) por el frente del Jardín Botánico, hoy estación principal del ferrocarril de La Habana a Güines, y por la orilla del foso iba a verter sus turbias aguas en el fondo del puerto, al costado del Arsenal. Mucho después, al extremo meridional del Prado, donde estuvo originalmente la estatua en mármol de Carlos III, que don Miguel Tacón trasladó en 1835 a su paseo Militar, hizo construir a su costa en 1837 el Conde de Villanueva la bella fuente de la India o de La Habana.
El nuevo Prado constaba de una milla de extensión, poco más o menos, formando un ángulo casi imperceptible de 80 grados, frente a la plazoleta donde se elevaba la fuente rústica de Neptuno. Le constituían cuatro hileras de árboles comunes del bosque de Cuba, algunos con la edad muy corpulentos, e impropios todos de alamedas. Por la calle del centro, la más ancha, podían correr cuatro carruajes apareados; las dos laterales, más angostas, con unos pocos asientos de piedra, servían para la gente de a pie, hombres solamente, quienes en los días de gala o fiesta se formaban en filas interminables a lo largo del paseo. La mayor parte de éstos, especialmente los domingos, se componían de mozos españoles empleados en el comercio de pormenor de la ciudad, en las oficinas del gobierno, en la marina de guerra y en el ejército, pues por su calidad de solteros y por sus ocupaciones, no podían usar carruaje y visitar el Prado en días comunes. Es de advertirse además, que a la hora del paseo, estaba prohibido atravesar siquiera el Prado en vehículo de alquiler; y si algún extranjero lo hacía por ignorancia de la regla o consentimiento del sargento del piquete de dragones que daba allí la guardia, llamaba la atención y excitaba la risa general del público.
La juventud cubana o criolla tenía a menos concurrir al Prado a pie; sobre todo el confundirse con los españoles en las filas de espectadores domingueros. De suerte que allí tomaba parte activa en el paseo sólo la gente principal: las mujeres invariablemente en quitrín, algunas personas de edad en volante y ciertos jóvenes de familias ricas, a caballo. Ninguna otra especie de carruaje se usaba entonces en La Habana, a excepción del Obispo y del Capitán General que usaban coche. El recreo se reducía a girar en torno de la estatua de Carlos III y la fuente de Neptuno cuando la concurrencia era corta, que cuando era mucha, se extendía hasta la de los Leones u otro cualquier punto intermedio, donde el sargento del piquete calculaba que debía plantar uno de sus dragones, a fin de mantener el orden y de que se guardase la debida distancia entre carruaje y carruaje. Mientras mayor era la afluencia de éstos, menor era el paso a que se les permitía moverse; de que resultaba a menudo un ejercicio muy monótono, no desaprovechado en verdad por las señoritas, cuya diversión principal consistía en ir reconociendo a sus amigos y conocidos, entre los espectadores de las calles laterales, y saludarlos con el abanico entreabierto, de la manera graciosa y elegante que sólo es dado a las habaneras.
Por fortuna la monotonía y la funérea gravedad de tan inocente recreo, a que las autoridades españolas daban el nombre arbitrario de orden, duraban lo que la presencia de los dragones del piquete en la avenida central del Prado, es decir, de las cinco a las seis de la tarde. Porque es cosa sabida que, unas veces con la punta de la lanza, otras a varazos, hacían que los caleseros guardasen el paso y la fila. Pero después de saludar el pabellón español en las fortalezas del contorno, ceremonia previa para arriarlo, lo mismo que las señales del Morro, desfilaba el piquete por la orilla de la Zanja, en dirección de la calle y cuartel de su nombre, y al punto empezaban las carreras, el verdadero ejercicio, la belleza y novedad de la diversión. Espectáculo digno de contemplarse era, en efecto, entonces, el paseo en carruaje y a caballo, del nuevo Prado de La Habana, iluminado a medias por los últimos rayos de oro del sol poniente, que en las tardes de otoño o de invierno se degradan en manojos de plata, antes de confundirse con el azul purísimo de la bóveda celeste. Los caleseros expertos se aprovechaban con ganas de la ocasión que se les presentaba para hacer alarde de su habilidad y destreza, no ya sólo en el regir de los caballos, en el girar violento y caprichoso de los quitrines, sino en el tino con que los metían por las estrechuras y la confusión, y los sacaban sin choque ni roce siquiera de unas ruedas con otras. Aún las tímidas señoritas, en el colmo del entusiasmo por el torbellino de las carreras y giros, arrebatadas en sus conchas aéreas, con la acción y a veces con la palabra, animaban a los jinetes; con que unos y otros contribuían hasta donde más al peligro y grandeza del espectáculo. Poco a poco desaparecía la vaporosa luz crepuscular; una polvareda sutil y cenicienta se elevaba remolinando hasta las primeras ramas de los copudos árboles y cubría todo el paseo; de manera que, cuando uno tras otro los quitrines, con su carga de mujeres jóvenes y bellas, dejaban el estadio en vuelta de la ciudad o de los barrios extramuros, no creía menos el desapercibido espectador sino que salían de las nubes, cual otras Venus, de la espuma de la mar.
En aquellos tiempos en que la Metrópolis creía que la ciencia de gobernar las colonias se encerraba en plantar unos cuantos cañones de batería, se ideó la construcción de las murallas de La Habana, obra que se comenzó a principios del décimo séptimo siglo y se terminó casi al finalizar el décimo octavo. Las tales murallas eran parte de una fortificación vasta y completa, así por el lado de tierra como por el del mar o el puerto; no faltándole cuatro puertas hacia el campo, poternas hacia el agua, puentes levadizos, foso ancho y hondo, terraplenes, almacenes, estacadas, aspilleras, y baluartes almenados; de modo que la ciudad más populosa de la Isla quedaba de hecho convertida en una inmensa ciudadela. Así existieron las cosas hasta la venida del memorable don Miguel Tacón, quien abrió tres puertas más y sustituyó los puentes levadizos con puentes fijos de piedra. Pero en la época de la historia que vamos refiriendo, esto es, cuando sólo existían las cinco puertas originales, las tres del centro llamadas de Monserrate, de la Muralla y de Tierra, eran para el uso del público en carruaje, a caballo y a pie, y las de los extremos, denominadas de la Punta y de la Tenaza estaban destinadas especialmente al tráfico. Por ellas, pues, se acarreaba el azúcar, el café y otros efectos pesados en el único medio de trasporte de entonces, a saber, las enormes primitivas carretas, tiradas por cachazudos bueyes. La guarnición de la plaza, numerosa en los últimos tiempos, daba la guardia en las puertas y en las poternas, juntamente con el resguardo, constituido en todas ellas; pues nadie ni nada entraba ni salía sin estar sujeto a un doble registro, todo según se acostumbra en las plazas sitiadas.
Después de entrado el carruaje en que iban O’Reilly y Gamboa, en el rastrillo interior, donde se hallaba la garita del resguardo, asomó, por la parte opuesta del puente levadizo, un caballo tan cargado de forraje verde de maíz, a que llaman vulgarmente maloja, que no se veían más que los pies y la cabeza, la cual procuraba alzar cuanto podía, a causa sin duda del demasiado peso. Sobre aquella montaña de hierba venía montado a la mujeriega, mejor dicho, recostado a la grupa el conductor o malojero, mozo natural de Islas Canarias, vestido a la usanza de los campesinos cubanos. El centinela español, que se paseaba entre las dos puertas con el fusil al brazo, miró primero hacia el puente, luego hacia el rastrillo, y se plantó en medio de la vía en señal de que ambos debían pararse, hasta que se resolviera cuál de los dos tenía que ciar o desviarse. Pararse el caballo del forraje equivaldría a obstruir el paso; volverse en el estrecho puente era imposible sin exponerse a una caída; en tanto que al carruaje le era fácil arrendar los caballos sobre el cuartel del cuerpo de guardia y dejar expedito el camino. A pesar de su natural torpeza, esto lo vio claro, desde luego, el centinela; así que ordenó con la mano al malojero que se parase y avanzó a paso de carga al carruaje y gritó: — ¡Atrás!
Pero orgulloso el calesero de la nobleza y autoridad de su amo, envanecido de los escudos de arma bordados en su librea, lo mismo que de sus espuelas de plata, metal de que estaban sobrecargadas las guarniciones, aún el mismo carruaje, en vez de obedecer la orden del centinela, plantó los caballos delante de la puerta interior, y miró de medio lado a su amo. Venía éste muy embebecido contándole a Gamboa los peligros que había corrido en su ascención al monte Etna en Sicilia, y hasta la parada repentina del carruaje no echó de ver que se había presentado un obstáculo. Naturalmente los ojos del amo se encontraron con los del esclavo que le pedía órdenes: — ¡Arrea! le dijo, y como si nada ocurriese, continuó la íntima conversación que traía con su condiscípulo y amigo.
Moviéronse los caballos y entonces el centinela repitió la voz de: — ¡Atrás! presentando la bayoneta a sus pechos; a cuya vista O’Reilly, que era soberbio, se puso rojo de la indignación. Medio se incorporó en el asiento, como para mostrar mejor la cruz roja de Calatrava que llevaba bordada en la solapa de la casaca, y gritó: — ¡Cabo de guardia! Y luego que éste se le presentó con la mano derecha abierta sobre la frente, agregó: — ¡Haga Vd. despejar el paso!
Informose el cabo en un instante de lo que pasaba, y aunque no conocía el sujeto que le había hablado, por el tono imperioso que usó y por la cruz roja, supuso que era un señor principal, jefe, o cosa parecida, y le contestó, siempre con la mano abierta, a la altura de la frente: — El malojero no puede retroceder.
— ¿Cómo es eso? exclamó Fernando en el colmo de la cólera. ¿Sabe Vd. con quien habla? Llame al oficial de guardia.
— No hay para qué, repuso el cabo. Ya veremos modo de arreglarlo. No se incomode V. E.
— Haga ciar ese caballo de la maloja… Pronto.
A las voces, acudieron el oficial de guardia, que se entretenía en jugar a los naipes con unos cuantos amigos, y los soldados de facción, los cuales esperaban órdenes sentados en un banco sin respaldo a la puerta del cuartel, mientras los demás dormían a pierna suelta en las tarimas fijas del interior. Aquel militar, que debíamos suponer más enterado que el cabo de la noción de lo justo y de lo injusto, no vio más sino que un caballero cruzado no podía proseguir su paseo porque se lo impedía un paisano con su caballo cargado de forraje. Así que dio la orden perentoria de despejar el puente. Ejecutada en un dos por tres, el monte de forraje verde quedó montado en la barandilla del puente levadizo, única cosa que ocurrió a los soldados hacederos en aquella circunstancias. En efecto, así pudo pasar el carruaje, aunque llevándose en el bocín del cubo parte de la maloja. Todo aquello sucedió tan repentina como inesperadamente para el mozo conductor, que sólo tuvo tiempo de echarse al suelo, no para resistir el atropello, sino para no ser lanzado al foso. Expresó su sorpresa con algunos juramentos, y su enojo con mudas demostraciones; mas nadie le hizo caso. Por el contrario, temeroso de mayor violencia, se apresuró a descargar parte de la hierba, a fin de que el caballo pudiera enderezarse y seguir camino a la ciudad.
En saliendo de la cabeza del puente para coger el estrecho rastrillo de la estacada, había que orillar el foso por corto trecho, pasar por encima de la esclusa de la Zanja, parte de cuyas aguas se vertía en aquél, formando un charco de regulares dimensiones. Pues en el borde del alto terraplén, en el instante en que hablamos, había un grupo de hombres y muchachos en observación de algo que ocurría abajo, en el charco.
— ¿Qué es ello? preguntó O’Reilly.
— No sé, contestó su amigo; supongo que gentes que se bañan.
Preguntado el calesero, informó a su amo sin titubear, que eran el mulato Polanco y el negro Tondá, célebres nadadores, riñendo a zapatazos. En efecto, desnudos completamente, cual salvajes del África, zambullían, giraban bajo del agua, y luego procuraban hacerse daño, descargándose tremendos golpes con las piernas, al modo como dicen que hace el cocodrilo cuando ataca la presa. Esto llamaban en Cuba tirar zapatazos. Parece que el inmoral espectáculo se repetía a menudo, supuesto que el calesero de O’Reilly desde luego dijo los nombres de los bañistas y lo que hacían en el agua. El primero más de una vez había acometido a un tiburón en el puerto y le había rendido a puñaladas; además de excelente nadador el segundo, era bien conocido en toda la ciudad por su valor heroico y actividad desplegada en la persecución de los malhechores de su propia raza, con autoridad especial del mismo capitán general don Francisco Dionisio Vives.
El fácil triunfo obtenido sobre el mozo del forraje en la puerta de la Muralla, había envalentonado al calesero, el cual quiso entrar en el paseo por la orilla de la Zanja; pero se lo impidió el dragón con lanza en ristre. A pesar de las protestas de O’Reilly, quien invocó su carácter de Alcalde Mayor, hubo que dar la vuelta a la estatua de Carlos III y esperar allí un claro para incorporarse en la fila. Este fue el primer motivo de mortificación para tan orgulloso joven; el segundo le aguardaba en el punto donde la calle de San Rafael corta el Prado. Desembocaban por ella el coche del general Vives con su escolta de a caballo, todos a galope tendido; y mientras, para abrir campo, los dragones del piquete interrumpían el movimiento de los quitrines de ambas filas, en el paseo, entre los cuales se hallaba el de O’Reilly; dos flanqueadores con sable desnudo detenían y arrollaban a los que pretendían entrar o salir por la puerta del Monserrate, antes que su excelencia el Capitán General.
Probaba esto que había en La Habana alguien superior y más privilegiado que un segundo génito de conde, aunque Grande de España de primera clase. En la acepción recta de la palabra, no era demócrata Leonardo, mas le disgustó mucho el atropello del malojero y casi se alegró de las mortificaciones que experimentó su amigo en el paseo, cual si hubiesen querido humillarle el orgullo. Evidente, pues, aparecía que las distinciones sociales del país, sólo aprovechaban en todas circunstancias a la autoridad militar, ante la cual nobles y plebeyos debían doblar la cerviz.
Capítulo III
Que ropajes fantásticos vestían,
Y a mí cual las visiones se ofrecían
De un poeta oriental.
AQUELLA NOCHE30 EL TEATRO de la elegancia habanera sentó sus reales en la Sociedad Filarmónica. Brillaron allí con todo su esplendor el gusto y la finura de las señoras, lo mismo que el porte decente de los caballeros. Además de los socios y convidados de costumbre, asistieron los señores cónsules de las naciones extranjeras, los oficiales de la guarnición y de la real Marina, los ayudantes del Capitán General y algunos otros personajes notables por su carácter y circunstancias, como fueron el hijo del célebre Mariscal Ney, que estaba viajando, y el cónsul de Holanda en Nueva York.
Hiciéronse notables los vestidos de tul bordados de plata y oro sobre fondo de raso blanco, por ser de última moda e iguales al que Mme. Minette hizo en París para la actual soberana de España. Las mangas de este traje conocidas con el nombre de a la Cristina, eran cortas, abobadas y guarnecidas su parte inferior con encaje muy ancho. También se vieron otros de tul bordados con muchísima delicadeza, sobre fondo celeste. Llamaron así mismo la atención general los vestidos de tul sobre raso blanco con guarnición en puntas encontradas, adornadas éstas de encaje estrecho y mangas a la Cristina. Otros iguales a estos últimos, pero con diferentes guarniciones, pudieron señalarse, sin que dejase de haber muchos más cuya elegancia y gusto en nada desmerecían de los ya descritos.
Los peinados armonizaban con los vestidos. Llevaban unas turbantes egipcios, otras plumas blancas puestas con mucho donaire; las más, jirafas de todos tamaños, adornadas con flores azules o blancas, guardando unión con el color del traje, y algunas tenían lazos de oro graciosamente colocados. Era grandioso y bello el efecto que producía la reunión de tantas y tan hermosas lechuguinas. Animaba la concurrencia una completa alegría, y rebosaba la sonrisa en los labios de todos. La etiqueta, que generalmente caracteriza a los bailes de la Sociedad, no se vio más que en los vestidos de las señoras y en los trajes de los hombres, los cuales lucieron a porfía sus recamados uniformes de gentiles-hombres, de generales, de brigadieres, de coroneles, de altos empleados, Cadaval y Lemaur sus fajas rojas de seda, al paso que los que no poseían título ni condecoraciones se contentaron con la última moda de París en semejantes reuniones.
Adornaba la testera principal de la sala el magnífico dosel, cuyo centro ocupaba el retrato del rey Fernando VII. Los paños de la pared sostenían cuadros históricos y de las cornisas pendía una colgadura de damasco azul con pabellones blancos guarnecidos de vistosos flecos de seda, sostenida por adornos dorados y clavos romanos, de los cuales caían con gracia cordones y borlones de seda. El cielo raso de la sala estaba vestido de damasco del mismo color de la colgadura.
Cosa de las diez empezó el baile y a las once el salón principal estaba completamente lleno. En los intermedios servían sorbetes y refrescos de todas clases en grandes bandejas de plata sostenidas por lacayos. Las señoras que preferían tomarlos fuera del salón tenían preparada para este efecto una sala alumbrada perfectamente, en donde estaba la repostería y criados prontos para servirlas; pero la política y la urbanidad de los socios y convidados les ahorró un trabajo que para los caballeros se convierte en placer cuando se emplea en servicio de las damas.
La cena se principió entre doce y una de la madrugada, y consistía en pavo fiambre, jamón de Westfalia, queso, gigote excelente, ropa-vieja, dulces secos, conservas, vinos generosos de España y extranjeros, chocolate suculento, café y frutas de todos los países en comercio con la isla de Cuba. Y fue lo más notable que, compitiendo la esplendidez de la mesa con su pródiga abundancia, los manjares no costaban sino el trabajo de pedirlos.
Puede afirmarse sin temor de ser desmentidos que la elegancia y la belleza de La Habana se habían dado cita aquella noche en la Sociedad Filarmónica. Porque allí estaba la marquesa de Arcos, hija del famoso marqués Pedro Calvo, con Luisa, su hija mayor, entonces de quince años de edad. Por ésta había improvisado Plácido aquellos versos que dicen:
En el ambiente exquisito,
Muerto de sed un mosquito,
Jugo de flores buscando;
Llegó a tu boca, y pensando
Que era una rosa o clavel,
Introduciéndose en él,
Porque allí el placer le encanta
Murió en tu dulce garganta,
Como en un vaso de miel.
Allí las hermanas Chacón, que merecieron por su hermosura figurar en el gran lienzo pintado por Vermay31 para perpetuar la memoria de la misa que se celebró en la inauguración del Templete de la Plaza de Armas. Allí las Montalvo, de tipo teutónico, una de las cuales fue declarada reina de la belleza, cuando la corrida de cañas el año anterior, en la antigua plaza de Toros del Campo de Marte; allí la Arango, célebre por haber contribuido a la evasión del poeta Heredia, y que después se casó con un Ayudante de campo del Capitán General Ricafort; allí las hermanas Aceval, Venus de Milo en las formas, tan distinguidas por su talento como desdichadas por sus pasiones; allí las hermanas Alcázar, modelos de perfección, así por la simetría de sus menudas facciones, como por las rosas de sus mejillas y el color negro de sus cabellos; allí las Junco y las Lamar, de Matanzas, conocidas bajo el poético vocativo de las Ninfas del Yumurí; allí las tres hermanas de Gamboa, las cuales ya hemos tenido ocasión de describir; allí la Topete, hija del Comandante general del Apostadero de La Habana, que más adelante inspiró a Palma su inmortal «Quince de Agosto», allí la menor de las Gámez, Venus de Belvedere, cuyo cabello castaño, ondulante y copioso, llevaba suelto sembrado de estrellas de oro; allí, en fin, entre otras muchas que sería prolijo enumerar, Isabel Ilincheta, hija del que había sido asesor del Capitán General Someruelos, quien poseía los rasgos principales del tipo severo y modesto celtíbero, a que debía su origen.
Como modelos de varonil belleza, entre los jóvenes concurrentes al baile de la Sociedad aquella noche, pudiera hacerse mención del Teniente coronel de Lanceros del Rey, Rafael de la Torre, quien unos días después murió estrellado contra las ruedas de los quitrines en el Paseo, junto a la estatua de Carlos III, víctima de la fogosidad de su caballo; Bernardo Echeverría y O’Gabán, que en los días de gala gustaba vestir el uniforme de gentil-hombre de Cámara con entrada, por cuanto podía lucir las bien hechas y rollizas piernas; Ramón Montalvo, en la flor de su edad, bello como un inglés de la más pura sangre; José Gastón, el verdadero Apolo de Cuba; Dionisio Mantilla, recién llegado de Francia, que venía hecho un cumplido parisiense; Diego Duarte, el feliz campeón de las corridas de cañas celebradas el año anterior, con motivo de las nupcias de Fernando VII con María Cristina de Nápoles; varios oficiales de la marina y del ejército español en sus vistosos uniformes, más propios de una parada que de un baile particular.
También contribuyó al lustre de la fiesta la presencia de algunos jóvenes que empezaban a distinguirse en el cultivo de las letras, a saber: Palma, que había sido uno de los competidores en la corrida de cañas; Echeverría empleado en la Hacienda, que el año siguiente alcanzó el premio en el concurso poético abierto por la Comisión de Literatura, con objeto de celebrar el nacimiento de la Infanta de Castilla, Isabel de Borbón; Valdés Machuca, conocido por Desval en la república de las letras; Policarpo Valdés, que se firmaba Polidoro; Anacleto Bermúdez, que solía publicar versos bajo el nombre de Delicio; Manuel Garay y Heredia, que imprimía sus versos en La Aurora de Matanzas; Vélez Herrera, el autor del romance cubano Elvira de Oquendo; Delio, el cantor de las ruinas del Alhambra; Domingo André, joven abogado, elocuente y amable; Domingo del Monte, que introdujo el romance cubano, de variados conocimientos y muy distinguido porte.
Diego Meneses, Francisco Solfa, Leonardo Gamboa y otros varios, que también se hallaban en el baile, si se exceptúan el segundo que era dado a los estudios filosóficos, y el tercero que entraba ya en la clase rica, no se hacían notables por su talento, aunque los tres solían escribir en los periódicos literarios; y el último pasaba, además, por mozo de buen parecer y varoniles formas. Los literatos, mejor dicho, los aficionados a las letras, sobre todo los que cultivaban la poesía, empezaban a tener entrada con la gente que podía tenerse por noble en Cuba, o que aspiraba, por su caudal, a la nobleza y alternaba con ella. Mostraban al menos distinción por ellos algunas familias tituladas de La Habana y los atraían a sus fiestas y reuniones, entre otras, por ejemplo, los condes de Fernandina, los de Casa Bayona, los de Casa Peñalver, los marqueses de Montehermoso y los de Arco. Dichas fiestas y reuniones en los días de pascuas de navidad se trasladaban a los lindísimos cafetales de San Antonio, de Alquízar, de San Andrés y de la Artemisa, que pertenecían a la gente rica.
No se presentaron en los salones de la Sociedad nuestros amigos Gamboa, Meneses y Solfa, sino hasta cerca de las once de la noche. Durante las primeras horas habían estado visitando los bailes de la feria del Ángel, el de Farruco y el de Brito, sin olvidar la cuna de la gente de color, en la calle del Empedrado, entre Compostela y Aguacate. En ninguno de esos sitios habían tomado ellos parte activa, si se exceptúa el primero, quien al juego del monte perdió en un instante las dos onzas de oro que aquella misma tarde le había metido su madre en el bolsillo del chaleco. No conocía el valor del dinero, ni jugaba por amor a la ganancia, sino por el placer de la excitación del momento; pero sucedió que los bailes no le prestaron atractivo ninguno, desertados de las muchachas bonitas; que no logró ver a Cecilia Valdés en la ventana de la casa, ni en la cuna, cosas todas que se conspiraron para ponerle de malísimo humor. Para remate de desdichas, cuando perdidoso y disgustado volvía con sus amigos en busca del quitrín, que había dejado apostado en la calle del Aguacate al abrigo de las altas paredes del convento de Santa Catalina, descubrió que no estaba allí, ni fue posible encontrarle sino media hora después y en punto opuesto y distante.
Por otra parte, preguntado el calesero sobre el motivo que le indujo a desobedecer una orden terminante de su joven amo, dio al principio respuestas evasivas, y al fin, apretado, dijo que un desconocido, medio cubierto el rostro con un pañuelo, le había forzado a abandonar el puesto y fingir que se volvía a casa, valiéndose de amenazas terribles. No parecía creíble el cuento: hubo empero que aceptarlo como bueno y verídico; lo que, si cabe, aumentó el mal humor de Leonardo, porque en caso de ser cierta la relación del calesero, ¿quién podía ser ese sujeto, ni qué interés tener en que el carruaje aguardase en una u otra esquina de la calle? ¿Por qué emplear amenazas? ¿Qué autoridad tenía para ello? Aponte no pudo decir si el desconocido era militar o paisano, comisario de barrio o magistrado, hombre blanco o de color. Tal vez era un inesperado y desconocido rival que de aquel modo se preparaba a disputarle el cariño de Cecilia Valdés.
Corroboraba tan desagradable sospecha, el hecho de que ni ella, ni su amiga Nemesia se habían presentado en parte alguna de la feria del Ángel. Además de eso, la circunstancia de no haber abierto la ventana, aún cuando Gamboa hizo la señal convenida pasando la punta del bastón por los pocos balaustres que aún le quedaban, casi no dejaba duda de que algo extraordinario había ocurrido en el humilde y oscuro hogar.
Mas sea de esto lo que se fuere, que no hay tiempo de verificarlo ahora, Leonardo Gamboa entró en el baile de la Filarmónica preocupado y de muy mal talante. Armada sin embargo la danza, en la sala principal y el aposento del palacio, bastante espaciosos por cierto, según dice el poeta:
La luz reverberaba en los salones;
Y la sangre inflamaba con sus sones,
La danza tropical;
no pudo nuestro héroe sustraerse a su arrobadora influencia. La orquesta, que dirigía el célebre violinista Ulpiano, ocupaba el anchísimo corredor sobre la mano izquierda, como se sube de la regia escalera de piedra oscura. Luego, a la derecha, estaba la puerta del salón, enfrente de otra que daba sobre los más amplios balcones, que formaban los portales llamados del Rosario. Dejados los sombreros y los bastones en manos de un lacayo negro, a la puerta de un cuarto entresuelo que abría al descanso de la escalera de doble tramo, y tendiendo la vista por el soberbio salón, que podía tener «la carrera de un caballo», si se nos permite la exageración, descubrieron los estudiantes que las animadas parejas le llenaban de extremo a extremo. Recibían los hombres de espalda, y las mujeres de frente, mientras esperaban su turno para hacer cedazo, el aire fresco de la media noche, que entraba por las puertas y ventanas abiertas de par en par.
Como hemos dicho antes, allí se hallaba reunido lo más granado y florido de la juventud cubana de ambos sexos, entregada, por el momento al menos, con alma y cuerpo a su diversión favorita. Y a la luz deslumbrante de las arañas de cristal, en olas de una música tan plañidera como voluptuosa, pues que procede del corazón de un pueblo esclavizado, al través de la nube sutil de polvo que levantaban los bailarines con los pies, las mujeres parecían más hermosas, los hombres más bizarros. ¿Podía, pues, entregarse el ánimo de la juventud a otros pensamientos que los que le sugerían los halagadores objetos que tenía delante? No es posible.
Gamboa se ocupó, desde luego, en buscar compañera para tomar parte en el baile, aunque no le gustaba mucho; pero Meneses, que rara vez bailaba, y Solfa, que no bailaba nunca, se quedaron de espectadores en el medio del salón, observando el último, con sonrisa amarga, que mientras aquella loca juventud gozaba a sus anchas de los placeres del momento, el más estúpido y brutal de los reyes de España parecía contemplarla con aire de profundo desprecio desde el dorado dosel donde se veía pintada su imagen odiosa.
Andando con algún trabajo entre las apiñadas filas de espectadores y bailarines, tropezó Gamboa con la más joven de las señoritas Gámez, cuyo retrato hemos hecho arriba a vuela pluma, en lo más empeñado de la danza. Por todo saludo, sin dejar de girar, como una sílfide, en brazos de su pareja, le dijo ella antes con los ojos que con la lengua: — Ahí está Isabel.
— ¿Bailando? preguntó el joven.
— ¡Qué bailar! Esperando por Vd.
— ¿Por mí? Qué descanso el suyo. Pues por un tris no vengo al baile esta noche.
En efecto, aquella señorita se hallaba a la sazón en toda apariencia comiendo pavo, según reza la frase vulgar en Cuba, es decir, sentada a la izquierda, cerca de la puerta del aposento entre una señora de mediana edad y el culto abogado Domingo André, con quien sostenía animada conversación. No obstante su natural despreocupación, sintió Gamboa un arranque de celos que le fue imposible reprimir, no ya porque estuviese de veras enamorado, sino porque el caballero en cuya compañía la encontraba, era asaz galán y sabía insinuarse en el ánimo de las mujeres discretas. De paso debemos decir, sin embargo, que el norte de las galanterías de André por aquella época, se dirigían a otra beldad muy distinta de Isabel Ilincheta, la misma que perdió por tímido y que ganó por osado el literato dominicano Domingo del Monte, si no estamos muy equivocados, en la noche de que estamos hablando. Por lo que hace a Isabel, recibió a Leonardo con una sonrisa adorable, lo cual, lejos de tranquilizarle, fue parte a causarle mayor desazón. Cambiados los saludos de costumbre, pues la compañera de Isabel, madre de las Gámez, era amiga del joven estudiante, lo mismo que André, en prueba de que no tenía nada de coqueta, tampoco de vengativa, dijo muy risueña:
— Decía a este caballero poco hace, que tenía comprometida esta danza, y no me quiere creer.
— Es que Vd. no ha bailado ninguna todavía, que yo sepa, repuso André.
— Cierto que dos se han bailado solamente, replicó Isabel sin cortarse, pero hasta ahora que se baila la tercera, no ha venido Vd. a invitarme.
— Lo que quiere decir en sustancia, continuó André, que he llegado en hora menguada. ¡Cómo ha de ser!
— Esta señorita tiene razón, interpuso Leonardo repuesto de su embarazo. Por compromiso anterior, en cualquier baile donde nos encontremos, me reserva ella la tercera danza. No he podido llegar, pues, a mejor hora según veo. Por eso se dice que más vale llegar a tiempo que rondar un año.
— Ya, exclamó el galante abogado, el caso es que con las buenas mozas pocos somos los que llegamos a tiempo.
André saludó y fue a formar coro a las dos hijas del potentado Aldama, de las cuales la menor, de nombre Lola, cedía a muy pocas aquella noche la palma codiciada de la belleza. Entretanto Leonardo e Isabel, cogidos por la mano, se metieron en las filas de la danza, no distante de la cabecera, mediante el favor de amigos mutuos, que, aunque llegaron tarde, no les dejaron incorporarse a la cola, como era de rigor. La cubana danza sin duda que se inventó para hacerse la corte los enamorados. En sí el baile es muy sencillo, los movimientos cómodos y fáciles, siendo su objeto primordial la aproximación de los sexos, en un país donde las costumbres moriscas tienden a su separación; en una palabra, la comunión de las almas. Porque el caballero lleva a la dama casi siempre como en vilo, pues que mientras con el brazo derecho la rodea el talle, con la mano izquierda la comprime la suya blandamente. No es aquello bailar, puesto que el cuerpo sigue meramente los compases; es mecerse como en sueños, al son de una música gemidora y voluptuosa, es conversar íntimamente dos personas queridas, es acariciarse dos seres que se atraen mutuamente, y que el tiempo, el espacio, el estado, la costumbre ha mantenido alejados. El estilo es el hombre, ha dicho alguien oportunamente; el baile es un pueblo, decimos nosotros, y no hay ninguno como la danza que pinte más al vivo el carácter, los hábitos, el estado social y político de los cubanos, ni que esté en más armonía con el clima de la Isla.
La noche en cuestión lucía Isabel Ilincheta a maravilla las gracias naturales de que la había dotado el cielo. Era alta, bien formada, esbelta, y vestía elegantemente, conque siendo muy discreta y amable, está dicho que debía llamar la atención de la gente culta. Hasta la suave palidez de su rostro, la expresión lánguida de sus claros ojos y finos labios, contribuía a hacer atractiva a una joven que, por otra parte, no tenía nada de hermosa. Su encanto consistía en su palabra y en sus modos. Entraba en la pubertad cuando perdió a su madre, y para educarla, lo mismo que para libertarla de los peligros del mundo, su padre la puso al cuidado de las religiosas Ursulinas, venidas de Nueva Orleans y establecidas en su convento de puerta de Tierra desde principios de este siglo. Después de un pupilaje de más de cuatro años, en que recibió una educación antes religiosa que erudita y completa, se retiró al campo, en el cafetal de su padre, cerca de la población de Alquízar, junto con su hermana menor, Rosa y una tía, viuda de un cirujano de marina, de nombre Bohorques. Este individuo había hecho varios viajes a la costa de África en las expediciones despachadas por cuenta de la sociedad de Gamboa y Blanco. Contrajo de esas resultas una enfermedad terrible, murió en la travesía y le arrojaron al agua, cual otros muchos de los infelices salvajes a quienes había ayudado a plagiar de su nativo suelo. En más de una ocasión fue la viuda, con tal motivo, el objeto de la munificencia de don Cándido Gamboa. Leonardo la visitó en el cafetal de Alquízar, y no pudo menos de enamorarse de la sobrina, cuya modestia y gracias realzaban su clara inteligencia y fina discreción.
No había nada de redondez femenil, y, por supuesto, ni de voluptuosidad, ya lo hemos indicado, en las formas de Isabel. Y la razón era obvia: el ejercicio a caballo, su diversión favorita en el campo; el nadar frecuentemente en el río de San Andrés y en el de San Juan de Contreras, donde todos los años pasaba la temporada de baños; las caminatas casi diarias en el cafetal de su padre y en los de los vecinos, su exposición frecuente a las intemperies por gusto y por razón de su vida activa, habían robustecido y desarrollado su constitución física al punto de hacerle perder las formas suaves y redondas de las jóvenes de su edad y estado. Para que nada faltase al aire varonil y resuelto de su persona, debe añadirse que sombreaba su boca expresiva un bozo oscuro y sedoso, al cual sólo faltaba una tonsura frecuente para convertirse en bigote negro y poblado. Tras ese bozo asomaban a veces unos dientes blancos, chicos y parejos, y he aquí lo que constituía la magia de la sonrisa de Isabel.
No debe extrañarse que, siendo Leonardo un tanto descreído y despegado, sintiese pasión por una joven tal como la que acaba de describirse. Entraba él por las puertas doradas de la vida. A pesar de sus connotaciones y de su riqueza, no había tenido aún trato con las mujeres de su esfera y educación, ni había empezado a buscar en ellas tampoco la compañera futura de su vida. La aspereza suya no era sino externa, estaba en sus maneras bruscas, porque allá en el fondo de su pecho, como habrá ocasión de observarlo, había raudal inagotable de generosidad, ternura de sentimientos. Dios, por dicha, no le había negado la capacidad de amar, sólo que las mujeres con quienes hasta allí había tropezado, o habían cedido a la fogosidad de sus afectos, a la intrepidez de sus pocos años, o a la influencia de su lluvia de oro. Ninguno de estos móviles podía tener ascendiente en el ánimo de una joven rica, bien educada, modesta y virtuosa como Isabel Ilincheta. Atraído Leonardo primero por sus prendas físicas, seducido después por sus relevantes dotes morales, comprendió desde luego que para ganar su afecto fuerza era tocar su corazón, hablar a su entendimiento. Por otra parte, aquella mujer que se presentaba a los ojos de Leonardo bajo un nuevo aspecto, habitaba el trasunto del paraíso terrenal cuando la vio por la primera vez.
Si podemos prescindir del esclavo y de sus padecimientos, que son, sin embargo, más llevaderos en los cafetales, se convendrá en que Isabel, su hermana Rosa, su tía doña Juana, su padre y criados, llevaban una vida de paz y quietud, lejos del bullicio de la ciudad, rodeados de olorosas flores, de los cafetos y naranjos siempre verdes, de las airosas palmas, del clásico plátano, embebecidos con el canto perenne de las aves y el susurro melancólico de la brisa en los campos de Cuba. Hasta la estación de los aguinaldos y de los azahares, en que Leonardo conoció a Isabel, contribuyó a rodearla de encanto a sus ojos y a despertar en su pecho algo que no había sentido nunca a los 21 años de su vida: el amor.
Capítulo IV
Rey. — Nunca, nunca, nunca.
EL CALLEJÓN DE la Bomba, como el de San Juan de Dios, que parece ser su continuación, se compone de dos cuadras. Es, si cabe, más estrecho, hondo y húmedo, aún cuando sus casas son en general más amplias. En una de éstas, inmediato a la calle del Aguacate, vivía Nemesia Pimienta con su hermano José Dolores, ocupando dos cuartos seguidos, cuyo mueblaje se reducía a un par de sillas, un columpio, una mesita de pino y un catre de viento, que se abría de noche y se cerraba de día, a fin de despejar el campo.
Anochecido ya, Nemesia salió de la sastrería de Uribe y se encaminó a paso menudo hacia el barrio del Ángel. Prefirió para ello la calle del Aguacate, que si bien más solitaria y oscura, por la ausencia de establecimientos públicos, conducía derecho a dos puntos en donde de paso quería detenerse. Cuando llegó a las cuatro esquinas formadas por la calle de O’Reilly y la traviesa que llevaba, se detuvo un breve rato, pensativa e indecisa. Miró primero atrás, luego a su derecha, después adelante, fijando la mirada en la ventanilla de la casucha inmediata a la taberna de la izquierda, aunque por estar en línea paralela a la observadora, sólo se distinguían las molduras de los balaustres que sobresalían un poco del plano de la pared. Difícil era, pues, saber si había o no persona asomada allí o a la puerta. En consecuencia, la mulata se trasladó a la esquina de abajo y dio un silbido peculiar muy agudo, haciendo pasar el viento con fuerza por entre los dientes del medio de la mandíbula superior.
Algunos segundos después vio asomar por los balaustres de la ventana un canto de la cortina blanca; pero al acudir al reclamo, notó que descendía del terraplén del convento un caballero a paso largo, que se dirigía derecho al punto objetivo de sus miradas. Estúvose a observar lo que pasaba. ¿Quién sería ese sujeto? ¿Quién le aguardaba en aquella casa? Vestía de frac oscuro, pantalón claro y sombrero de ala angosta y copa desproporcionadamente ancha, sobresaliéndole por detrás el cuello blanco y recto de la camisa. No era joven, ni anciano, sino de mediana edad. A pesar de la oscuridad, todo eso lo pudo notar Nemesia a la corta distancia a que se encontraba, que no excedía de treinta pasos. Su porte, sus movimientos acompasados y firmes, no podían confundirse con los de un mozalbete ni de un viejo.
Se dirigió, sin embargo, con aparente cautela al punto donde se veía el canto de la cortina blanca, sostuvo un breve diálogo con la persona que se hallaba oculta detrás de sus pliegues, y entonces, a paso largo siguió al abrigo de las altas paredes del convento, la vuelta de la Punta. Nemesia le perdió bien pronto de vista en la oscuridad; pero no le quedó duda de que le esperaba un carruaje a mediados de la cuadra, porque oyó distintamente el ruido de las ruedas en las piedras de la calle, corriendo en sentido opuesto a aquél en que ella estaba, y favorable al que seguía el desconocido.
Aguijada por la curiosidad, volvió la muchacha a silbar como lo había hecho antes; le contestaron desde la ventanilla moviendo la cortina blanca, y acudió al punto; pero en vez de su querida amiga Cecilia, sólo encontró a la abuela. ¿Cuál de las dos mujeres había recibido y hablado con el caballero del frac oscuro y el sombrero de copa abultada? Nuevo motivo de curiosidad y de mayor confusión.
— ¡Ah! ¿Era Vd., Chepilla? exclamó Nemesia.
— Entra, le dijo ésta, pasando a la puerta y quitando con la punta del pie la media bala que la aseguraba.
No se hizo de rogar la muchacha. Parecía seria y desazonada la abuela; y la nieta, sentada en un rincón, con el traje flojo, el aspecto desaliñado, la cabeza doblada sobre el pecho, los brazos extendidos y los dedos cruzados en la falda, era viva imagen del abatimiento y de la desesperación.
— Entra, hija mía. Seas bienvenida, repitió Chepilla. Entra y siéntate; hazme el favor de sentarte, añadió notando que la moza se mantenía en pie, como azorada y confusa.
— Ya es tarde y estoy de prisa, repuso ésta dejándose caer maquinalmente en la butaca de cuero delante del nicho en que se veneraba la imagen de la Dolorosa.
Iba Chepilla a repetir la instancia, pero visto que la recién llegada se sentaba sin más demora, se quedó parada entre ella y su nieta.
— Decía, agregó Nemesia a poco rato, que es tarde y venía de prisa. Fui a llevar unas costuras al taller de señó Uribe, y me se ha hecho de noche. Porque resulta que Clarita su mujer es muy conservadora, y después quiso que la ayudara a cerrar la saya de un túnico que está haciendo para la Nochebuena chiquita.32 José Dolores debe de estar esperándome. El salió del taller mucho antes que yo, pues tenía que tocar en la salve del Santo Ángel Custodio. Por cierto que ha habido mucha gente de fuste esta tarde en la sastrería, todos a buscar ropa para un baile en la Filarmónica, y para las Pascuas de Navidad. A señó Uribe hay que hacerle el encargo con tiempo. Bien que el trabajo le llueve. Todos dicen que está haciendo mucho dinero, pero es más gastador… Mas ahora que me acuerdo, ¿qué sucede por acá? Parecen Vds., muy atribuladas, dijo Nemesia notando que ninguna de las dos mujeres le prestaba atención.
Suspiró Cecilia únicamente y la abuela dijo:
— No es cosa lo que sucede; sólo que esta muchacha (señalando para la nieta con un movimiento de los labios) parece poseída… ¡Dios nos asista! (y se persignó). Iba a decir un disparate. Quiero que seas el juez y la consejera en este caso, aunque tú puedes ser dos veces mi hija. Por eso te he hecho entrar. Vamos, dime, hija mía, ¿qué harías tú si tu protector, tu amigo constante, tu único apoyo en el mundo, como si dijéramos, tu mismo padre, que es verdaderamente un padre para nosotras pobres, desvalidas mujeres, sin otro amparo bajo el cielo, ¿qué harías tú si te aconsejaba, vamos, si te prohibía el que hicieras una cosa? Di, ¿tú lo harías? ¿Tú le desobedecerías?
— Mamita, saltó y dijo Cecilia sin poder contenerse; su merced no ha pintado el caso como es.
— Cállate, replicó la abuela con imperio. Deja que Nemesia conteste.
— Pero su merced parte de un principio equivocado, y Nene no puede contestar derecho, aunque quiera. Su merced dice que nuestro amigo, nuestro protector, nuestro apoyo y qué sé yo qué más, ha rogado y ha prohibido que hagan y deshagan. Y en primer lugar, la persona a que su merced se refiere, no creo que es nada de lo que su merced dice para nosotras, al menos para mí. En segundo lugar, por más que me devano los sesos, no veo la razón ni el derecho que tenga para meterse en mis cosas y ver si salgo, o si entro, si me río o si lloro… Voy a acabar, agregó Cecilia de pronto, advirtiendo que la abuela iba a cortarle la palabra. Sobre todo, su merced no tenía para qué haberme rompido el túnico de punto de ilusión y la peineta de teja, sólo por darle gusto a un viejo que me tiene ojeriza, y está celoso porque yo no lo quiero ni lo querré nunca, así…
— No creas nada de lo que dice esa chica, la interrumpió la anciana.
— ¿Pues no me rompió su merced el túnico y la peineta? ¿Por culpa de quién fue? ¿No fue por culpa de ese viejo narizón que Dios…?
— Calla, calla, le atajó la abuela. No blasfemes después de haber rabiado, porque creeré que estás en pecado mortal. Si se rompió el vuelo del vestido ¿no fue porque te propusiste ponértelo contra mi expresa voluntad? ¿Quién tuvo la culpa de que se cayera y se quebrara la peineta? Tú, nadie más que tú, porque si no tuvieras esos actos de soberbia, nada de eso hubiera sucedido. Sí, sí, es preciso que te confieses, es preciso que hagas penitencia, que te arrepientas de tus pecados y que te enmiendes. Estás en pecado mortal, y si sigues así vas a parar en mal. Hay que poner remedio a esto en tiempo.
— ¡Esa sí que está mejor! continuó Cecilia a pesar de los ojos que le echaba la abuela. Nunca había oído decir que era pecado no querer a quien no le gusta a uno.
— ¿Y quién te dice que le quieras, espiritada? exclamó la Chepilla con vehemencia. ¿El te enamora acaso? El pecado consiste en no agradecer los favores que nos hacen y en morder la mano que nos acaricia.
— Vamos a ver, ¿cuáles son los favores de que habla su merced? ¿La mesada que nos pasa? ¿Los regalos que me hace de Corpus a San Juan? Dios y él sólo saben el motivo que le guía. ¿No es extraño, muy extraño, que sea tan generoso con nosotras, pobres mujeres de color, un hombre blanco y rico que no es nada de su merced, ni mío tampoco?
— ¿Y vuelta, Cecilia? No prosigas ni ensartes más disparates. El enemigo malo únicamente pudiera inspirarte unas ideas tan contrarias a la humildad y a la caridad cristianas. ¿Cómo puede ser buena hija, buena esposa, buena madre, ni buena amiga, la mujer que no agradece favores ni paga beneficios? Por pequeños que sean (que no lo son) los favores que nos hace el caballero dicho, nuestro deber es agradecérselos, ya que no podemos otra cosa. Es grave pecado pagar bien con mal. Tus murmuraciones y tu ingratitud nos van a costar muy caro.
— No sé cómo su merced entiende mi conducta con él. Apenas le conozco. Ni le doy ni le quito; lo que no quiero es que me mande y se meta en mis cosas.
— Es que tú tampoco parece que lo entiendes a él. Si desea que no hagas esto o aquello, ¿es por su bien o por tu bien? Si aprueba o desaprueba algo de lo que tú dices o haces, ¿qué mejor prueba puede darse de su cariño para contigo, y de su buen corazón? Figúrate, Nemesia, que el individuo de que hablamos (bueno es que tú lo sepas) es una dama en su trato, y su generosidad para nosotras tan grande como desinteresada, y debe dolerle muchísimo…
— ¿Desinteresada? repitió Cecilia. He ahí lo que no puedo…
— No me interrumpas, niña; estoy hablando con Nemesia. Nos da cuanto necesitamos y muchas cosas que apetecemos. Apenas le indico un deseo de esta niña, cuando se apresura a complacerla. Di que no. Preciso es que no tengas conciencia si lo niegas.
— Y no lo niego. Todo eso es muy cierto, pero ¿por qué lo hace?
— Lo mejor de todo, prosiguió la Chepilla, es que de mí no exige nada, y de ti no espera otra cosa que cariño, gratitud, y… respeto.
— Hete aquí la que me mata, saltó otra vez Cecilia con vehemencia. ¿Sabes tú, Nene, de alguna persona que dé palos de balde? Yo no la conozco. Que no exija nada de mamita, se comprende; pero que espere de mí sólo cariño, gratitud y respeto, como dice ella, eso que lo crean los tontos. Tú sabes de quién hablamos. ¿No es así? Pues bien, el tal no se puede tener en rigor por viejo. Le sobra el dinero y ha sido toda su vida, según dice mamita, un correntón y enamorado como hay pocos. Hasta ayer, como quien dice, según me ha contado mamita, a pesar de ser casado y con hijos, mantenía mujeres, con preferencia las de color. Ha perdido más muchachas que pelos tiene en su cabeza; y mamita parece empeñada en hacerme creer que su generosidad conmigo es inocente y desinteresada. Quien no lo conozca que lo compre.
— Hablas por hablar, niña, dijo la abuela al cabo de un largo espacio de meditación y de silencio. Nada de lo que has dicho viene al caso, ni se trata de eso tampoco. Se trata de que tú no le complaces, ni le tienes voluntad a una persona que es tan buena contigo y sólo le lleva el bien que te puede resultar de que hagas o no hagas ciertas cosas. Verbi gratia: ¿por qué habías de salir esta noche si él no quería que salieras? Cuando él se oponía, algún motivo tenía. Ese motivo no puede ser otro que tu bien. Considera, Nene, agregó la anciana en tono más blando, que poco antes de llegar tú estuvo aquí el buen señor… No entró. ¡Qué! El nunca entra. Lo primero que hizo fue preguntar por Cecilia. Siempre pregunta y se ocupa mucho de ella, por supuesto desinteresadamente; quiero decir, sin otra mira que la de saber cómo va de salud. Tú lo sabes, Nemesia; al menos me lo has oído decir muchas veces… Estuvo por la ventana… Sólo un momento. Luego que preguntó por la salud de Cecilia, como te he dicho, con mucho interés, con el interés de un… Así que le dije que ella se preparaba para ir a la cuna del Ángel, me dijo muy agitado, sí, muy agitado, se le conocía, porque hasta le temblaba la voz: — No la deje ir, seña Chepa, no la deje ir, deténgala; esa chica busca su perdición… (Ese es su modo de hablar). No la deje ir, deténgala, en otra ocasión le explicaré lo que pasa. Luego se fue, arrimadito a la pared como si temiera de que lo viesen. Al irse me puso una onza de oro en la mano para zapatos para Cecilia. ¿Puede darse mayor generosidad ni nobleza de alma? ¿Estará enamorada una persona que siempre obra así? Vamos. Di. ¿Ves en esto interés malicioso, celos mundanos, amor? ¿De esa manera enamoran los hombres de su edad hoy en día? Bien, ¿qué te parece, Nemesia? ¿Qué opinas?
— Yo, en verdad, contestó Nemesia, consultando con la vista el semblante de su amiga, no sé qué decir, ni me atrevo a dar una opinión franca. Sin embargo, añadió luego más animada: yo que Cecilia me reía de todo eso, en vez de ponerme brava. Si el hombre estaba enamorado de veras, porque lo estaba, y si no para burlarse de él y que me pagase por todo lo malo que me hicieran los demás. A mí no me importaría un comino que uno como ése me hiciera la rueda y me celara a todas horas; mientras me daba dinero, le pagaba con sonrisas. Y no se diga que yo procedía mal, ni cometía un pecado, porque los hombres son todos falsos, fingen amor cuando no lo sienten, y tienen tantas tretas que es difícil conocer cuando quieren de verdad y cuando se proponen engañar a las pobres mujeres. Piensa mal y acertarás, dice el proverbio. ¿Qué daño te puede resultar tampoco, Celia, de no ir esta noche a la cuna?
— Daño ni bien no me podía resultar de ir o no ir esta noche, claro está, replicó Cecilia. El caso es que el hombre de que habla mamita se ha propuesto meterse en mis negocios y gobernarme, por puro capricho o por gana de moler la paciencia, y eso es lo que hallo intolerable.
— Está bien, mujer, observó Nemesia blandamente; mas no veo que te cause ninguna extorsión con meterse.
— ¿Cómo que no? repuso Cecilia prontamente. Mamita toma su parte desde luego, y me regaña, y me pelea, y me rompe el túnico para que me quede en casa y le dé gusto al viejo majadero. ¿Te parece poco?
— Ya, a mí tampoco me gusta que se meta naiden en mis negocios. Con todo, a veces tiene una que hacerse la boba, a fin de sacar mejor partido de ciertos hombres. A ése se le ha metido en la cabeza mandarte y celarte; déjale seguir su capricho, mujer; haz que le das gusto; no le deseches de una vez; sonríete con él, por lo menos mientras se muestra dadivoso, y gozarás y vivirás hasta ponerte vieja.
Por entonces la conversación se concretaba a Nemesia y su amiga, porque la anciana había vuelto a su butaca y a sus cavilaciones.
— Mira, prosiguió aquélla, que el que se apura se muere. Por otra parte, ten por seguro que ningún viejo por marrullero que sea es peligroso para una muchacha como tú.
— No, yo no lo creo peligroso, no le temo ni un tantico, dijo Cecilia. Yo soy muy independiente y no consentiré jamás que nadie me gobierne, mucho menos un extraño.
— ¡Extraño! repitió la abuela para sí, con voz ronca y profunda.
Las dos muchachas se miraron como azoradas, así por el tono como porque ambas la creyeron absorbida completamente en sus tristes pensamientos.
— Su hijo, prosiguió Nemesia en baja voz. Tú me entiendes… Ese sí que es de temer… Joven, bien plantado, rebosándole la gracia por todas partes, con mucha labia y dinero para derramarlo como quien derrama agua… No hay mujer de corazón que se resista. ¿Es verdad, china? No es posible verlo y oírlo sin quererlo. Yo me guardaría de un hombre como él como del diablo. Ya le ha dado quebraderos de cabeza a más de una muchacha. Tiene a quien salir.
Continuaba la Chepilla en su abstracción, sin oír ni entender, en la apariencia, las palabras de Nemesia. Cecilia al contrario, desde que su amiga mencionó a su amante, se volvió toda oídos, comprendiendo que ella se proponía comunicarle alguna noticia importante.
— Pues como te iba diciendo, añadió Nemesia, cuando salí de la sastrería de señó Uribe, tomé por la calle del Aguacate, y al enfrentar con la casa de las Gámez, que sabes tú está detrás del convento de las monjas Teresas, oí música y voces de hombres y mujeres. Me arrimé a una de las ventanas que tiene el poyo alto. Estaban abiertas las hojas y las cortinas echadas. Había en la sala una gran reunión: tocaban, cantaban y bailaban. ¿Qué día es hoy? ¡Ah! El 27 de Octubre. ¡Toma! ¡Si es el santo de la más chica de las Gámez, Florencia! Por eso estaba vestida de blanco y tenía el cabello suelto, y muy crespo para ser de mujer blanca. Cuando menos… Eso sí hermosísimo, porque es largo y abundante, aunque me gustaría de color más oscuro.
Cecilia dio un suspiro y Nemesia continuó ya sin más rodeos:
— Decía que rodeaban a Florencia delante del piano varias señoritas y caballeros. ¿Sabes quién estaba allí también? Sí, no me cabe duda, era ella. ¿Te acuerdas de la muchacha alta, pálida, buena moza, que te dije pasó por la Loma del Ángel en el quitrín de las Gámez, la mañana de San Rafael? La misma. Conversaba con Meneses, el amigo de… tú sabes. Por allí estaba el otro también, que siempre anda junto con los dos individuos… ¿Cómo se llama? Sola, Sofa. ¡Ah! Ya, Solfa. Pero el individuo no estaba, mencionaron su nombre únicamente. Estoy cierta que lo mencionaron…
— ¿Quién lo mencionó? preguntó Cecilia con ansiedad.
— No te pudiera decir lo cierto; mas si no me engaño, entre Meneses y la muchacha pálida. Ellos hablaban de él. Según entendí, todos iban al gran baile que se da esta noche en la Filarmónica.
— Lo temía, dijo Cecilia.
— ¡Ay! exclamó Nemesia. Ahora caigo para quién era el chaleco de seda que tuve que hacer con tanta premura. ¡Oh! Si lo averiguo antes no me apuro para acabarlo en tiempo. Cosí hasta bien tarde de la noche, porque me lo dieron ayer tardecita y se quería para hoy a las tres. ¡Quién lo hubiera adivinado! Al menos no hubiera ido él al baile de la gente blanca con un chaleco hecho por mí. Para lucírselo a Dios sabe quién. Nadie sabe para quién trabaja. Digo esto por ti, chinita, porque a mí no me va ni me viene. El no me pertenece; sólo me intereso por ti, que has puesto tu cariño… ¡Cuidado que los hombres son ingratos! Pero más vale callar y no ponerle más leña al fuego.
Bastaba, en efecto, y sobraba lo dicho para poner en ascuas a una joven menos fogosa que Cecilia. A medida que la amiga fue desarrollando su pensamiento, pues lo había de seguro en las noticias que comunicó y aún en el modo de comunicarlas, fue creciendo su cólera y desazón. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias a fin de impedir, si era tiempo, que el individuo, según Nemesia, se viese en la Filarmónica con la señorita desconocida? Eran celos, rabia, desesperación lo que sentía. No cabía en la silla, cerca de la ventana. Se levantó varias veces en ademán de entrar en el aposento, sin duda para mudarse de traje y salir a la calle, y otras tantas volvió al asiento. La sangre estaba a punto de ahogarla.
La abuela entre tanto seguía como absorbida en devotas oraciones, sobando, al parecer, con el pulgar e índice de la mano derecha, una tras otra, las cuentas negras del rosario que tenía en el regazo, y con los ojos cerrados. Nemesia miraba de soslayo a su amiga, leía, como al través de un cristal purísimo, la fiera batalla que se libraba en su pecho, y de cuando en cuando se sonreía ligeramente, cual si hubiera previsto todo aquello, o no temiese que tuviera un resultado desagradable. Al cabo Cecilia se desplomó en la silla, exhaló un suspiro profundo y murmuró:
— Más vale que no; yo sé lo que he de hacer. De mí no se burla nadie… Casi me alegro… No salgo a ninguna parte.
Chepilla alzó entonces la vista y miró a la nieta con cierta alegría mezclada de compasión. Por su parte Nemesia, en toda apariencia satisfecha, más diremos, orgullosa de que su venida hubiese surtido todo el efecto deseado, se marchó, despidiéndose cariñosamente de sus amigas.
Capítulo V
La faz terrible y airada,
La vista desencajada,
El látigo vil sonando.
LLEGABA NEMESIA A LA PUERTA de su casa, a tiempo que salía de ella su querido hermano José Dolores con el clarinete en la funda debajo del brazo y un rollo de papeles de música en la mano. Según costumbre, caminaba cabizbajo y meditabundo. Por esta razón y por estar muy oscura la calle, no habiendo tampoco luz en la casa, por poco se cruzan los hermanos sin reconocerse, a pesar de la proximidad. Así como así, ella le reconoció primero, se le atravesó en el camino y le preguntó repitiendo dos versos de una canción tan popular entonces como llena de malicia:
« — ¿A dónde vas con ese gato y la noche tan oscura?»
— ¡Qué! dijo José Dolores sorprendido. ¡Ah! ¿Eres tú? Me cansé de esperarte.
— ¿Tan temprano para el baile?
— Pues, ¿qué hora es?
— Tocaban a vísperas ahorita mismo en Santa Catarina, cuando pasé por el costado del convento.
— Te equivocas; debe ser más tarde de lo que tú te figuras.
— Puede ser, porque traigo la cabeza como un güiro, y no sé lo que me pasa.
— ¿Pues qué sucede, hermana? Despacha que estoy de prisa.
— Bien. No quiero detenerte mucho. Sin embargo, creo que tenías tiempo de tomar un bocado… Una taza de café.
— Ya anduve yo ese camino. Tomé café con leche, pan y queso, y esto me basta hasta media noche en que haré por tomar gigote o cosa así. Di.
— En la casita a la otra puerta de la taberna de la esquina de la calle de O’Reilly, tú me entiendes, ha habido una San Francia esta noche.
— ¿Cómo así? Y tú parece que te alegras.
— Hay de todo. Te diré. Pasaba yo por allá… Seña Clara me detuvo más de lo regular en la sastrería. Pues pasaba por allá, aunque era bastante tarde, porque había quedado con Cecilia en que daríamos una vuelta por el Ángel después de la salve. Ella sospechaba que el individuo que estuvo esta tarde en la sastrería a buscar su ropa nueva iba al baile de Farruco para verse con la muchacha del campo del día de San Rafael, y se proponía pillarlo en fragante. Cálculos de mujer celosa. Apenas llegué a la esquina vi acercarse un hombre a la ventana de la casita y hablar con una persona que estaba detrás de la cortina. Aquello picó más mi curiosidad, y así que se separó el hombre me acerqué yo… Y ¿con quién te figuras tú que me topé? Con Chepilla. Me hizo entrar. Acababa de haber allí una de mar y morena. Parece que Cecilia se había vestido para salir conmigo; y la abuela, en la brega de impedírselo, le rompió el túnico y la peineta de teja. Todo eso sucedió en un momento.
— ¡Pobre muchacha! exclamó el músico compadecido.
— Cecilia es muy cabezadura. Cuando se le pone una cosa, eso ha de ser; de manera que la abuela vio los cielos abiertos luego que yo me aparecí. Ya ella no puede con la nieta. Pues bien, me hizo entrar para ver si entre las dos lográbamos que Cecilia no saliera.
— ¿Lo lograron? preguntó José Dolores con muestras de interés.
— Por supuesto, dijo Nemesia con intención. Yo sabía por donde atacarla y no erre el golpe. La abuela no quería que la nieta saliera; yo tampoco quería, y sucedió que el hombre del barrio de San Francisco que las mantiene, lo había prohibido. Ese fue, como luego supe, el que estuvo por la ventana hablando con Chepilla antes que yo.
— ¿Qué es él de ella? Quisiera saberlo.
— Yo, verdaderamente, no lo sé. A veces me se figura que es mucho cuidado el suyo para mero enamorado…
— ¡Si será su padre! Señó Uribe cree a puño cerrado que lo es y sostiene que la madre vive. ¿Pero dónde está la madre? ¿Quién la conoce? ¿Quién la ha visto?
— Eso es lo que yo digo.
— Ahí tienes. Yo me tengo tragado que el padre y el hijo están enamorados de Cecilia hasta la punta del pelo.
— Puede ser, hermana, porque se han visto muchos de esos casos en el mundo. Ella preferirá al hijo…
— Se entiende, y ¿quién no preferiría el joven al viejo?
— La hermosura de Cecilia será al fin la causa de su perdición. ¿Qué puede esperar ella de esos dos blancos? ¿El viejo quizás le dé dinero, lujo y cuidados, mas el joven…? Este no es posible que se case con ella; gracias si la toma de querida por algún tiempo, se fastidia y la deja con dos o tres hijos el día menos pensado. Yo no sé qué será de mí si tal cosa sucede. No quiero pensar en eso.
— Ella te tiene voluntad, pero no amor. Bien claro que lo veo. Sin embargo, si yo pudiera hacer que olvidara a Leonardo, estaba vencida la principal dificultad.
— La que bien quiere, tarde o nunca olvida.
— Hay sus excepciones, y Celia, que es muy soberbia, no es imposible que por lo mismo que quiere mucho olvide pronto. Del amor al odio no hay más que el salto de una pulga.
— Esa, al fin, es una esperanza.
— Te juro que le ha de costar mucho trabajo engañarla y engañarme a mí. Yo conozco mejor que él el flaco de Celia y tengo esta ventaja. Ahora poco le dije a ella una cosa que la puso como candela. Está que trina contra el individuo. Ya se le pasará la rabieta, pero volveré a la carga y estoy segura que la haré saltar las trancas… Todo lo que sea alejarla de él, es acercarla a…
No le dejó concluir la frase José Dolores. Se sonrió tristemente, y diciendo a su hermana que no le esperase, se marchó en dirección de la calle del Aguacate. Nemesia entró en su cuarto repitiendo cual si hablara con otro:
— ¡Cómo que yo me mamo el dedo! No siempre había de trabajar para el inglés. Si no ha de ser para mí, que no sea para ella tampoco. El es muy enamorado y le gustan mucho las pardas. No es tan difícil la cosa como parece. Veamos si de una vía hago dos mandados. Ella para José Dolores y él para mí. Se puede, se puede…
Ahora corresponde que volvamos al sarao en la Filarmónica donde hemos dejado a Leonardo Gamboa en las filas de la danza con Isabel Ilincheta. Comprendiendo bien ella el carácter de su pareja, no le dio queja ninguna sobre su falta de puntualidad en escribir, ni de su aparente desvío; le habló, al contrario, de asuntos indiferentes: de los amigos mutuos en el campo; de las ocurrencias en el partido de Alquízar; del rosal rojo que él había injertado en el rosal blanco del jardín fronterizo del cafetal; del naranjo a cuya sombra, las pascuas pasadas, habían comido tantas veces las naranjas más dulces que producía la finca; de la hija mayor del mayoral de su padre, que, para casarse, como se casó, en la Ceiba del Agua, se había fugado con un joven guajiro del pueblo.
— Tía Juana, añadió Isabel, se empeñó con el padre y lo hizo reconciliarse con la hija. Así es que los novios hoy día están hechos cargo del sitio de papá, en que sabe Vd. se crían gallinas y se ceban algunos animales. La muchacha se quedó con su marido, y su padre, nuestro mayoral, tuvo que salir. Yo lo sentí por su esposa, porque era una buena mujer y nos acompañaba bastante; pero, desde que se casó la hija, se le puso el humor atroz: no dejaba resollar a los negros, los castigaba por cualquier falta, siempre con verdadera sevicia, hasta que papá le despidió. Al presente pasamos algunas soledades, y nuestras salidas en el cafetal se reducen a ir al sitio todas las tardes y volver a las puestas del sol. Cuando hace luna…
— Te acuerdas de mí, ¿no es eso? la interrumpió Leonardo, con indiscreto despecho, al ver su glacial indiferencia.
— Naturalmente, contestó ella, al parecer sin notar lo que pasaba por su compañero. No puedo olvidar que en tardes divinas, como son todas las de invierno en el campo, más de una vez hemos hecho juntos ese paseo en compañía de Rosa y de tía Juana.
— Te encuentro algo cambiada, observó el joven después de breve rato de silencio.
— ¿Yo cambiada? Pues está buena. Vamos, Vd. se chancea.
— Hasta me tratas de Vd.
— Creo que siempre le he tratado del mismo modo.
— No al pie del naranjo dulce.
Isabel se puso colorada, y luego dijo:
— Es ya una costumbre en mí el tratar de Vd. a todo el mundo. Aún con mis propios esclavos, si son viejos sobre todo, se me escapa el decir Vd. A papá le sucede lo mismo frecuentemente.
— El tú es más cariñoso.
— ¿Lo cree Vd. así? El Vd. es más modesto.
Cortábase a cada paso este chispeante diálogo, es decir, tantas veces cuantas la pareja que bajaba hacía figura con la pareja que subía la danza. Al fin, hubo de cambiarse del todo el tema de la conversación cuando Meneses y Solfa, que habían venido saludando a las amigas, llegaron al puesto ocupado por Isabel y Leonardo. Ambos habían visto a la joven aquella misma tarde en casa de las Gámez. Poco tenían que decirse que de nuevo fuera; Isabel, sin embargo, distinguía a Meneses, y se alegró de volver a verle.
— ¿Qué es eso? ¿No baila Vd? le preguntó con interés.
— Casi nunca bailo por mera cortesía.
— ¡Ay! Si le oyese Florencia se ofendería.
— Me cae en gracia Florencia, me parece bonita, la quiero, pero si bailase con ella ahora sería por mera galantería. Mi amiga del alma está lejos de aquí, Vd. lo sabe, y es mucha crueldad en Vd. atribuirme intenciones de galantear a otra.
— Sobre que le voy cogiendo miedo al amigo Solfa, dijo ella volviéndose de repente para éste, con el doble objeto de atender a todos y de no seguir la broma con Meneses.
— ¿Qué he hecho para inspirar temor a la impávida Isabelita?
— ¿No ve Vd.? Esa es una sátira.
— Lo sería, señorita, repitió Solfa prontamente, si la mía fuese una opinión aislada, pero no lo es. De ella participan, estoy seguro, Leonardo y Diego, juntamente con cuantos conocen a Vd. ¿Cómo pues, puedo inspirarle temor?
— Porque voy viendo que es Vd. implacable, que no perdona enemigos ni amigos.
— ¿Esa más? Me aturde Vd. señorita.
— Sí, hágase Vd. ahora el inocentico, el que no quiebra un plato. ¡Cómo que desde que asomó Vd. a la puerta del salón no noto que ha venido hasta mí cortando cada traje que es un primor! Apelo al amigo Meneses; él dirá si me he equivocado o no.
Solfa y Meneses cambiaron una mirada y una sonrisa, con que corroboraron implícitamente la observación aguda de Isabel, y el primero dijo:
— Ya eso es distinto, lo declaro, me gusta la tijera; mas se me ha hecho pedazos entre las manos al llegar a Vd.
En esto cesó la danza, y las diferentes parejas de bailarines, deshaciendo la formación, corrieron las unas a ocupar sus asientos en la sala y cuartos, las otras a respirar el aire libre de los corredores. Los hombres, por la mayor parte, se dividieron en grupos para hablar de las conquistas amorosas de la noche, y casi todos para fumar un cigarro puro o de papel. Leonardo dio un paseo por los corredores con su amable compañera de baile, la cual, si hemos de juzgar por la frecuencia de sus sonrisas, no tuvo a mal que se prolongara la entrevista, aunque había terminado el encanto de la música.
Continuando, entretanto, por su parte la revista de la fiesta que se habían propuesto pasar Meneses y Solfa, se detuvieron por breve rato ante la madre y hermanas de su amigo y condiscípulo Leonardo Gamboa. Hallábanse ellas sentadas en el lado norte del salón, debajo del dosel donde dijimos que se ostentaba el retrato colosal al óleo de Fernando VII de Borbón. Antonia, la mayor, tenía a su derecha a un capitán del ejército en completo uniforme, con quien cambiaba en tono bajo frases breves de inteligencia; después seguía su madre, y a la izquierda de ésta, las dos hermanas Carmen y Adela. Con la primera de estas tres hablaba el Mariscal de campo don José Cadaval; con las dos últimas los currutacos más célebres que conocía La Habana entonces: Juanito Junco y Pepe Montalvo, cadete del regimiento Fijo. Asomó a poco Leonardo Gamboa, y como por magia desapareció el capitán español del lado de Antonia, a una insinuación suya con el codo; Cadaval siguió adelante, y el lechuguino y el cadete hicieron lo mismo con un profundo saludo.
Al descubrir de lejos Leonardo al militar español mano a mano con su hermana, se renovó en su mente la memoria de las escenas de por la mañana, primero al postigo de la ventana y después en la mesa del almuerzo, sintiendo el mismo rapto de celos y de odio que ya había experimentado. Todo el deseo que tenía de ver y hablar un rato con su madre y hermanas en el baile, se enfrió y apagó en el instante, y sólo por respeto y cariño a aquélla no les volvió la espalda. A un gesto suyo, Antonia ocupó el asiento que dejó vacante el capitán, y así pudo sentarse Leonardo y decir al oído de doña Rosa:
— ¿Es posible, mamá, que tú consientas que ese soldado pele la pava con Antonia en tu presencia?
— ¡Cállate! replicó doña Rosa seria. Ese caballero ha venido a traernos un recado de tu padre, el cual no puede venir por nosotras hasta la una y creo que tú tendrás que acompañarnos. De la ocurrencia me alegro con doble motivo; lo uno porque ya podré irme cuando quiera o me dé sueño; lo otro porque no te quedarás tú por detrás, ni me harás pasar otra mala noche.
— Debo acompañar a Isabel Ilincheta y a las Gámez a su casa, pues su carruaje ha sufrido una avería y no pueden usarlo esta noche.
— ¡Cómo! ¿Isabel está aquí y no ha venido a saludarnos?
— No lo extrañes, porque sin duda ella ignoraba que Vds. hubiesen venido al baile, y luego ha habido una concurrencia extraordinaria.
— Bien, manda en tu quitrín a tus amigas a su casa.
— Antes, sin embargo, es preciso que Vds. vean a Isabel, o que Isabel salude a Vds.
— ¿Ya te has enamorado de ella? Eres un veleta. No pienses en burlarte de esa muchacha también. Tráela aquí y la veremos.
— No. He pensado que debemos tomar algo y en la mesa nos reuniremos todos. El ambigú dicen que no es menos abundante que exquisito. ¿Qué te parece, Adela?
— Aprobado, contestó ésta alegre.
— Pero es el caso, dijo Leonardo, que si alguna de Vds. no me saca de apuros, no tendré con qué cubrir el gasto.
— Pues, ¿y las dos onzas de oro que te puse en el chaleco por la tarde cuando dormías la siesta? preguntó doña Rosa con seriedad.
— No he visto semejante dinero, mamá. Bien que si lo pusiste en la faltriquera del chaleco de esta mañana, allá en mi cuarto se quedó. Apenas tengo tres o cuatro pesos en este chaleco que me puse a la vuelta del paseo para venir al baile.
No hizo Leonardo esta explicación con la franqueza que solía; se puso colorado y titubeó varias veces. Lo advirtió su madre y le preguntó:
— ¿Por qué te has aparecido en el baile tan tarde? Creí que ya no venías, y eso que tú saliste de casa antes que nosotras. Quién sabe por donde has andado.
— Había reunión y piano en casa de las Gámez con motivo de ser el santo de Florencia…
— Ellas no vinieron contigo, que yo sepa. Tú no dices la verdad, Leonardo, lo conozco y de veras te digo que haces mal, muy mal. Yo soy tu mejor amiga, hijo, y tengo el desconsuelo de ver que cada día eres menos franco conmigo. Vamos al ambigú, añadió no poco desazonada; yo pago los costos y aquí tienes mi bolsa, que contiene unas seis onzas de oro.
Era de punto de seda roja, formando dos senos separados por un nudo o lazada en el medio, para dividir el oro entero del menudo y la plata. Se la sacó del seno, porque las señoras en esa época no usaban bolsillos en las faldas como al presente, sino que se colgaban la bolsa del cinto o cordón del traje casero. Leonardo recibió el dinero con las mejillas encendidas de la vergüenza, porque a la humillación de recibir dos veces la suma que había perdido al juego, se agregaban las mentiras conque había pretendido encubrir su falta. La madre, tal vez sin quererlo ni saberlo tampoco, había leído en el fondo de su alma como a través de un cristal. ¿Le servió eso de correctivo? No es tiempo todavía de examinarlo. Pero aquel incidente había pasado para el hijo y la madre no más, para la última ciertamente no en toda su genuina deformidad, pues puede decirse que sin conciencia de ello había puesto el dedo en la llaga. Del choque recibido trabajo le costó reponerse a Leonardo, quien dijo a su madre luego que se puso en pie y le tomó el brazo para conducirla a la sala del ambigú:
— ¿Y dónde quedaba papá?
— Quedaba en casa de don Joaquín Gómez, a donde han concurrido varios otros hacendados; entre ellos Samá, Martiartu, Mañero, Suárez Argudín, Lombillo, Laza…
— ¿No se sabe cuál es el objeto de semejante junta?
— El capitán Miranda no ha podido explicarlo, sin duda porque él mismo lo ignora; pero por lo poco que me dijo tu padre cuando salió de casa, saco en consecuencia que va a tratarse de las expediciones a la costa de África. Vives está ya cansado de las quejas de Tolmé y de las impertinencias de los jueces de la maldita comisión mixta, y ha hecho decir a Gómez por trasmano que procuren que las expediciones de bozales no desembarquen por los alrededores de La Habana. También llegó un expreso del Mariel, participando que se ha presentado un bergantín parecido al Veloz, que se esperaba con un buen cargamento, perseguido por un buque inglés.
— Tal vez lo ha apresado.
— ¿A la vista del torreón del Mariel? Sería demasiado atrevimiento. Con todo, esos ingleses protestantes se figuran que el mundo entero les pertenece, y no lo extrañaría. Si la expedición se pierde, tu padre pierde un pico regular. Es la primera que él emprende en sociedad con sus amigos de aquí por ser muy costosa. Cuando menos trae quinientos negros.
— ¿Quién mete a papá en tales trotes, al cabo de sus años?
— ¡Ay, hijo! ¿Echarías tú tanto lujo, ni gozarías de tantas comodidades, si tu padre dejase de trabajar? Las tablas y las tejas no hacían rico a nadie. ¿Qué negocio deja más ganancias que el de la trata? Di tú que si los egoístas ingleses no dieran en perseguirla como la persiguen en el día, por pura maldad, se entiende, pues ellos tienen muy pocos esclavos y cada vez tendrán menos, no había negocio mejor ni más bonito en qué emprender.
— Convenido, mas son tantos los riesgos, que quitan las ganas de emprender.
— ¿Los riesgos? No son muchos comparados con las ganancias que se obtienen. El costo total de la expedición del bergantín Veloz, por ejemplo, según me dijo tu padre, no ha pasado de 30,000 pesos, y como la empresa es de varios, su cuota fue de algunos miles de pesos solamente. Ahora bien, si se salva la expedición, ¿cuánto no le tocará?… Saca la cuenta. Pero aquí está Isabel.
Doña Rosa la recibió con los brazos abiertos; excepto Antonia, las hermanas de Leonardo con sinceras demostraciones de cariño; sobre todas. Adela la abrazó y besó repetidas veces. Era ésta la más joven, entusiasta y franca e Isabel la preferida de su hermano querido. Después de los saludos de costumbre y las quejas mutuas, juntas todas con las Gámez, llevando Leonardo, Meneses y Solfa cada uno dos mujeres del brazo, pasaron a la sala del ambigú, espléndidamente iluminada, al fondo del palacio. Eran muchos y no cabían en una sola mesa, por cuya razón ocuparon dos, aunque inmediata una de otra.
Señoras y caballeros tomaron gigote de pechuga de pavo, fiambre de esta ave, con rico jamón de Westfalia, algunos arroz y frijoles negros, ninguno vinos ni espíritus, todos café con leche para terminación de cena. Esta, conforme al precio usual de los platos pedidos en funciones semejantes, calculó Leonardo que no bajaría el costo de onza y media de oro, o veinticinco y medio duros, cuando menos. Deseoso de hacer alarde del dinero, sacando la bolsa de seda roja, preguntó al mozo blanco, que servía ambas mesas con destreza imponderable:
— ¿Cuánto es?
— Nada, contestó el hombre con la misma brevedad, a tiempo que formaba en el brazo izquierdo una torre de porcelana con los platos y tazas.
— ¿Cómo se entiende? repuso el joven asombrado. Pues ¿quién ha pagado por mí?
— Se conoce que Vd. no pertenece a la junta directiva, dijo el mozo con cierta impertinencia. La sociedad costea el ambigú de esta noche, y si yo fuese uno como hay muchos le hacía pasar a Vd. plaza de primo.
— ¡Ah! exclamó Leonardo, corrido como una mona y no poco mortificado.
Se puso en pie murmurando:
— Estos mozos españoles son a veces demasiado impertinentes.
Si él oyó o no, es cosa que no se sabe, aunque por la mirada de través que le echó al joven, parece que resonó en sus oídos lo de español e impertinente. Bien quisieran Adela y Florencia Gámez tomar parte en la siguiente danza, la primera hasta se lo indicó a su hermano; mas él se sonrió distraídamente y no contestó palabra.
Entre tanto doña Rosa dispuso que las niñas, según se expresó, pasaran al camarín a recoger sus mantas de seda. Al mismo tiempo los tres jóvenes bajaron al entresuelo a reclamar sus sombreros y bastones respectivos; pero tanto aquí como en el camarín, ya se habían adelantado otras muchas personas en demanda de sus prendas; de suerte que antes que obtuvieran las suyas nuestros conocidos, se pasó algún tiempo. Después bajó Leonardo al portal para prevenir a su calesero que estuviese listo.
De este intervalo se aprovecharon las más jóvenes de las señoritas para acercarse a los sitios en que se había armado la danza última, que dicen es la que mejor acompañan los músicos. No faltó quien las invitara, y ellas, en son de marcha, se pusieron a bailar con más gusto que nunca. Doña Rosa, Isabel, Antonia, la señora de Gámez y la mayor de sus hijas se sentaron en grupo a esperar la hora de la partida.
Pasada era la una de la madrugada. Cuando Leonardo descendía las escaleras de piedra del palacio de la Filarmónica, lo primero que hirió sus oídos fue el repiqueteo de las espuelas de plata de los caleseros en las sonoras piedras del portal, bailando el zapateo al son del tiple cubano. Tocaba uno, bailaban dos, haciendo uno de ellos de mujer; y de los demás, quiénes batían las palmas de las manos, quiénes golpeaban la dura losa con los puños de plata de los látigos, sin perder el compás ni cometer la más mínima disonancia. Algunos de ellos cantaban las décimas de los campesinos, anunciando por esto, por el baile y por el tiple que todos ellos eran criollos.
Aún aquí se habían adelantado muchas familias que se retiraban del baile lo más temprano posible; y eran de oírse los apellidos de las más distinguidas de La Habana repetidos de boca en boca, como ecos en escala, por todos los caleseros: — ¡Montalvo! gritaba una voz y Montalvo repetían veinte sucesivamente, hasta que se perdía a lo lejos o contestaba el llamado acercando el carruaje; en cuyo acto ocurrían algunos choques, no pocas peloteras entre los esclavos, más de un varapalo asestado por el dragón que mantenía el orden en la calle, todo esto acompañado del estallido de los látigos, del ruido de las ruedas, cual truenos lejanos, y de las patadas de los caballos en las chinas pelonas del pavimento. En medio de toda aquella batahola, no cesaba el clamor de los caleseros por el nombre de las familias a que pertenecían. A saber: ¡Peñalver! ¡Cárdenas! ¡O’Farril! ¡Fernandina! ¡Arcos! ¡Chacón! ¡Calvo! ¡Herrera! ¡Cadaval! repetido tantas veces cuantas era necesario para que llegara la palabra al calesero que se quería; el cual, después de todo, si no estaba a la cabeza de la fila que rodeaba la manzana, tenía que esperar a que le tocara su turno para mover el carruaje si no quería que el dragón de guardia le midiera las costillas con la vara de su lanza.
Apenas se pronunció el apellido de Gamboa, cesó el baile del zapateo, porque el tocador del agudo tiple no era otro que nuestro antiguo conocido Aponte. El triste esclavo se divertía al parecer con todas veras, o punteaba el instrumento primorosamente para distracción suya y de sus compañeros, porque pesaban sobre su espíritu, nada obtuso por cierto, dos amenazas terribles, la de su señorita por la tarde y la de su joven amo a las diez y media de la noche; y sabía, bien a su pesar, que ellos no olvidaban ni perdonaban faltas de sus esclavos. Pero si aquella era su suerte y no había remedio, ¿a qué apurarse ni afligirse anticipadamente? Así reflexionaba él, y así poco más o menos reflexionanban todos sus compañeros, a quienes Dios, en su santa merced, no había negado un alma pensante.
Acabada la junta de hacendados, don Joaquín Gómez puso su carruaje a la disposición de don Cándido Gamboa, para retirarse a su casa, como lo hizo, poco después de la media noche; con lo que éste pudo despachar el suyo a la familia en la Filarmónica, para que hiciera lo mismo cuando lo tuviera por conveniente. Mediante aquel refuerzo inesperado, las Gámez y su amiga Isabel pudieron trasladarse de una sola vez desde el baile a su morada a espaldas del convento de Santa Teresa, y enseguida la familia de Gamboa.
Metieron los caleseros sus respectivos quitrines en el zaguán, llevaron los caballos a la caballeriza en el traspatio, pusieron las monturas en sus burros, colgaron los arreos, libreas y sombreros en clavos fijos en la pared de un cuartucho; y por lo que hace a Aponte, acabado el trabajo, con la tarima a la espalda, cual Cristo con la cruz, volvía al zaguán para ver de descansar de las fatigas del día, durmiendo las pocas horas de la madrugada. Por entonces habían sonado las dos hacía rato en el reloj de la parroquia del Espíritu Santo. La luna menguante trasponía el tejado de la casa por el lado de la calle, cuya sombra ganaba la altura de la tapia divisoria entre ambos patios, de modo que reinaba oscuridad en el primero, aunque no tanta que no se viesen los bultos ni se reconociesen los rostros. De repente un hombre interceptó el paso de Aponte, quien levantó los ojos y vio que agitaba el látigo en la mano derecha. Se paró al instante, porque reconoció a su amo, el joven Gamboa.
— Suelta la tarima, le ordenó éste con voz bronca por la cólera; arrodíllate y quítate la camisa.
— Niño, ¿su merced me va a castigar? dijo el atribulado esclavo, ejecutando por parte lo que se le había ordenado.
— Vamos, despacha, agregó el amo acompañando a la vez el golpe, por la vía de apremio.
— Espere su merced, niño. ¿En qué le he faltado yo?
— ¡Ah! ¡Perro! ¿Y me lo preguntas? ¿No te dije que te iba a castigar porque no me esperaste como te mandé, en la esquina del convento?
— Sí, señor, niño; pero yo no tuve la culpa.
— ¿Pues quién la tuvo? Yo le probaré que cuando te mando una cosa la has de hacer o reventar.
Y sin más ni más empezaron a llover zurriagazos en las espaldas desnudas del infeliz esclavo. Se retorcía, porque los golpes los descargaba un brazo vigoroso, y decía: — Bueno está, mi amo (por basta). Por la niña Adela, mi amo. Por Señorita (como llamaban los criados a doña Rosa Sandoval de Gamboa), mi amito. Si yo pudiera decir la verdad, niño, su merced vería que no tuve yo la culpa. ¡Bueno está ya, niño Leonardito!
Pero aquella boca había callado, embargada por la cólera; aquel corazón se había vuelto de piedra; aquella alma había perdido el sentimiento; aquel brazo sólo parecía animado, de hierro, no se cansaba de descargar golpes. ¡Qué cansarse! los menudeaba cada vez con más furor, si no con más fuerza. Dormía ya don Cándido, cuando le despertaron asustados los estallidos del látigo y los lamentos del calesero.
— ¿Qué es eso? preguntó a su esposa.
— Nada, Leonardo que castiga a Aponte.
— Pero ¡qué escándalo! ¿Qué horas son éstas de castigar a los criados? Di a ese muchacho de Barrabás que pare la mano, o por Dios bendito…
— Acuéstate y duerme, repitió la mujer. Aponte está muy perro y necesita un buen castigo.
— Sí, mas estoy seguro que esta vez no ha cometido falta. Véase qué pasada le han jugado a tu hijo y ahora se la paga el pobre mulato.
— Tú no sabes lo que hizo por la tarde a las muchachas en la calle de la Muralla.
— Será así, pero que pare el muchacho la mano o me levanto y le rompo una costilla como me llamo Cándido. ¿Hase visto mayor desvergüenza?
Claro vio doña Rosa que por poco que continuasen el vapuleo, los clamores y las protestas de inocencia del calesero, se levantaba don Cándido y hacía una de las suyas, pues a la natural rudeza de quien no había recibido educación, agregaba un carácter violento, se asomó al postigo de la ventana de su alcoba y dijo: — Leonardo, basta.
Esto fue lo suficiente. Bien que ya era tiempo de que el joven hubiese desfogado la cólera que le dominaba, o de que se le desmayase el vigor.
Después de eso, ¿cuál de los dos, la víctima o el verdugo, encontró primero reposo en la cama? Mejor dicho ¿qué pasaba por el alma del amo cuando se echó en la suya? ¿Qué por el alma del esclavo cuando se desplomó en la rígida tarima? Difícil es que lo expliquen los que no han sido una ni otra cosa, e imposible que lo entiendan en toda su fuerza, aquéllos que no han vivido jamás en un país de esclavos.
Capítulo VI
— ¿Qué dirá? — ¿Cómo se llama?
— El Condenado. — ¿De dónde procede?
— De Sarrapatán. — ¿Qué carga trae?
— Sacos vacíos. — ¿Cómo se llama el capitán?
— Don Guindo Cerezo.
de la Habana.
COMO ES DE SUPONER, a las nueve de la mañana del día después del baile en la Filarmónica, con dos excepciones, todo el mundo dormía en casa de Gamboa. Hablamos aquí del mundo de los amos, en cuyo número no entraban los ocho o nueve criados de la familia, porque éstos desde el amanecer debían estar en pie, desempeñando las obligaciones cotidianas, no embargante el cómo habían pasado la noche.
Don Cándido, a pesar del poco dormir y de los graves pensamientos que le ocupaban a consecuencia de lo ocurrido en la junta en casa de don Joaquín Gómez, se levantó temprano y salió a la calle a pie, por pura impaciencia de carácter.
Su esposa, algo más tarde, tomaba café con leche muellemente arrellanada en uno de los sillones del comedor.
No carecía de objeto el sentarse doña Rosa todas las mañanas en ese sitio. Registrábase desde allí el interior de la casa, y se veía si las lavanderas preparaban la lejía para el lavado de la ropa, o el brasero con carbón vegetal para el aplanchado desde temprano; si las costureras, en vez de ponerse a coser las esquifaciones, perdían el tiempo en conversaciones con los otros siervos; si los caleseros lavaban los carruajes, daban sebo y limpiaban las correas de las monturas; si Aponte volvía temprano o tarde de bañar los caballos, lo que probaba que había ido al muelle de Luz o a la Punta, más distante; si Pío, el anciano calesero de Gamboa, hacía zapatos de mujer en el zaguán para uso de las criadas de la casa y a veces hasta para las amas, al mismo tiempo que desempeñaba el oficio de portero, cuando no tenía que ponerle el carruaje a su amo; por último, si el cocinero, negro de aire aristocrático, bien hablado y racional, según dicen los esclavistas, había ido o no de madrugada al mercado inmediato de la Plaza Vieja, en busca de las vituallas y hortalizas que se le habían encargado la noche anterior.
Era éste el que más madrugaba en la casa. Debía hacer el fuego y preparar el café con leche, a fin de que Tirso y Dolores pudieran servirlo tan luego como despertaran los amos. No siempre despachaba el cocinero el mercado a la misma hora, ni en breve tiempo, aun cuando la Plaza Vieja distaba poco de la casa de Gamboa. En la madrugada de que hablamos ahora, por ejemplo, salió para allá demasiado temprano. Pero andando en esa dirección con el farolito en una mano, según estaba mandado por las Ordenanzas municipales desde los tiempos de Someruelos, y un canasto en la otra, sonó el cañonazo de las cuatro, el capitán de llaves abrió las puertas de la muralla y al silencio mortal de la ciudad se sucedieron el tumulto y toda clase de ruidos tan disonantes como desapacibles.
A la vuelta del mercado había siempre ajuste de cuentas del cocinero con su ama, regaños y amenazas de castigo por el precio de las carnes, por su calidad y aun peso; porque en vez de pollos trajo gallinas, por la hortaliza, pues en vez de habichuelas trajo guisantes, y berros por lechuga, o viceversa. Porque es condición del esclavo no acertar nunca a complacer a sus amos. Para doña Rosa, en suma, siempre había motivo de queja; su cocinero pecaba a menudo por torpe, por malicia o por descuido.
— Dionisio, ¿no te encargué pollos tiernos? decía ella levantando del canasto el par de aves atadas fuertemente por los pies, ¿por qué me has traído gallinas? Tu amo no come sino pollos.
— Son pollonas, señorita, contestaba el cocinero; lo que tiene es que están gordas y parecen gallinas hechas. También no se encuentran pollos en la plaza.
— No me vengas con esas, Dionisio, que no soy boba ni nací ayer. Si tú sabes mucho, yo sé más. Vamos, ¿cuánto te costaron?
— Dos pesos, señorita. Las aves están caras ahora.
— ¡Ave María Purísima! ¿A que se las compraste a tu carabela, la negra lucumí más carera de la plaza?
— No, señorita, se las compré a un placero del campo. Mírelas su merced bien, todavía tienen las plumas sucias de tierra colorada.
— Esa no es prueba, Dionisio, porque bien pudo tu comadre dejarles la tierra para hacer creer que eran frescas del campo, y no de segunda mano.
— Señorita, la morena de los pollos no es mi comadre ni mi carabela tampoco. Ella es de nación.
— Yo sé lo que me digo, Dionisio, y no vengas tú a corregirme la plana. Si tú tienes leyes, yo sé a dónde se enderezan a los doctores como tú. Ahí está la maestranza de artillería33 ahí está el Vedado.34 No cuesta nada un curso de derecho en esos lugares. ¡Eh! Conque ande Vd. listo, taita Dionisio. Lo que no quiero es que Vd. se festeje ni festeje a sus comadres con mi dinero.
Al buen callar llaman Sancho, y por dolorosa experiencia de largos treinta años de esclavitud, sabía bien Dionisio que debía guardar silencio desde el punto en que sus amos empezaban a tratarle de Vd. Aquella era señal segura de que subía la marea de la cólera. Se aproximaba la tempestad y en breve estallaría el rayo. En tal virtud, el cocinero recogió a toda prisa los avíos de la comida y se refugió en su cocina, como buen piloto que busca abrigo temporal en el primer puerto que le depara el cielo.
Este esclavo había nacido y se había criado en Jaruco, en el palacio de los condes de ese título. Sabía leer y escribir casi por intuición, dones adquiridos que le revestían de mérito extraordinario a los ojos de sus compañeros de esclavitud, mucho más ignorantes que él, en general, bajo esos respectos. Era aficionadísimo al baile, gran bailador de minué, que aprendió en las suntuosas fiestas de sus amos, pues en su calidad de paje, que fue su empleo primitivo, siempre estaba en contacto con ellos; y allí conoció a la después Condesa de Merlín, a varios Capitanes Generales, al primer conde de Barreto y a otras notabilidades de Cuba, de España y del extranjero, por ejemplo, a Luis Felipe de Orleans, después rey de los franceses.
A poder de tiempo, de industria y de economía, viviendo entre gente rica y rumbosa, que visitaban personajes notables, logró Dionisio reunir dinero suficiente para coartarse, quiere decir, para fijar el precio en que se le vendería, si lo vendían, dando a su amo diez y ocho onzas de oro, o 306 duros. Sacáronle, sin embargo, a remate junto con otros varios esclavos, por ante el Escribano público don José Salinas, a la muerte del Conde, para cubrir las grandes costas que ocasionaron su testamentaría y división de bienes. La habilidad de Dionisio en la cocina y la repostería, a que le aplicaron apenas llegó a la virilidad, le daba más valor en el mercado que a los otros esclavos sin oficio; de consiguiente, la coartación sólo le sirvió para que le vendieran en 500 pesos, en vez de los 800 en que le estimó el amo cuando le aceptó la suma arriba mencionada. En el lote, don Cándido le obtuvo por menos de los 500 pesos en que quedó coartado, aunque él no fue el mejor postor; pero supo untarle en tiempo la mano al oficial de causas, y no aparecieron las otras pujas. De dos graves faltas adolecía Dionisio, graves por su triste condición: era la una su afición a las mujeres; la otra ya se ha dicho, su afición al baile propio de los blancos.
Dadas las 9 de la mañana, entró don Cándido Gamboa por el zaguán de su casa. Parecía cariacontecido, cansado y sudoso, no ya por el calor, que no dejaba de sentirse, aunque estábamos a fines de octubre, sino por la agitación de las primeras horas del día y los pensamientos que ocupaban su espíritu. Sin reparar en su esposa, que inquieta le aguardaba junto a la mesa del comedor, puesta ya para el almuerzo por el ágil Tirso, de la calle pasó derecho al escritorio, donde estaba el Mayordomo don Melitón Reventos encaramado en el banquillo, con la pluma detrás de la oreja y de codos en la carpeta, meditando sobre un pliego de papel español, escrito en renglones desiguales, a manera de versos de arte mayor, que tenía delante.
— ¿Qué hace? le preguntó entrando don Cándido, sin darle los buenos días, acaso porque aquél era uno de los peores de su vida.
— Hacía el apunte de los efectos que ordena el Mayordomo de La Tinaja para la próxima molienda, y miraba si se me había escapado algo. El patrón Sierra estuvo aquí y dijo que salía…
— Deje Vd. eso de la mano, que no precisa, y vamos a lo que importa. Reventos, ahora mismo se pone Vd. la chaqueta y se va corriendito al baratillo de Suárez Argudín en el portal del Rosario, y recoge Vd. cuantas camisas de listado y pantalones de rusia tenga hechos, y le dice Vd. que los cargue en cuenta. Probable es que no tenga cuanto se necesita, 400 mudas; pero él puede completar el número en los otros baratillos de los paisanos. Mas en caso que ni así se consigan todas, 300, 250, 200, las que se puedan… ¿Qué remedio? Si no salvamos tantos, salvamos cuantos.
— ¿Cuántos qué? preguntó Reventos, demasiado curioso para dejarlo para luego.
— Bultos, hombre, bultos, repuso brevente don Cándido. ¿No sabe Vd. que ha llegado el Veloz?
— ¿Sí? A fe que no lo sabía.
— Pues ha llegado, mejor dicho, lo han traído al puerto. El número fijo a bordo no se sabe todavía. Las escotillas están clavadas, y dice el Capitán Carricarte que, aunque embarcó sobre 500, con el largo viaje y la atroz caza que le han dado los ingleses, se le han muerto algunos y tenido que echar al agua… muchos, vamos, la broza por fortuna. ¿Está Vd.? Ahora bien, tome las mudas de ropa, forme tres o cuatro líos, según; los conduce Vd. en un carretón al muelle de Caballería, frente a Casa Blanca, y se los entrega al patrón del guadaño Flor de Regla. Vd. le conoce. Bien, le entrega Vd. todo, que él está ya avisado y sabe a dónde ha de llevarse eso. Vd. le acompaña, pues que conoce al contador. ¡Eh! conque al avío. Se le guardará a Vd. el almuerzo si no da la vuelta en tiempo. De cualquier modo, la ropa debe estar a bordo antes de las once. ¿Lo oye Vd.?
El Mayodomo ido, de seguidas entró doña Rosa en el escritorio. Se paseaba su marido arriba y abajo agitado; mas al verla se detuvo por un instante esperando la pregunta, que, en efecto, no tardó ella en dirigirle: — ¿Qué ocurre, Gamboa? Ahí va Reventos que se desnuca y tú aquí inquieto. Di, por caridad, ¿qué pasa?
— Lo de siempre, hija; que si seguimos como vamos, todavía los pícaros de los ingleses han de causar la ruina de este hermoso florón de S. M. C. el rey, que Dios guarde.
— No me digas.
— Como lo oyes, porque si los ingleses no nos dejan importar los brazos que nos hacen tan suma falta, no sé con qué ni cómo vamos a elaborar el azúcar. Sí, esto se lo lleva Barrabás, no me canso de decirlo.
— Tal es mi tema, Cándido; pero al grano.
— Al grano. Esta mañana a las siete señaló el Morro buque inglés de guerra a sotavento. Nos hallábamos en el muelle varios: Gómez, Azopardo, Samá, en fin, casi todos los de la junta de anoche. A poco el Morro señaló presa y media hora después se presentó en la boca del puerto la corbeta inglesa Perla, su comandante el Lord Pege o Pegete, según nos dijeron después los que desde la Punta oyeron la contestación que dio el práctico al vigía de señales.35 ¿Cuál te figuras que era la presa?
— ¿El bergantín Veloz?
— El mismo, Rosa; con casi todo el cargamento a bordo.
— Luego se ha salvado el cargamento. ¡Qué bueno!
— ¿Salvado? repitió don Cándido con amargo acento. Pluguiera a Dios. Desde el punto que nuestro bello bergantín entra aquí como presa…
— Están perdido barco y cargamento, ¿no? ¡Sería una gran desgracia!
— Lo que es perderse todo no será si los que estamos interesados en la salvación de una cosa y otra no nos dormimos en las pajas. Por lo pronto, los pasos que se han dado y que se darán más adelante nos hacen abrigar la esperanza de que cuando no todos los bultos, al menos las dos terceras partes lograremos arrancarlos de las garras de los ingleses. ¿Has de creer, Rosa, que a veces se me figura que más dolor me causaría la pérdida del bergantín que la del cargamento, aunque es el más valioso de cuantos ha traído del África, según la factura del Capitán Carricarte? Pues no te quepa duda ninguna. Con mi bergantín se pueden traer con seguridad y en corto tiempo no uno, sino varios cargamentos, y no hay muchos como él. Habrá tres años que se lo compré a Didier, de Baltimore, y ya ha dado cuatro viajes felices al África. Este era el quinto viaje y ya me he reembolsado tres veces de su costo. Admírate, Rosa, salió de Casa Blanca… ¿te acuerdas? a mediados de julio y a los cuatro meses no cabales ha dado la vuelta. Eso se llama andar. ¿Quién negará ahora que es el más velero de cuantos se emplean en la carrera al presente? Ahí están el Feliz, de Zuaznávar; la Vencedora, de Abarzusa; la Venus, de Martínez; la Nueva Amable Salomé de Carballo; el Veterano de Gómez, y muchos otros de fama. ¿Qué son en comparación de mi Veloz? Potalas, urcas. Sí, sentiría mucho perderlo; no por el dinero, aunque no son un grano de anís los diez mil pesos que di por él, sino porque difícilmente se construye buque de más pies.
— ¡Ah! Cándido, no te hagas ilusiones. Tú y tus amigos abrigan esperanzas, yo no. Cuando los ingleses agarran, no sueltan, tenlo por seguro. Cada vez me parecen más odiosos esos judíos protestantes. Vea Vd. ¿quién los mete en lo que no les va ni les viene? Yo me hago los sesos agua y no atino a comprender por qué se ha de oponer Inglaterra a que nosotros traigamos salvajes de Guinea. ¿Por qué no se opone también a que se traiga de España aceite, pasas y vinos? Pues hallo más humanitario traer salvajes para convertirlos en cristianos y hombres que vinos y esas cosas que sólo sirven para satisfacer la gula y los vicios.
— Rosa, los enemigos de nuestra prosperidad, quiero decir, los ingleses, no entienden esa filosofía, no la quieren entender tampoco; de otra manera tendrían más miramientos con nosotros los vasallos de una nación amiga y en otro tiempo aliada de la suya. Pero yo no les echo toda la culpa a ellos, a quienes culpo principalmente es a los que aconsejaron a nuestro augusto soberano don Fernando VII celebrar el tratado de 1817 con Inglaterra. Aquí está el mal. Por la miserable suma de 500,000 libras esterlinas los indiscretos consejeros del mejor de los monarcas concedieron a la pérfida Albión el derecho de visita de nuestros buques mercantes y de insultar, como insulta un día con otro, impunemente, el sagrado pabellón de la que no ha mucho fue señora de los mares y dueña de dos mundos. ¡Qué vergüenza! No sé cómo toleramos… Mas al caso, Rosa. Como te decía, la llamada repentina de Gómez ayer tardecita tuvo por objeto oír la historia de lo ocurrido con el Veloz, de boca del capitán Carricarte, que llegó a revienta cinchas del Mariel, y ver lo que se hacía por si era posible jugarle una buena a los ingleses; porque tú sabes que, hecha la ley, hecha la trampa. Cuando llegué a casa de Gómez, que serían cerca de las ocho…
— ¿Cómo así? le interrumpió su mujer. Tú saliste de acá antes de las siete. ¿En qué te demoraste? ¿Cómo echaste más de una hora en ir a casa de Gómez?
— No me demoré en ninguna parte, no; repuso el marido, visiblemente embarazado. ¿Dije que serían cerca de las ocho? Pues cuenta que quise decir poco después de las siete, a las siete y cuarto, a las siete y media… La hora precisa no importa.
Parecía que no importaba; pero no dejó de llamar la atención de doña Rosa, que, yendo en carruaje su marido, para trasladarse de la esquina de la calle de San Ignacio y Luz, donde vivía, al extremo de la de Cuba, hacia el norte, donde se celebró la reunión, echase una hora, cuando esta distancia puede recorrerse a pie en la mitad de ese tiempo descansadamente. Natural fue que Doña Rosa, que parece no las tenía todas consigo, en tratándose de la lealtad conyugal de su marido, se callase, es cierto, mas a todas luces perdió el entusiasmo, y con éste el interés en lo que pensaba hacerse para salvar la presa y su cargamento. Advirtiéndolo don Cándido, pues harto conocía a su mujer, diose una palmada en la frente y dijo:
— ¡Tate! me dilaté porque tuve que ver si Madrazo, el cual vive frente a Santa Catalina, era o no de la junta o le habían avisado. El Capitán Miranda puede decir la hora a que llegué a casa de Gómez. Esa fue la única parada que hice en el camino. Pío también es testigo. Vamos ahora al caso. Como te decía, cuando llegué a casa de Gómez, que tú sabes está allá lejos, frente a la muralla, encontré toda la gente reunida. Madrazo fue conmigo, Mañero entró después. Samá, Martiartu, Abrisqueta, Suárez Argudín y La Hera, sobrino de Lombillo, porque el tío había ido de carrera a su cafetal La Tentativa en la Puerta de la Güira; Martínez, Carballo, Azopardo y otros varios que, si bien no inmediatamente interesados en el cargamento del Veloz, como principales importadores que son de esclavos, deseaban informarse a fondo de lo ocurrido en el Mariel y de cómo nosotros pensábamos sacar el caballo del atolladero. Carricarte se mudaba de ropa en los entresuelos de la casa de Gómez, y bajó así que todos estábamos reunidos. Formábamos una corte regular en la sala baja. Depositó el Capitán unos papeles en la mesa del centro, y luego, sin más ceremonia, comenzó la relación de lo que le había pasado desde las costas de África hasta las de nuestra Isla. Dice que desde que salió de Gallinas, a fines de setiembre, navegó de bolina y mar bonancible hasta reconocer a Puerto Rico. Allí, sin embargo, una vela sospechosa por sotavento le hizo variar de rumbo. Durante la noche, siempre con viento fresco, volvió a su derrota, esperando avistar el Pan de Matanzas el día siguiente por la tarde. Hacia el oscurecer, en efecto, le avistó; pero la misma vela de antes se le presentó en lo más estrecho del canal de Bahama, empezando desde luego la caza. Dice Carricarte que su primera intención fue entrar en Arcos de Canasí. No fue posible: el crucero inglés, porque resultó serlo, como que llevaba la línea recta y más inmediata a la costa de Cuba, a pesar de los buenos pies del bergantín, siempre se presentaba a su costado, mayormente a la altura de las Tetas de Camarioca. Cerró la noche de nuevo, el Veloz se hizo mar a fuera y luego viró con ánimo de meterse en Cojímar, en Jaimanitas, en Banes, en el Mariel, en Cabañas, en el primer puerto sobre el cual le amaneciese. Aflojó el viento, por desgracia el terral le fue contrario, así que, cuando tornó a dar vista a la tierra, ya asomaba el sol y el crucero amagaba ganarle el barlovento. Vio entonces Carricarte que no podía escapar sino a milagros, por lo que resolvió jugar el todo por el todo. Dio orden, pues, de despejar el puente, a fin de facilitar la maniobra y aligerar el buque lo que se pudiese, y como lo dijo lo hizo. En un santiamén fueron al mar los cascos del agua de repuesto, no poca jarcia y los fardos que había sobre cubierta…
— ¿Los bozales quieres decir? ¡Qué horror! exclamó doña Rosa, llevándose ambas manos a la cabeza.
— Pues es claro, continuó Gamboa imperturbable. ¿Tú no ves que por salvar 80 ó 100 fardos iba a exponer su libertad el Capitán, la de la marinería y la del resto del cargamento, que era triple mayor en número? El obró arreglado a sus instrucciones: salvar el barco y los papeles a toda costa. Además, había que despejar el puente y aligerar, como te he dicho. No había tiempo que perder. ¡Pues no faltaba otra cosa! Eso sí, dice Carricarte, y yo lo creo, porque él es mozo honrado y a carta cabal, que en la hora del mayor peligro sólo tenía sobre cubierta los muy enfermos, los enclenques, aquéllos que de todos modos morirían, mucho más pronto si los volvían al sollado donde estaban como sardinas, porque fue preciso clavar las escotillas.
— ¡Las escotillas! repitió doña Rosa. Es decir, las tapas de la bodega del buque. De manera que los de abajo a estas horas han muerto sofocados. ¡Pobrecitos!
— ¡Ca! dijo don Cándido con el más exquisito desprecio. Nada de eso, mujer. Sobre que voy creyendo que tú te has figurado que los sacos de carbón sienten y padecen como nosotros. No hay tal. Vamos, dime, ¿cómo viven allá en su tierra? En cuevas o pantanos. Y ¿qué aire respiran en esos lugares? Ninguno, o aire mefítico. ¿Y sabes cómo vienen? Barajados, quiere decir, sentados uno dentro de las piernas de otro, en dos hileras sucesivas, cosa de dejar calle en el medio y poder pasarles el alimento y el agua. Y no se mueren por eso. A casi todos hay que ponerles grillos, y a no pocos es fuerza meterlos en barras.
— ¿Qué son barras, Cándido?
— ¡Toma! ¿Ahora te desayunas? El cepo, mujer.
— No me quedaba que oír.
— A todo esto y mucho más da lugar la persecución arbitraria de los ingleses. El único sentimiento de Carricarte ahora es que con el afán y la precipitación de limpiar el puente, echaron al agua los marineros una muleque de 12 años, muy graciosa, que ya repetía palabras en español y que le dio el rey de Gotto a cambio de un cuñete de salchichas de Vich y dos muleques de 7 a 8 años que le regaló la reina del propio lugar por un pan de azúcar y una caja de té para su mesa privada.
— ¡Ángeles de Dios! volvió a exclamar doña Rosa sin poder contenerse. Y reflexionando que acaso no estaban bautizados, añadió: de todos modos, esas almas…
— Y dale con creer que los fardos de África tienen alma y que son ángeles. Esas son blasfemias, Rosa; la interrumpió el marido con brusquedad. Pues de ahí nace el error de ciertas gentes… Cuando el mundo se persuada que los negros son animales y no hombres, entonces acabará uno de los motivos que alegan los ingleses para perseguir la trata de África. Cosa semejante ocurre en España con el tabaco: prohíben su tráfico, y los que viven de eso, cuando se ven apurados por los carabineros, sueltan la carga y escapan con el pellejo y el caballo. ¿Crees tú que el tabaco tiene alma? Hazte cuenta que no hay diferencia entre un tercio y un negro, al menos en cuanto a sentir.
No había similitud ninguna en el ejemplo aducido, tampoco tiempo para discutir, porque en aquella sazón se presentó Tirso en la puerta del escritorio y dijo que el almuerzo estaba listo. Eran las diez y media de la mañana; por donde se ve claro que la conversación de don Cándido con su mujer había durado largo tiempo; y, sin embargo, no le había dicho los medios de que pensaba valerse para arrancar el Veloz y la mayor parte de la carga, compuesta de seres humanos, diga él lo que quiera, de las garras de los testarudos ingleses.
Capítulo VII
PASEÁBASE DON CÁNDIDO GAMBOA largo rato hacía en su escritorio, después de levantado el mantel del almuerzo, cuando entró su Mayordomo don Melitón Reventos. Venía con la cara hecha un ascua por el calor del día, las carreras desde temprano, y la satisfacción que experimentaba y que se le conocía por encima del pelo de la ropa. De modo que, advirtiéndolo el amo, paró los paseos, se quitó el tabaco de la boca y se apoyó de espaldas contra la carpeta, a fin de escuchar a sus anchas la relación de las diligencias practicadas en los baratillos y el puerto. Hasta doña Rosa, cuyo interés en el asunto cedía tan sólo ante el de su marido, acudió ganosa al escritorio; y entre los tres personajes tuvo lugar la siguiente escena.
No venía, sin embargo, dispuesto don Melitón a satisfacer de plano la ansiedad de sus señores. Creía, por el contrario, que acababa de vencer una gran dificultad, mas que había alcanzado una hazaña; y, como hombre de poco seso, se daba importancia inmerecida. Después de ir y venir arriba y abajo del escritorio recogiendo papeles, arreglando las plumas de ave en el tintero, abriendo y cerrando gavetas, se volvió para don Cándido y su esposa, que seguían sus movimientos, no poco disgustados, y dijo:
— ¡Qué calor! ¿eh?
Ninguno de sus oyentes le replicó palabra, y él continuó muy satisfecho:
— Vea Vd. en Gijón. Por este mismo tiempo empieza a soplar un airecillo, que ya… Es preciso abrigarse, so pena de coger un costipado…pero esta Isla se ha hecho para los negros. Bien pudo el señor don Cristóbal haberla descubierto en otra parte, donde no hubiese tanto calor. Porque, pongo por caso, llega aquí un mozo de Castilla, o de Santander, llega robusto, con unos cachetes que parecen dos cerezas, vamos, rozagante, fuerte como un toro, y en menos de seis meses, si escapa con vida del vómito,36 se queda escueto y desmazalado por el resto de su vida. ¡Qué tierra ésta! Sí, ¡digo a Vd. que es ésta mucha tierra!
En estos momentos sus ojos tropezaron con los de don Cándido y doña Rosa que le miraban de hito en hito, y, cual si volviera en su acuerdo, agregó en diferente tono:
— Pues, señor, me parece, sí, me parece que todo ha salido a pedir de boca.
— ¡Acabáramos! dijo don Cándido respirando fuerte.
— Allá iba, prosiguió don Melitón, respondiendo antes a la intención que a la palabra de Gamboa. Allá iba, pero Vd. me conoce, señor don Cándido, y sabe que yo no soy escopeta catalana.
— No tiene Vd. que repetirlo, replicó don Cándido con énfasis.
— Al caso, terció doña Rosa en tono blando, pues conoció que iba a armarse una disputa interminable.
— Al caso, repitió el Mayordomo, entonces más en caja. Pues como decía, ha salido la cosa mejor de lo que esperábamos. Marché, ¿qué digo? partí como una saeta para el portal del Rosario y me entré de rondón en el baratillo de don José a pesar que el mozo de las vidrieras, en el portal, lo mismo que los otros dos detrás de los mostradores dentro, creyendo que iba a comprarles la tienda en peso, me tira éste del brazo, aquél de la chaqueta… Vd. sabe que ellos son bromistas y más pillos, que ya…
— Lo que sé, repuso don Cándido molesto, es que Vd. gasta una pachorra…
— Pues decía, continuó como si no hubiese oído a su amo, que me costó algún trabajillo deshacerme de esos bellacos. ¿Dónde está don José? pregunté a don Liberato. Quiero ver a don José. Traigo un recado urgente para él. ¡Chite! me dijo el mozo; ahora está muy entretenido para que Vd. le vea. Venga acá, y me llevó por la mano a la puerta del patio, y agregó: — Véale. En efecto, muy acicalado estaba y arrimadito a la pared, en interesante conversación por señas y medias palabras, con la sombra de una mujer que se entreveía a través de las persianas del balcón en el principal de la casa. Sólo vi dos ojazos como dos carbones encendidos y la punta de unos deditos de rosa asomándose de cuando en cuando por entre los listoncillos verdes. ¿Qué significa eso? pregunté a don Liberato. ¿No lo entiende Vd.? me contestó. Nuestro don José que se aprovecha de la ausencia del paisano y amigo en el campo para camelarle la hermosa dama.
Don Cándido y doña Rosa cambiaron una mirada de inteligencia y de asombro, y el primero dijo:
— Don Melitón de mis culpas ¿qué tenemos que hacer nosotros con un cuento con todos los visos de calumnia?
— ¡Calumnia! repitió el Mayordomo serio. Pluguiera al cielo. Nada de eso; ya verá Vd. mis trabajos, ya. No se puede negar que es el más buen mozo que ha salido de Asturias. Y su pico de oro, porque sabe hablar, que ya… Es cosa notoria que ahora años, cuando el sistema constitucional, le comparaban con el divino Argüelles, y una vez le pasearon en triunfo en esos mismos portales de la Plaza Vieja. Y, con perdón de la señora doña Rosa, todo eso le peta mucho a las mujeres, y la Gabriela que es joven y bella… ya, ya. La intención, las ausencias del marido, las galanterías, el diablo que nunca duerme…
— Don Melitón, saltó otra vez Gamboa muy molesto, ¿de quién nos habla Vd.?
— ¡Toma! Pues creía que me estaba Vd. atento. Le hablo de don José, mi paisano, y de la Gabriela Arenas. No parece hija del país por lo blanca y rosada.
Doña Rosa, que era criolla y que no lo tenía a menos, se sonrió al oír la grosería de su Mayordomo, el cual prosiguió:
— Pues el señor don José ni me hizo caso, sino que le dijo de muy mal humor a don Liberato: — despache Vd. a ese mozo y no permita que me molesten. Al punto nos pusimos a revolver los entrepaños y las cajas, y con mucho trabajo conseguimos tres líos de mudas de ropa, de 50 pares cada uno. No era bastante. Corrí al baratillo de Mañero, donde sólo había 30 mudas. Sabe Vd. que por esta época empiezan las refacciones de los ingenios, según se dice aquí. Los que se proveen por tierra, se adelantan hasta dos meses. Las carretas echan semanas en andar cualquier distancia, con que escasea la ropa hecha de los esclavos. Pues como decía, del baratillo de Mañero pasé al del vizcaíno ese… Martiartu, donde Aldama estuvo de mozo. Ahí conseguí 60 mudas más, y por no perder tiempo y porque juzgué que serían suficientes, llamé a un carretonero, cargué con todos los bultos y andando, andando para el muelle de Caballería, hice cinco líos, los até con unos cordeles, y al avío… Pero cate Vd. que al pasar por delante de la casilla del resguardo, sale el hombre y detiene la mula por la brida. — ¿Cómo se entiende? ¿Qué hace Vd.? le grité encolerizado. — Se entiende, me dijo él con mucha sorna, que si Vd. no trae guía, para embarcar estos efectos, yo no los dejo pasar. — Guía, guía, le dije. ¿Para qué diablos ese requisito? Estos líos no son para embarcar a ninguna parte. Son esquifaciones. — Sean lo que fueren, prosiguió el hombre sin soltar la presa. La guía al canto o no hay paso. — ¿Qué quería Vd. que hiciera en semejante aprieto? Eran pasadas las once. Ya había oído yo el reloj de la Aduana. Me registré los bolsillos, encontré un dobloncejo de a dos, le saqué, se lo puse en la mano al carabinero, diciéndole: Vaya la guía, hombre; y sin más ni más soltó las bridas y dio paso franco. La cara del rey posee magia.
— Eso es, dijo don Cándido en tono de aprobación.
— Pues es claro, añadió el Mayordomo satisfecho. Para ciertas gentes no hay mejor lenguaje. Mas aquí no pararon mis trabajos. Llegados al muelle, allí estaba el botero. ¿Sabe Vd. que el hombre es listo? En un santiamén descargamos el carretón y luego dimos con los líos en el bote. Tomé el timón bajo la carroza, y a viaje. Viramos, y en poco más que lo cuento nos pusimos en Casa Blanca, a vela y remo. Opuesto estaba el famoso bergantín sobre las anclas y con la proa para Regla, tan ufano y orgulloso cual si libre cortara las aguas del océano y no se hallara cautivo de los perros ingleses. En la cubierta se paseaban varios soldados de marina; algunos de los cuales me pareció que no era de los nuestros; pero alcancé a ver el cocinero Felipillo hacia popa, quien no tardó en conocerme y hacerme señas de que no atracara por el costado de estribor, sino por el de babor, hacia la parte de tierra. Así se hizo, corriendo a un largo la vuelta de Triscornia y luego virando por redondo a ganar la popa del bergantín, bajo la cual nos acoramos, y como quien no quiere la cosa, bonitamente fuimos metiendo lío tras lío por un ventanillo, donde el cocinero los recibía con toda seguridad.
— ¡Vamos! exclamó don Cándido en un arranque de entusiasmo, rarísimo en sujeto tan grave. Esa sí que estuvo buena. ¡Magnífico!, don Melitón. Ya se puede dar por seguro que al menos se salvará una buena parte del cargamento y habrá para cubrir los gastos. No todo se ha perdido. Hecho, hecho.
Bien quisiera doña Rosa participar de la alegría y entusiasmo de su marido; pero sucedía que ella no entendía jota del bien que pudiera traer a la salvación del cargamento del bergantín Veloz, el hecho de haber introducido a hurtadillas por un ventanillo de popa, las mudas de ropa nueva compradas por don Melitón en los baratillos de los portales de la Plaza Vieja. Así es que se contentó con mirar primero a uno y luego al otro de sus interlocutores, como si les pidiera una explicación. Entendiolo así Gamboa, porque continuó con la misma animación:
— Ciego el que no ve en día tan claro. Rosa, ¿no comprendes que si vestimos de limpio los bultos pueden pasar por ladinos, venidos de… de Puerto Rico, de cualquier parte, menos de África? ¿Estás? No todo se ha de decir. Estos son secretos… porque… hecha la ley, hecha la trampa. Reventos, agregó con volubilidad, que le den de almorzar. Rosa, a Tirso que le sirva el almuerzo… Debe traer hambre canina, y además, quizás tenga que volver a salir. Por lo que a mí toca, a la una debo estar en casa de Gómez, quien me espera en compañía de Madrazo, de Mañero… Vaya (empujando suavemente por el hombro a su Mayordomo), despache.
— Corriendito, contestó él. No necesito que me rueguen. Apuradamente, tengo un hambre que ya… ¿Pues no ando de ceca en meca desde las nueve de la mañana? Ya, ya… Se la doy al más pintado. Lo extraño sería que no sintiese una gazuza, que ya…
Hacia el medio día don Cándido, que había hecho venir al barbero para que le afeitase, estaba listo para salir, y el quitrín le esperaba a la puerta. Antonia, su hija mayor, le puso la corbata blanca con puntas bordadas y colgantes, untándole aceite de Macastar, de olor fuerte, especie de esencia de clavo, muy generalizado entonces, y peinándole a la Napoleón, es decir, con la punta del pelo traída sobre la frente hasta tocar casi la unión de las cejas y la nariz. Adela le trajo la caña de Indias con puño de oro y regatón de plata, y Tirso, que andaba por allí, viéndole desdoblar la gran vejiga de los cigarros, le acercó el braserillo. De seguidas, medio envuelto en la nube azulosa de su exquisito habano, sin sonreírse ni decir palabra a ninguno de su familia, salió con aire majestuoso por el zaguán a la calle y se metió en el carruaje.
— ¡A la Punta! fue lo único que dijo en su voz bronca al viejo calesero Pío.
No era un enigma este brevísimo lenguaje para el anciano calesero. Significaba que debía dirigirse al trote a casa de don Joaquín Gómez, que entonces vivía en aquel pedazo de calle frente a una cortina de la muralla que da hacia la entrada del puerto.
Allí esperaban el amo de la casa, el hacendado Madrazo y el comerciante Mañero. Este último era el más inteligente de los cuatro; se ocupaba en importar géneros y quincalla de Europa, que vendía a plazos a mercaderes de la plaza. Aquel era un medio muy tardío de hacer fortuna, fuera de que los vendedores no siempre cumplían exactamente con sus compromisos, de que resultaban pérdidas en vez de ganancias. Mañero, por esto, como otros muchos paisanos suyos, había emprendido en las expediciones a la costa de África, hasta allí con mejor suerte que en el comercio de géneros.
Al salir, como salieron a poco para el palacio del Capitán General, Gómez dijo a Mañero que llevara la palabra, cosa que aprobaron de la mejor gana Madrazo y Gamboa, reconociéndose incapaces para desempeñar el papel de orador siquiera con mediano lucimiento. Las dos de la tarde serían cuando entraban ellos por el ancho y elevadísimo pórtico de ese edificio que, según se sabe, ocupa todo el frente de la Plaza de Armas. A aquella hora estaba lleno de gente no por cierto del mejor pelaje, aunque no podía calificársele, en general, como de la clase del pueblo bajo de Cuba. El movimiento era incesante y activo. El rumor de pasos y de voces ruidoso y aún chillón. Unos iban, otros venían, observándose que los que más agilidad mostraban, mozos en su mayoría y nada atildados en su porte ni en su traje, llevaban debajo del brazo izquierdo, doblados por la mitad en sentido longitudinal, unos legajos de papeles del folio español. Por lo común entraban en o salían de los cuartos o covachuelas, que dicen en Cuba accesorias, cuya única puerta y acaso ventana daban al pórtico, al ras del piso de chinas pelonas de que estaba formado. A la primera ojeada, era de advertirse que esa multitud de gente no acudía a solazarse ni por mera curiosidad; porque se distribuía en grupos y corrillos más o menos numerosos, en los cuales se hablaba a voz en cuello, mejor, a veces se gritaba, acompañando siempre la acción a la palabra como si se discutieran asuntos de gran importancia, o que mucho interesaban a los principales actores. Desde luego, puede asegurarse que no se trataba de política; estaba absolutamente prohibido, y el derecho de reunión no se practicaba en Cuba desde al año de 1824 en que acabó el segundo período del sistema constitucional. Y sin embargo, aquel era un Congreso en toda forma.
Mientras esto pasaba en medio del pórtico, arrimado a una de las macizas y gruesas columnas, se veía un grupo compuesto de una negra y cuatro niños de color, el mayor de doce años de edad, la menor una mulatica de 7, todos cosidos a la falda de la primera, la cual tenía la cabeza doblada sobre el pecho y cubierto con una manta de algodón. Enfrente de este melancólico grupo se hallaba un negro en mangas de camisa, y a su lado un hombre blanco, vestido decentemente, quien leía en voz baja de un legajo de papeles abiertos, que a guisa de libro sostenía en ambas manos, y el primero repetía en voz alta, concluyendo siempre con la fórmula:
— Se han de rematar: éste es el último pregón. ¿No hay quien dé más?
Cada una de estas palabras parecía herir, como con un cuchillo, el corazón de la pobre mujer, porque procuraba ocultar la cabeza más y más bajo los pliegues del pañolón, temblaba toda y se le cosían a la falda los hermosos niños. Llamó el grupo o la escena aquella la atención de Mañero, se la indicó con el dedo a Gómez, y le dijo al paño: — ¿Ves? Farsa, farsa. El remate ya está hecho aquí (señalando entonces para una de las covachuelas a su derecha). Pero, tate, agregó dándose una palmada en la frente y tocándole después en el hombro a Madrazo, que iba por delante al par de Gamboa, ¿pues no es esa negra la María de la O de Marzán que tú tenías hace tiempo en depósito judicialmente? Yo que tú la remataba con sus cuatro hijos. Dentro de unos pocos años valen ellos cuatro tantos lo que te cuesten con la madre ahora.
— ¿Qué sabes tú si no la ha rematado ya? observó Gómez con naturalidad.
— ¿Interesa a ustedes el asunto? dijo Madrazo desazonado, contestando a Gómez y a Mañero.
— Me intereso por ti y por la mulatica, repuso este último con malicia, dándole un buen codazo a su compañero. La madre de los chicos es excelente cocinera, lo sé por experiencia propia, y luego la chica… Sobre que se me figura mucho a su padre.
— A Marzán querrás decir, dijo Madrazo.
— ¡Ba! No. ¿Cuánto tiempo hace del pleito de Marzán con don Diego del Revollar y del depósito de los negros del primero en tu ingenio de Manimán? preguntó Mañero con aparente sencillez.
— Cerca de ocho años, dijo Gómez. Marzán es curro y del Revollar montañés como nosotros, y siempre han vivido como perro y gato en sus cafetales del Cuzco.
— No creo que hace tanto tiempo, interpuso Madrazo.
— Sea como fuere, continuó Mañero, el caso es que la chicuela esa de padre blanco y madre negra no tiene arriba de siete años de edad y…
No continuó Mañero, porque en aquel instante se acercó a Madrazo un hombre sin sombrero, le tocó en el brazo, le llamó por su nombre y le atrajo a una de las covachuelas de que antes hemos hablado. Madrazo con la mano abierta indicó a sus amigos que le esperaran, y desapareció entre la multitud de gente, casi toda a pie, que llenaba la pieza.
— ¿No se los decía? añadió Mañero hablando con Gómez y Gamboa. Madrazo ha hecho el remate de María de la O con sus cuatro hijos, uno de los cuales, o el diablo me lleve o es la mismísima efigie del rematador, y el pregón no ha sido una farsa para guardar las apariencias y mostrar imparcialidad con el amigo Marzán. Al fin tiene entrañas de padre y se porta como buen amo: no habrá extrañamiento ni dispersión de la familia.
Según debe haberlo comprendido el lector avisado, aquellas eran las escribanías públicas de la jurisdicción judicial de La Habana. Componíanse de un saloncito cuadrilongo con puerta al pórtico y ventana de rejas de hierro al patio del palacio de la Capitanía General de Cuba. Eran unas diez o doce al frente, unas tres más había en el costado del norte o calle de O’Reilly y otras tantas o más en la de Mercaderes, entre éstas la de hipotecas. De medio día a las tres bajaba la audiencia, como se decía allí, y los oficiales de causa, junto con los procuradores, que venían a tomar nota de los autos en los pleitos a su cargo, los escribanos que daban fe, uno u otro abogado de poca clientela y aún bachilleres en derecho que comenzaban la práctica de los juicios por su propia cuenta, llenaban las escribanías hasta el exceso. Fuera de esto, el cuarto no era nada amplio y estaba flanqueado de mesas cargadas de tinta y de papeles o procesos, y detrás de ellas, arrimados a las paredes, había anchos y altos armarios, con redes de alambre o cuerda por puertas para que se viesen entre sus entrepaños los numerosos protocolos forrados de pergamino cual códices de antiguas bibliotecas.
El hombre sin sombrero llevó a Madrazo a la derecha de la escribanía, ante la primera mesa, algo más grande y decente que las demás, pues tenía barandilla, y el tintero se conocía que era de plomo, es decir, que no estaba tan cargado de tinta. El individuo que ocupaba una silla de vaqueta detrás de dicha mesa, se puso en pie lleno de respeto luego que vio al hacendado, le saludó con amabilidad y en voz alta pidió los autos de Revollar contra Marzán. Traídos por el hombre del pregón y abiertos por una hoja que estaba doblada longitudinalmente, apuntó con el índice de la mano izquierda para una providencia compuesta de unos pocos renglones manuscritos, y dijo a Madrazo que pusiera debajo su firma. Hízolo así éste, con una pluma de ganso que le alcanzó el escribano, y saludando, fuese enseguida a reunirse con sus compañeros.
Capítulo VIII
MIRA, COMO SE SABE, hacia la Plaza de Armas o el Este el frontispicio del palacio de la Capitanía General de Cuba. La entrada es amplia, especie de zaguán, con cuartos a ambos lados, cuyas puertas abren al mismo, y sirven, el de la izquierda para el oficial de guardia, el de la derecha para cuartel del piquete. Los fusiles de los soldados descansaban en su astillero, mientras la centinela, con el arma al brazo, se paseaba por delante de la puerta.
Tenía Mañero formas varoniles, maneras distinguidas y vestía traje de etiqueta, como que debía presentarse con decencia ante la primera autoridad de la Isla. No era, pues, mucho tomarle, a primera vista, por un gran personaje. Además, habiendo servido en la milicia nacional durante el sitio de Cádiz por el ejército francés en 1823, había adquirido aire militar, al que daba mayor realce el cabo de una cinta roja con crucecita de oro, que solía llevar en el segundo ojal del frac negro. Luego que Madrazo se reunió con sus amigos, Mañero se volvió de pronto y a su cabeza marchó derecho a la entrada del palacio.
Reparó entonces en él la centinela, cuadróse, presentó el arma y gritó:
— ¡La guardia! El Excelentísimo Señor Intendente.
Armáronse en un instante los soldados de facción con su caña hueca, púsose a su cabeza el oficial con la espada desnuda, y la caja empezó a tocar llamada. El grito de la centinela y el movimiento de los soldados llamaron la atención de Mañero y de sus amigos, los cuales, a fin de despejar el campo, apresuraron el paso; pero como les presentasen armas y el oficial hiciese el saludo de ordenanza, comprendieron que uno de ellos, el que marchaba delante, había sido tomado por el Superintendente de Hacienda, don Claudio Martínez de Pinillos, con quien, en efecto, tenía alguna semejanza. No tardó, sin embargo, en reconocer el error el oficial de guardia, y en su enojo mandó relevar la centinela y que guardara arresto en el cuartel, por el resto del día.
Los cuatro amigos entonces, reprimiendo la risa para no excitar más la cólera del teniente de facción, emprendieron la subida de la ancha escalera del palacio. Una vez en los espaciosos corredores, a la desfilada y con sombrero en mano, se dirigieron a la puerta del salón llamado de los Gobernadores. En ella estaba constituido un negro de aspecto respetable, quien a la vista de los extraños que se acercaban, se puso en pie y se les atravesó en el camino, como para pedirles el santo y seña.
En pocas palabras le manifestó Mañero el objeto de la embajada; pero antes que el negro replicase, se presentó un ayudante del Capitán General, e informó que S. E. no se hallaba en el palacio sino en el patio de la Fuerza, probando la calidad de un par de gallos finos o ingleses que había recibido de regalo de la Vuelta-Abajo recientemente.
— No tengan Vds. reparo en ir a verle allá, si urge el asunto que les trae a su presencia, añadió el ayudante notando la incertidumbre de los recienvenidos; porque S. E. suele dar audiencia en medio de sus gallos de pelea, hasta al general de marina, a los cónsules extranjeros…
Aunque la cosa urgía sin duda, pues iba a reunirse pronto la comisión mixta para dar un fallo decisivo sobre si eran buena presa el bergantín Veloz y su cargamento, o no, gran alivio experimentaron Gómez Madrazo y Gamboa especialmente, así que se convencieron de que podía verificarse la entrevista con el Capitán General algo después y en sitio menos aristocrático e imponente que su palacio. Entre la Fuerza y la Intendencia de Hacienda, detrás de los pabellones en que más adelante se estableció la escribanía de la misma, había y hay un patio o plaza, dependencia del primero de estos edificios, donde el Capitán General don Francisco Dionisio Vives había hecho construir en toda forma una valla o reñidero de gallos con su piso de serrín, galería de bancos para los espectadores, en suma, una verdadera gallería. Allí se cuidaban y se adestraban hasta dos docenas de gallos ingleses, que son los más pugnaces, producto de crías famosas de la Isla y regalos todos que de tiempo en tiempo habían hecho al general Vives individuos particulares, bien conocida como era de todos su afición a las riñas de esa especie. Y allí tenían efecto también éstas de cuando en cuando, sobre todo, siempre que se le antojaba a S. E. obsequiar a sus amigos y subalternos con uno de esos espectáculos que, si no bárbaro como el de las corridas de toros, no dejan de ser crueles y sangrientos.
El individuo a cuyo cargo corría el cuidado y doctrina de los gallos del Capitán General de Cuba, era hombre de historia, como suele decirse. Le llamaban Padrón. Había cometido un homicidio alevoso, según decían unos; en defensa propia según otros; lo cierto es que, preso, encausado y condenado a presidio en La Habana, mediante los ruegos y representaciones de una hermana suya, joven y no mal parecida, y la influencia del Marqués don Pedro Calvo, que le abrigaba y protegía, vista su habilidad en el manejo de los gallos finos, Vives le hizo quitar los grillos y le llevó al patio de la Fuerza donde, a tiempo que cuidaba de la gallería de S. E., podía cumplir el término de su condena, sin el mal ejemplo ni los trabajos del presidio. Quieren decir que Padrón había cometido otras picardihuelas además del homicidio dicho y que los parientes del muerto habían jurado eterna venganza contra el matador. Pero ¿quién se atrevía a sacarle del patio de la Fuerza, ni del amparo del Capitán General de la Isla? Padrón, pues, el penado Padrón, sin hipérbole, se hallaba allí protegido por una doble fuerza.
En el patio de aquélla de que ahora hablamos, se presentaron sin anunciarse, con sombrero en mano y el cuerpo arqueado, en señal de profundo respeto, nuestros conocidos, los asendereados tratantes en esclavos, Mañero y amigos. Ya los habían precedido en el mismo sitio varios personajes de cuenta, entre otros el comandante de marina Laborde, el mayor de plaza Zurita, el teniente de rey Cadaval, el coronel del regimiento Fijo de La Habana Córdoba, el castellano del Morro Molina, el célebre médico Montes de Oca, y otros de menor cuantía. Con excepción de Laborde, Cadaval, Molina y un negro joven que ceñía sable y lucía dos charreteras doradas en los hombros de su chaqueta de paño, los demás se mantenían a respetable distancia del Capitán General Vives, quien a la sazón se hallaba arrimado a un pilar de madera que sostenía el techo de la valla por la parte de fuera de las graderías.
La atención de este personaje estaba toda concentrada en las carreras y revuelos de un gallo cobrizo y muy arriscado, al cual Padrón provocaba hasta el furor, dejando que otro gallo que tenía por los encuentros en la mano izquierda le pegara de cuando en cuando un picotazo en la cabeza rapada y roja como sangre. Vestía Padrón a la usanza guajira, quiere decirse: de camisa blanca y pantalón de listas azules ceñido a la cintura por detrás con una hebilla de plata, que recogía las dos tiras en que remataba la pretina. No sabemos si por dolencia, por abrigo o por costumbre, tenía la cabeza envuelta en un pañuelo de hilo a cuadros, cuyas puntas formaban una lazada sobre la nuca. Los zapatos de vaqueta apenas le cubrían los pies pequeños y el empeine arqueado como de mujer, y sin calcetines. Por respeto sin duda al Capitán General, sujetaba el sombrero de paja con la mano derecha, apoyada por el dorso en la espalda. Era de talla mediana, enjuto, musculoso, fuerte, pálido, de facciones menudas, y podía contar 34 años de edad.
No era mucho más aventajada la talla del Capitán General don Francisco Dionisio Vives, el cual vestía frac negro de paño, sobre chaleco blanco de piqué, pantalones de mahón o nankín y sombrero redondo de castor, siendo el único distintivo del rango que ocupaba en el ejército español y en la gobernación político-militar de la colonia, la ancha y pesada faja de seda roja con que se ceñía el abdomen por encima del chaleco. Ni en su aspecto ni en su porte había nada que revelara al militar. En la época de que hablamos podía tener él cincuenta años de edad. Era de mediana estatura, como ya se ha indicado, bastante enjuto de carnes, aunque de formas redondeadas, como de persona que no había llevado una vida muy activa. Tenía el rostro más largo que ancho, casi cuadrado; las facciones regulares, los ojos claros, el cutis fino y blanco, el cabello crespo y negro todavía, y no llevaba bigote, ni más pie de barba a la clérigo. Sí, aquel hombre no tenía nada de guerrero, y, sin embargo, su rey le había confiado el mando en jefe de la mayor de sus colonias insulares en América, precisamente cuando parecían más próximos a romperse los tenues y anómalos lazos que aún la tenían sujeta al trono de su metrópolis.
Aunque la traición de don Agustín Ferrety había puesto en manos de Vives sin mayor dificultad los principales caudillos de la conspiración conocida por los Soles de Bolívar en 1826, muchos afiliados de menos metas, si bien no menos audaces, pudieron escapar al Continente y desde allá, por medio de emisarios celosos, mantenían viva la esperanza de los partidarios de la independencia en la Isla y llevaban la zozobra al ánimo de las autoridades de la misma.
La prensa había enmudecido desde 1824, no existía la milicia ciudadana, los ayuntamientos habían dejado de ser cuerpos populares, y no quedaba ni la sombra de libertad, pues por decreto de 1825 se declaró el país en estado de sitio, instituyéndose la Comisión Militar permanente. El paso repentino de las más amplias franquicias a la más opresiva de las tiranías, fue harto rudo para no engendrar, como engendró, un profundo descontento y un malestar general, con tanto más motivo cuanto que en los dos cortos períodos constitucionales el pueblo se había acostumbrado a las luchas de la vida política. Privado de esa atmósfera acudió con más ahinco que antes a las reuniones de las sociedades secretas, muchas de las cuales aún existían a fines del año de 1830, no habiéndolas podido suprimir el gobierno con la misma facilidad que había suprimido las garantías constitucionales. La conspiración fue desde allí un estado normal y permanente de una buena parte de la juventud cubana. Tomaba creces y se extendía a casi todas las clases sociales la agitación más intensa en las grandes poblaciones, tales como La Habana, Matanzas, Puerto Príncipe, Bayamo y Santiago de Cuba.
En todas ellas hubo más o menos alborotos y demostraciones de resistencia, porque tardó algún tiempo antes que el pueblo doblara la cerviz y se sometiera al yugo de la tiranía colonial. Numerosas prisiones se habían efectuado en todas partes de la Isla, saliendo de ellas para el extranjero cuantos pudieron eludir la vigilancia de la policía, muy obtusa y de organización deficiente entonces.
A todas éstas la metrópolis no tenía marina de guerra digna de este nombre; se reducía a unos pocos buques de vela viejos, pesados y casi podridos. Con excepción de La Habana, no había verdaderas plazas fortificadas. Muy escasa era la guarnición veterana, y sobre escasa había cundido en sus filas la insubordinación. Componíase de cumplidos y de capitulados de México y Costa-Firme, y ni todos sus jefes generales eran españoles; los había también naturales del país o criollos en las tres armas, y éstos nunca podían inspirar confianza al más suspicaz de los gobiernos que ha tenido España, si se exceptúa el de Felipe II.
Por otra parte, el desorden de la administración de la colonia, la penuria del erario, la venalidad y la corrupción de los jueces y de los empleados, la desmoralización de las costumbres y el atraso general, se combinaban para amenazar de muerte aquella sociedad que ya venía trabajada por toda suerte de males de muchos años de desgobierno. Durante los seis que duró el mando de Vives, ni la vida, ni la propiedad estaban seguras, así en las poblaciones como en los campos. De éstos se enseñoreaban cuadrillas de bandoleros feroces que todo lo ponían a sangre y fuego. En los mares circunvecinos cruzaban triunfantes los corsarios de las colonias que acababan de emanciparse y destruían el mezquino comercio de Cuba. En las islitas adyacentes se abrigaban piratas que para ejercer el contrabando apresaban los buques escapados de los corsarios y, después de robarles, mataban a los tripulantes y hacían desaparecer toda huella del crimen con el fuego.
Tal era, en resumen, el estado de cosas en la isla de Cuba hasta bien entrado el año de 1828. Y es perfectamente claro que, sin la oficiosa intervención de los Estados Unidos en 1826, se habría llevado a efecto la invasión de las dos Antillas españolas por las fuerzas combinadas de México y de Colombia, de acuerdo con los planes de Bolívar y los deseos de los cubanos, una diputación de los cuales fue a encontrarle con ese objeto cuando volvía vencedor de los famosos campos de Ayacucho. Suceso éste que, realizado, infaliblemente hubiera sido el golpe de gracia al dominio español en el Nuevo Mundo. En tan críticas circunstancias, al menos para neutralizar las maquinaciones de los enemigos de España en el interior de la colonia, se requerían las artimañas de un diplomático más bien que la espada de un guerrero; un hombre de astucia y de doblez, más bien que de acción; un hombre de intriga, más bien que de violencia; un gobernante humano por política, más bien que severo por índole; un Maquiavelo, más bien que un duque de Alba, y Vives fue ese hombre: escogido con grande acierto por el más despótico de los gobiernos que ha tenido España en lo que va del presente siglo, para la gobernación de Cuba.
Mucho se alegró don Cándido Gamboa de encontrarse un conocido en el grupo de los cortesanos que venían a saludar al Capitán General en su gallería del patio de la Fuerza. El aspecto de ese sujeto no prevenía nada en su favor, porque sobre ser de baja estatura y raquítico, llevaba la cabeza metida entre los hombros, tenía la cara larga y el color aceitunado, como la persona muy biliosa, siendo su desaliño general, casi repugnante. En sus ojos chicos y de hondas cuencas había, sin embargo, bastante para redimir las faltas y las sobras del cuerpo y del semblante, había fuego e inteligencia. Al saludarle don Cándido, le dio el título de Doctor.
— ¿Cómo está Vd.? contestó él en voz chillona y risa que bien pudiera llamarse fría.
Para ello tuvo que levantar la cabeza, porque su interlocutor le sacaba dos palmos, por lo menos, de altura.
— Bien, si no fueran los trotes en que sin quererlo me veo ahora metido.
— Y ¿qué troles son esos? preguntó el Doctor como por mero cumplimiento.
— ¡Toma! ¿Pues no sabe Vd. que los perros de los ingleses nos acaban de apresar un bergantín bajo los fuegos del torreón del Mariel, como quien dice en nuestras barbas, so pretexto de que era un buque negrero, procedente de Guinea? Pero esta vez se han llevado solemne chasco: el bergantín no venía de África, sino de Puerto Rico, y no con negros bozales, sino ladinos.
— ¡Qué me dice Vd.! Nada sabía. Bien que con los enfermos, no tengo tiempo aun para rascarme la cabeza, cuánto más para averiguar noticias que no me tocan de cerca. Aunque si he de decir a Vd. la verdad, si a alguno le causa perjuicio el celo exagerado de los ingleses es a mí, pues harta falta me hacen brazos para mi cafetal del Aguacate.
— ¿Y a quién no le hacen falta? Eso es lo que todos los hacendados necesitamos como el pan. Sin brazos se arruinan nuestros ingenios y cafetales. Y tal parece que es lo que buscan esos judíos ingleses, que Dios confunda. ¿No le parece a Vd., Doctor, que el Capitán General, sobre este punto es de la misma opinión que nosotros?
— ¡Hombre! Acerca de este particular no le he oído expresarse.
— Ya, pero pudiera ser que Vd. le hubiese oído declamar…
— ¿Contra los ingleses? interpuso el Doctor. Mucho que sí. Por cierto que Tolmé le carga y a duras penas le sufre sus impertinencias y desmanes.
— Eso, eso, repitió Gamboa alegre. No en vano se dice que Vd. tiene vara alta con S. E.
— ¿Sí? ¿Tal se corre? dijo el Doctor con muestras de que la especie halagaba no poco su vanidad. Es cierto que le merezco a S. E. una buena voluntad y aun distinción; pero nada de extraño tiene porque yo soy el médico de él y de su familia desde que vinieron de España, y por otra parte, es cosa sabida su llaneza. Me distingue bastante, mucho.
— Lo sé, lo oigo repetir a distintas personas y por lo mismo, estaba pensando, me ocurre, mejor dicho, que, como Vd. se prestase a ejercer su influjo todavía podríamos jugarle una buena pasada a los ingleses y dejarlos con tamaño palmo de narices. Estoy seguro que tampoco le pesaría a Vd., amigo Doctor, el darnos la mano en este aprieto.
— No lo entiendo. Explíquese Vd., don Cándido.
— Hágase Vd. el cargo, Doctor, que la expedición apresada por los ingleses, salvada íntegra, nos vale a nosotros los dueños de ella, por lo bajo dieciocho mil onzas de oro, libres de polvo y paja. En caso de perderse la mitad, todavía nos deja una ganancia líquida de nueve mil, que no es ningún grano de anís. Con que vea Vd. si podemos ser liberales con el que nos ayude. Escogería Vd. mismo media docena de mulecones entre la partida, que es de lo mejor que viene de la costa de Gallinas, y no le costaría sino el trabajo de…
— Aún no entiendo jota, señor don Cándido.
— Pues me explicaré más. La expedición consta de unos 500 bultos, 300 de los cuales es posible hacerlos pasar por ladinos importados de Puerto Rico, habiéndose remitido a bordo, desde esta mañana, sobre 400 mudas de ropa de cañamazo. Ahora bien, si S. E. es de parecer que tenemos necesidad de brazos para cultivar los campos, y que no debe permitirse que los ingleses destruyan nuestra riqueza agrícola, es claro que, como haya quien le hable y le pinte bien el caso, no podrá menos de ponerse de nuestra parte. Una palabra suya al señor don Juan Montalvo, de la comisión mixta, bastaría a decidir el pleito en favor nuestro; y ya ve Vd. si nos sería fácil ser liberales con… Además, cinco o seis bozales no van a ninguna banda, ni nos harían más ricos ni más pobres a nosotros los armadores, que por todos somos ocho… ¿Comprende Vd. ahora mi idea?
— Claro que sí. Cuente Vd. con que pondré de mi parte cuanto esté en mi mano, aunque no me estimula tanto la oferta de Vd. como el deseo de servirle y de contribuir al castigo de la ambición y malas intenciones de los ingleses. Supongo que Vd. viene a hablar con S. E. sobre el asunto.
— Si, vengo a eso con mis amigos Gómez, Mañero y Madrazo. Creo que Vd. los conoce.
— Conozco de oídas a Madrazo, cuyo ingenio de Manimán está en la misma jurisdicción de Bahía Honda que mi cafetal del Aguacate.
— Pues bien, ellos y los otros interesados estarán y pasarán por todo lo que yo acuerde con Vd. Si Vd. cree que S. E. acepte un regalito de unos cuantos centenares de onzas…
— Deje Vd. eso a mi cargo. Yo sé como entrarle a S. E. Le hablaré esta noche misma. Véanle Vds. primero. Y ahora que me acuerdo, ¿qué se hizo de la chica aquélla?…
— ¿Cuál? No atino, dijo Gamboa poniéndose colorado.
— Pobre memoria tiene Vd., según parece. Bien que de eso hace ya algún tiempo, pero Vd. estaba muy interesado, pues me recomendó mucho la asistencia de la chica.
— Ya ése es otro cantar… En Paula…
— ¿Cómo en Paula? ¿Enferma?
— Peor que eso, Doctor. Creo que ha perdido el juicio sin remedio.
— ¡Qué me cuenta Vd.! ¿Tan joven?
— No tanto.
— Jovencita, digo. Veamos, ¿qué tiempo hace? Dieciséis o diecisiete años. Fue en 1812 ó 1813. Sí, estoy seguro. No puede ser más joven.
— ¿Pues no se refería Vd. a la madre?
— Pregunto por la chica, la que conocí en la Real Casa Cuna. Prometía ser un pimpollo cuando grande.
— Ya, acabáramos para mañana. El enredo nace de que tengo por chica cualquier moza, como sea de pocos años, y la madre, en rigor, no pertenece a esa categoría.
— Recordará Vd., dijo el Doctor, que yo no curaba a la mujer que Vd. dice, sino Rosaín, aunque me consultó varias veces el caso. No tenía idea de que la enferma del callejón de San Juan de Dios tuviese nada que ver con la chica de la Real Casa Cuna. Ahora me desengaño. Padecía de fiebre puerperal en combinación con una meningitis aguda…
En este punto Gamboa cortó bruscamente la conversación y volvió a reunirse con sus amigos, y Mañero le preguntó:
— ¿Qué ha sido ello? ¿Gato encerrado?
— No, gata, replicó Gamboa prontamente.
— Lo presumía, dijo Mañero con naturalidad. Tú fuiste siempre aficionado a las empresas gatunas. Pero ¿quién es con mil de a caballo ese hombrecito que llamas Doctor?
— Pues qué, ¿no le conoces, hombre?… El Doctor don Tomás de Montes de Oca.
— Le había oído mentar. No le había visto la facha, sin embargo. Figura asaz ridícula, y ainda mais…37
— Buen medido y diestra cuchilla.
— Dios me libre de sus manos.
— Es el que cura a la familia del Capitán General.
En este punto se notó un movimiento en el grupo de las personas que rodeaban a ese personaje más de cerca, cesando desde luego los diálogos en voz baja de las más distantes. Padrón había llevado los gallos a sus respectivas casillas, y Vives saludaba afectuosamente a Laborde, a Cadaval, a Zurita, a Molina y a Córdoba, pasando de uno a otro hasta que llegó al joven negro, arriba mencionado, a quien dijo, sin darle la mano ni más saludarle:
— Tondá, preséntate en Secretaría a recibir órdenes.
Tenemos que hacer un paréntesis en este punto, para decir dos palabras acerca de Tondá. Era el protegido del Capitán General Vives, quien le sacó de la milicia de color donde tenía el grado de teniente, y después de ascenderle a capitán, previa la venia de S. E. el rey, de facultarle para usar el don y ceñir sable, le dio comisión para perseguir criminales de color en las afueras de la ciudad, sin duda por aquello de que no hay peor cuña que la del mismo palo.
Y en este caso, como en otros muchos que pudieran citarse, se echaron bien de ver el tacto y tino con que solía Vives escoger sus hombres. Parece ocioso agregar que el protegido llegó en breve a distinguirse por su actividad, celo y astucia en la averiguación de los crímenes, la persecución y captura de los criminales. En estas empresas difíciles cuanto riesgosas, le ayudaron mucho su juventud y robustez, su presencia, que era gallarda, su educación regular, sus finas maneras y modesto porte, en fin, su valor sereno, que a veces llevaba hasta la temeridad; prendas éstas que al paso que le ganaron la admiración de las mujeres, le dieron ascendencia mágica en el ánimo fantasioso de las gentes de su raza. Y como a menudo acontece con los personajes novelescos, el pueblo le compuso y dedicó canciones y danzas alusivas a sus hechos más notables, y le dio un apodo que de tal modo ha oscurecido, apagado su nombre patronímico, que hoy, al cabo de cuarenta años, sólo podemos decir que le llamaban Tondá.
Empleado activo y leal, tardó en cumplir la orden recibida lo que tardó en pasar del patio de la Fuerza a los entresuelos del palacio de la Capitanía General. Desempeñaba entonces la secretaría política don José M. de la Torre y Cárdenas. Este, aunque recibió a Tondá con semblante risueño, no le brindó asiento, ni a derechas contestó a su respetuoso saludo; sólo se ocupó de decirle que en la noche anterior, por parte del Comisario del barrio de Guadalupe, Barredo, se sabía que se había cometido un crimen atroz en la calle de Manrique esquina a la de la Estrella, y que S. E. deseaba se hiciese la pronta averiguación del hecho, a fin de descubrir el autor o autores, y se pudiera perseguirlos sin descanso hasta capturarlos y entregarlos a los tribunales; porque estaba empeñado en hacer un señalado escarmiento.
Enseguida le llegó su turno a los de la comisión, y Mañero expresó su embajada lisa y llanamente, reducida a decir que no procedía en ley ni en justicia se declarase buena presa, si se declaraba por la comisión mixta, la del bergantín Veloz, ahora mismo en el puerto de La Habana, aunque traía un cargamento de negros, pues como atestaban sus papeles, despachados en toda forma, venía de Puerto Rico y no de las costas de África directamente; y aun cuando se considerase contrabando el tráfico en esclavos con esta última, no lo era respecto de la primera, que por fortuna aún pertenecía, al par de Cuba, a la corona de S. M. el rey de España e Indias, don Fernando VII, Q. D. G.
Sonriose el General Vives y dijo al postulante que le presentara un memorial expresivo de todas las razones y hechos alegados, que él lo pasaría a la comisión mixta con los papeles del buque; que ya tenía noticias de lo ocurrido, por boca del mismo cónsul inglés, el cual se le había presentado antes de la hora de audiencia en compañía del comandante del apresador, el Lord Clarence Paget, y añadió con cierta severidad de tono y de semblante:
— Reconozco, señores, la injusticia y los daños que nos ocasiona un tratado por el cual se concede a Inglaterra, la enemiga natural de nuestras colonias, el derecho de visita sobre nuestros buques mercantes; pero los ministros de S. M. en su alta sabiduría tuvieron a bien aprobarlo, y a nosotros, leales súbditos, sólo nos toca acatar y obedecer el mandato del augusto monarca Q. D. G. Y se me figura, señores, que si Vds., están dispuestos a respetar el tratado, no lo están ni poco ni mucho a cumplirlo. En vano me hago de la vista gorda respecto de lo que Vds. hacen día tras día (señores, cuando hablo así no me refiero a Vds., personalmente, sino a todos los que se ocupan en la trata de África), que según va la cosa, no pararán hasta meter sus expediciones en Banes, en Cojímar, en los Arcos de Canasí y aun en este mismo puerto. En vano he hecho cerrar y derribar los barracones del Paseo, que Vds. no escarmientan y siguen introduciendo sus bozales en esta plaza, persuadidos, sin duda, que no hay mejor mercado para esa mercancía. En tal momento no se acuerdan Vds., del pobre Capitán General, contra quien el cónsul inglés endereza sus tiros, porque no bien entra aquí un saco de carbón, como Vds. dicen, cuando él lo huele y viene hecho un energúmeno a desahogar conmigo su mal humor.
— ¡Ea! Vayan Vds., con Dios y otra vez sean más prudentes. Y a propósito de prudencia: ayer tarde vino a mí un joven dependiente de una casa de comercio para quejarse de que a la luz del día, en la plaza de San Francisco, le habían arrebatado un saco de dinero de su principal. ¿Cabe mayor imprudencia que la de ir por la calle enseñando el dinero a todo el mundo y tentando a la gente de mala índole? También se me quejó de que al oscurecer del día de ayer, dos negros con puñal en mano le pararon cerca de la estatua de Carlos III y le desvalijaron de cuanto llevaba encima de valor, el reloj, etcétera. Si Vd. hubiera tenido un tantico de prudencia, le dije, no se habría expuesto a perder la vida atravesando sitio tan solitario como ese del Paseo, a la entrada de la noche, hora que escoge la gente mala para cometer sus fechorías. Aprenda de mí que no salgo de noche a la calle. Lo mismo digo a Vds.: no se metan en las garras de los ingleses y salvarán sus expediciones, ni comprometan la honra del Capitán General. La prudencia es la primera de las virtudes en el mundo.
Capítulo IX
Me mandaba llorar naturaleza.
PERSONAJE DE MÁS CUENTA de lo que nadie puede imaginarse era en casa de Gamboa su Mayordomo don Melitón Reventos. Tenía en el manejo general económico más voz que su amo, y a las veces se hombreaba en ese terreno con doña Rosa.
Pero donde ejercía un poderoso imperio era entre los esclavos. Corría con su provisión de vestuario y de alimentos, tanto de los del servicio doméstico en La Habana, como de los de las fincas rurales. Para con los primeros, sobre todo, se daba los aires de señor; más que eso, de déspota. Hacía, sin embargo, respecto de éstos, dos excepciones el feroz Mayordomo. En primer lugar, no gustaba de estrechar lance con el calesero Aponte. No ya sólo era hombre serio y temible sino que pertenecía al hijo mimado de la casa, el cual no quería delegar en nadie el derecho de castigarle.
Tampoco tenía don Melitón malas obras ni malas palabras para Dolores. Lejos de eso, para ella reservaba sus sonrisas, sus agasajos y atenciones. De cuando en cuando la hacía regalos de pañuelos y dijes, que la muchacha aceptaba sin reparo, aunque para usarlos tuviese que mentir a sus señoritas; porque, después de todo, no halagaba poco su vanidad el que un hombre blanco emplease con ella tales galanterías.
No tenían origen estas distinciones del Mayordomo en favor de Dolores en la circunstancia de que era la doncella de las señoritas de la casa, tratada por ello con ciertas consideraciones por toda la familia, no; tenían diverso origen, procedían de los méritos de la moza como mujer: joven, bien formada y bonita para negra.
Aquel día en que por llegar tarde de su comisión al bergantín Veloz, almorzaba don Melitón a la cabecera de la mesa en el comedor, con todos los aires de amo, servido atentamente por Tirso, acertó a pasar Dolores y tropezar con su codo en los momentos en que se llevaba un vaso de vino a la boca. Fuese aquello por casualidad o de hecho pensado, el Mayordomo se aprovechó de la ocasión para pegarle un pellizco en el desnudo y bien torneado brazo.
— ¡Ay, don Melitón! exclamó ella sin alzar la voz, aunque llevándose la mano al punto dolorido.
— ¡Ay, Dolores! remedó él lleno de risa.
— Eso duele, agregó la muchacha.
— ¡Ca! No hagas caso. Si todavía te he de libertar.
Dolores hizo con la boca el ruido onomatopéyico que llaman freír un huevo, cual si no creyera ni jota en la sinceridad de las últimas palabras del Mayordomo. No obstante, harto dulce es el nombre de la libertad para que la joven esclava cerrase el oído a la promesa y el corazón a la esperanza de verla realizada, fuera el que fuese el sacrificio que la exigiese el donante. De cualquier modo, siguiola él con la vista hasta que traspasó el arco del patio, y entonces murmuró:
— Esta todavía se casa con el bribón de Aponte. ¡Sería una lástima!
María de Regla, mencionada al principio de esta historia, tuvo Dolores de su unión legítima con Dionisio el cocinero, quince años antes de la época actual. Contemporáneamente tuvo doña Rosa a Adela, su hija menor, la cual entregó a María de Regla para que se la lactase, por no sentirse ella en condiciones para desempeñar por entonces aquél, el más dulce de los deberes de madre. Por supuesto, para llenar encargo tan delicado, necesario se hizo destetar a Dolores y criarla con leche de cabra o de vaca, aparte enteramente de la hija de su señora y ama.
Prohibiósele explícitamente a María de Regla el dividir sus caricias y el tesoro de su seno entre las dos niñas, siquiera el tomarlas juntas en brazos. Pero aunque esclava, temerosa del castigo con que la habían amenazado, era madre, quería a su propia hija entrañablemente, quizás más por lo mismo que no la permitían criarla; así que siempre que las otras esclavas le proporcionaban la ocasión, tarde de la noche y fuera del alcance de la vista de los amos, se ponía ambas niñas a los pechos y las amamantaba con imponderable delicia. La robustez de la nodriza, al parecer sin detrimento ni desmedro, proveía ampliamente a aquella doble lactancia. Criábanse las dos hermanas de leche sanas y fuertes. María de Regla no hacía diferencia entre ellas, y así en la mayor armonía habría corrido su infancia si tan luego como empezó a disminuir el sustento no trataran de disputárselo y armar llanto, en especial la blanca, no acostumbrada a semejante división.
Al cabo, atraída una noche doña Rosa por el llanto de su hija, sorprendió a la nodriza dormida entre las dos niñas, que, con ambos brazos extendidos, se impedían el mutuo goce del delicioso líquido. ¿Qué hacer en aquellas circunstancias? ¿Castigar a la esclava en el acto por su desobediencia? ¿Cambiar de nodriza? Tan malo sería lo uno como lo otro, pensó doña Rosa. Lo primero, porque el castigo envenenaría la leche de la esclava; y lo segundo, porque en el octavo mes de la lactancia, el cambio repentino produciría resultados no menos fatales a la salud y tal vez a la existencia de Adela. Tan perpleja estaba que consultó a su marido, quien, hombre violento si los hay, aconsejó la prudencia y el disimulo hasta ocasión más oportuna. Descubierta su primera falta, dijo él, no es probable que María de Regla reincida. De cualquier modo, así continuaron las cosas por un año y medio más, al cabo de cuyo tiempo, el día menos pensado, se le ordenó al Mayordomo echara por delante a la criandera y la embarcara a bordo de una goleta que hacía viajes de La Habana al Mariel, dejándola en el ingenio de La Tinaja, bien recomendada al Mayoral. Allí se hallaba de enfermera el año de 1830, es decir, purgando la culpa de ser madre amorosa, cometida trece años antes de esa fecha.
Que la esclavitud tiene fuerza de trastornar la noción de lo justo y de lo injusto en el espíritu del amo; que embota la sensibilidad humana; que afloja los lazos sociales más estrechos; que debilita el sentimiento de la propia dignidad y aun oscurece las ideas del honor, se comprende; pero que cierre el corazón al amor de padres o de hermanos a la simpatía espontánea de las almas tiernas, he aquí lo que no se ve a menudo. No es, pues, extraño que María de Regla sintiese en lo profundo del pecho su separación a un tiempo de la hija, del padre de ésta y de Adela misma, para pasar el resto de sus días en el destierro del ingenio La Tinaja.
En el código no escrito de los amos de esclavos no se reconoce proporción ni medida entre los delitos y las penas. Es que no se castiga por corregir, sino por desfogar la pasión del momento; de que resulta que casi siempre se le apliquen al esclavo varias penas por un solo delito. Luego, llovía sobre mojado, como vulgarmente se dice, en el caso de María de Regla. Su destierro de La Habana, la separación de la hija y del marido, quizás para no verlos más en la vida, el cambio de ocupación de ama de leche en la ciudad por el de enfermera en el campo, el traspaso de dependencia bajo el capricho del Mayordomo en aquélla, al del Mayoral en el ingenio, en concepto de doña Rosa no bastaban a purgar la culpa de su triste esclava.
No había logrado averiguar esa señora a ciencia cierta de quién era la niña que había estado lactando María de Regla, cosa de año y medio antes de haber dado a luz a Dolores. Lo único que pudo sacar de don Cándido fue que el médico Montes de Oca la había contratado para lactar a la hija ilegítima de un amigo, cuyo nombre no debía revelarse. El precio del alquiler, dos onzas de oro, las recibió doña Rosa mes tras mes, con la mayor puntualidad mientras duró la lactancia, por mano de don Cándido. Esto poco no pudo bastar a satisfacer sus celos, antes fue a sembrar fuertes sospechas en su ánimo, siendo el misterio motivo constante de quejas y disgustos entre ella y su marido, y, por rechazo, de gran preocupación, que a veces rayaba en odio, contra María de Regla.
Por fortuna, tales ejemplos de injusticia y de crueldad ocurrieron cuando ambas niñas no tenían uso de razón, y como crecieran juntas, como en realidad mamaran una misma leche, no obstante su opuesta condición y raza, se amaron con amor de hermanas. Adela entró en años y concurrió a una escuela de niñas poco distante de su casa en compañía de su hermana Carmen, a donde Dolores les llevaba los libros junto con la fruta y el refresco a medio día, y a las tres de la tarde las acompañaba en su vuelta a la casa. Carmen y Adela alcanzaron la edad de la pubertad, Dolores antes que ellas, y en dejando la escuela no se les separaba ésta ni de día ni de noche. Las vestía, las peinaba, les lavaba los pies a la hora de acostarse; durante el día cosía al lado de sus señoritas, y de noche, bien dormía en el duro suelo al lado de la cama de Adela, bien en el cuarto inmediato sobre la rígida tarima, a la vista de otra criada, la más anciana de la servidumbre.
Dolores y Tirso eran hermanos uterinos. La primera, nacida en La Habana, salió negra, porque a esa raza pertenecía su padre; el segundo, nacido después en el ingenio La Tinaja, salió mulato, porque su padre, fuera el que fuese, era de la raza blanca. De aquí provenía el que ellos no se viesen como tales hermanos, y que María de Regla quisiese más a Tirso, que mejoraba la condición, que a Dolores, la cual perpetuaba el odioso color, causa aparente y principal, creía ella, de su inacabable esclavitud. Pero aun en este particular estaba María de Regla condenada a ver defraudadas sus más risueñas ilusiones de madre. Tirso, su preferido, no la quería, mas se avergonzaba de haber nacido de negra, enfermera del ingenio por añadidura. Al contrario, Dolores adoraba en su madre. Cada vez que llegaba a sus oídos la noticia del mal trato que le daban en La Tinaja, era motivo de amargo llanto para ella y para suplicar a Adela la hiciese venir a La Habana y la sacase de aquel purgatorio donde la tenían penando, hacía tanto tiempo, sólo por haber dado de mamar a la vez a su propia hija y a la hija de sus amos. Sentía Adela la fuerza de estas dolorosas quejas, y, no obstante sus pocos años y muchas distracciones, oyendo continuamente, en el silencio de la noche, ella acostada y Dolores de rodillas junto a su cama, la triste historia de los trabajos y padecimientos de María de Regla en el ingenio, se conmovía hasta verter lágrimas, y entre bostezo y bostezo la prometía que al día siguiente hablaría a doña Rosa sobre el asunto. Así se quedaban dormidas muchas veces aquellas hermanas de leche, casi siempre con las mejillas aún húmedas del llanto.
Mas sucedía que al día siguiente no encontraba Adela ocasión favorable para hablarle a su madre, señora algo seria con sus hijos, con la sola excepción de Leonardo, el niño mimado de la casa, y harto severa con los esclavos. De esta manera se pasaba el tiempo. Una tarde, al fin, mientras se hallaba Adela recostada en el sofá de la sala por un ligero dolor de cabeza, como se le acercase la madre, se le sentase al lado y empezase a pasarle la mano por la frente, en son de acariciarla o por mera distracción, cobró ánimo la joven, y agarró la ocasión por los cabellos, cual suele decirse:
— Quisiera pedirte un favor, mamá; dijo con voz trémula por la emoción o el temor.
Por breve rato no contestó palabra doña Rosa; sólo miró a su hija, entre sorprendida y pensativa. Esto aumentó la turbación de Adela, quien, no embargante, añadió a la carrera:
— Tú no me vas a decir que no.
— Estás enferma, niña, dijo doña Rosa secamente. Tranquilízate. Y se levantó para marcharse.
— Un favor, mamá. Escucha un momento, prosiguió Adela, ya con los ojos humedecidos, deteniendo a su madre por la falda.
Esta volvió a sentarse, tal vez porque le llamaron la atención las palabras, y más la actitud de su hija, indicativas todas de extraordinaria agitación y zozobra.
— Vamos, te escucho. Di.
— Pero tú no te negarás a mi ruego.
— No sé qué quieres de mí; mal puedo decir de antemano si me negaré o no. Supongo, sin embargo, que es una de tus boberías. Acaba.
— ¿No crees tú, mamá, que ya María de Regla ha purgado la culpa?…
— ¿No lo dije? la interrumpió doña Rosa enojada. ¿Y para esa necesidad me detienes y me ruegas que te oiga? ¿Ni quién te ha dicho que esa negra está purgando culpa alguna?
— ¿Por qué la tienen tanto tiempo en el ingenio?
— ¿Y dónde estaría mejor la muy perra?
— ¡Jesús, mamá! Me duele que hables así de quien me crió.
— Ojalá que nunca te hubiera dado de mamar. No sabes tú cuánto me ha pesado la hora en que te puse en sus manos. Pero bien sabe Dios que lo hice a no poder más. No me hables de María de Regla, no quiero saber de ella.
— Creía que la habías perdonado.
— ¡Perdonado! ¡perdonado! repitió doña Rosa alzando la voz. ¡Jamás! Para mí ya ella ha muerto.
— ¿Qué te ha hecho para tanto rigor?
— ¿Quién la trata con rigor?
— ¿Te parecen pocos los trabajos del ingenio? ¿El maltrato que le dan?
— No sé yo que la maltraten más de lo que ella merece.
— Pues todos dicen que sí.
— ¿Quiénes son esos todos?
— Uno de ellos creo que ha sido el patrón Sierra que estuvo aquí la semana pasada, cuando vino por las esquifaciones para el ingenio.
— Lo que extraño es que el patrón hablase contigo.
— Yo no, mamá, sino otra persona, y como saben lo que quiero a María de Regla, me contaron lo que ella decía. Me han afligido mucho las cosas que allá le pasan, y quisiera, de veras, que tú hicieras algo por ella y por mí. Me ruega le sirva de madrina y haga que la saquen del ingenio…
— Adela, dijo doña Rosa afectada con el tono de ingenuidad y de exquisita ternura de su hija. Adela, tú no sabes el sacrificio que exiges de mí. Pero se acercan las Pascuas, toda la familia irá al ingenio y ya veremos lo que puede hacerse con esa negra de Barrabás. Debo advertirte, sin embargo, que no esperes me ablande de pronto y sin madura reflexión. Esa negra está perdida y muy sobre sí. Lejos de arrepentirse y enmendarse, como esperaba, para lavarse de la culpa de su desobediencia a mi expreso mandato, la ha hecho peor desde su llegada a La Tinaja. Va para doce años que la tengo allá, y cada vez me traen más quejas de ella y oigo cosas más escandalosas. El Administrador que teníamos allí trinaba con la negra. Yo no te había dicho nada, hija, porque no se había ofrecido la ocasión; pero me parece que ya María de Regla no puede vivir con nosotros. Sería un mal ejemplo para ti, para Carmen y aun para la misma Dolores. Desde que entró en el ingenio, entró allí la guerra civil; de cuyas resultas ha habido que cambiar a menudo de mayordomos, de mayorales, de maestros de azúcar, de carpinteros, en fin, de cuantos tienen la cara blanca, pues no parece sino que la maldita negra tiene un encanto para los hombres o que todos ellos son fáciles de infatuarse con cualquiera que lleva túnico. Tirso es una acusación viva contra la moralidad de María de Regla, pues su padre fue un carpintero vizcaíno que tuvimos hace tiempo en La Tinaja… Los bocabajos que ha llevado no la han corregido…
Las últimas palabras de doña Rosa estremecieron a Adela de pies a cabeza, pues a pesar de los lamentos de Dolores, ignoraba que le hubiesen impuesto a su adorada ama de leche otro castigo que el durísimo del destierro de La Habana y de las personas que más quería en el mundo. Pareciole oír el chasquido del látigo, los gritos de la víctima y el crujido de las carnes; se llenó de horror, se cubrió la cara con ambas manos, y por entre sus dedos de rosa saltaron dos lágrimas como dos gotas de rocío, y fueron a estrellarse en su casto y agitado seno, exclamando solamente.
— ¡Pobrecita!
Conoció entonces doña Rosa que había ido muy lejos, y apresuradamente añadió:
— ¿Lo ves? Tú también estás infatuada con la negra. Por desgracia te dio de mamar, debes de tenerle algún cariño, lo comprendo; no obstante, es preciso que reconozcas que es muy mal empleado y ya te convencerás que ella no merece tu compasión. Espera: de aquí a Navidad no va mucho. Ya veremos el medio de arreglar lo que haya de hacerse.
De todos modos aquella era una esperanza, que Adela tardó en impartirle a su hermana de leche lo que tardó la madre en alejarse de su lado. Dolores no sabía más que amar a su joven señorita, siendo todavía muy joven para amar a otra persona de contrario sexo, y hacía esfuerzos constantes para identificarse con ella, imitar el tono de su voz, sus modos, su aire de andar y de llevar el traje, sus coqueterías; de manera que los compañeros de esclavitud, cuando querían decirle algo que la complaciera mucho, la llamaban allá entre ellos: Niña Adela.
Capítulo X
Llévate en él mi corazón y… toma.
PROMEDIABA EL MES DE NOVIEMBRE de 1830. Los vientos del norte ya habían arrojado sobre las playas cubanas las primeras aves de paso de la Florida, probando así que se había adelantado el invierno en el opuesto continente. El mar a menudo se hinchaba y con bramidos atronadores rompía contra los arrecifes de las costas que sembraba por largo trecho de blanca espuma, de conchuelas y sedimentos salinos.
A las cuatro de la mañana no había bastante claridad en las calles de La Habana, ni a cierta distancia se reconocían las personas, excepto aquéllas, pocas en verdad, que llevaban un farolito encendido balanceándose en la mano, mientras a paso acelerado se dirigían, bien a los mercados, bien a los templos; en algunos de los cuales se oía a medias el órgano con que las monjas o los frailes acompañaban el canto de los maitines.
Hacía aún noche, decimos, y ya don Cándido Gamboa, en su bata de zaraza y gorro de dormir, se hallaba asomado al postigo de la ventana de la calle, abrigado tras de la cortina de muselina blanca, en espera de El Diario de la Habana, o para respirar aire más libre que el pesado de la alcoba.
A poco más empezó a oírse el ruido, al principio sordo, después más vivo, de los pasos de alguien que se acercaba de la parte de la Plaza Vieja. Hacia allá tornó los ojos don Cándido; mas no vino a salir de dudas hasta que tuvo delante la persona en cuestión. Vestía traje de cañamazo, compuesto de una especie de chal para cubrirse la cabeza y de la falda corta que ceñía a la cintura con una correa de cuero larga y negra. Contribuía además a disfrazarla, el color cobrizo mate del rostro, propio de los mulatos, mayormente cuando van para viejos, que le daba la apariencia de mujer de la raza india.
— Buenos días, señor don Cándido, le dijo en tono gangoso.
— Téngalos muy buenos la seña Josefa, contestó él procurando bajar la voz. Temprano ha madrugado.
— ¿Qué quiere el señor? Quien tiene cuidados no duerme.
— Pues, ¿qué se ofrece de nuevo? Al grano.
— Se ofrece mucho y me pareció que si me dilataba hasta la venida del día, la cosa no tenía remedio.
— Entiendo. La orden que se ha dado el otro día por la Capitanía General sobre pordioseros y locos trae aquí a seña Josefa. La esperaba.
— Lo acertó el señor. No sé como tengo vida, ni cuando acabarán mis tribulaciones. Se creía al principio que sólo iban a recoger a los pobres y los locos que andan por las calles. Pero ayer por la tarde me dijo la madre de Paula que hasta los locos en las casas privadas y en los hospitales van a ser trasladados a San Dionisio o a una casa que han fabricado en el patio de la Beneficencia. El señor podrá calcular cómo estará mi espíritu con tal noticia. No he cerrado los ojos en toda la noche. Dende que se publicó la orden el corazón me anunció una desgracia.
— Tal vez haya tiempo todavía de remediarla.
— Quiéralo Dios, mi señor, porque si en el hospital la muchacha sufre, ¿qué no será cuando la lleven a San Dionisio, o a la casa nueva, allá por San Lázaro? Ahí no hay quien la cuide ni haga por ella. La tratarán a palos. ¡Y yo que no había perdido la esperanza de verla en su sano juicio y cabal salud! Ahora mi pobre Charito irá por delante, yo por detrás. Acabaremos de pena… Hágase la voluntad de la Virgen Santísima.
— ¿Cree la seña Josefa que se podrá hacer algo de provecho en este caso?
— Creo, mejor dicho, seña Soledad, la madre del hospital, cree que si hay una persona de influjo que le hable al Contralor, sujeto muy caritativo y temeroso de Dios, se hará de la vista gorda y no se cumplirá la orden por lo tocante a Charito. Todo depende de él. Tal vez haiga que buscar un médico que dé una certificación. El Contralor es bueno como el pan, y quiere servir, lo mesmo seña Soledad. Conque, para que vea el señor…
— Entiendo, entiendo, repitió don Cándido pensativo. Digo a Vd., por lo tanto, que he consultado a Montes de Oca, quien es de opinión lleven al campo a la enferma y la hagan tomar baños de agua salada. Veremos lo que puede hacerse…
Pero como sintiera pasos en el zaguán, se interrumpió e hizo señas a la anciana mulata para que se alejara a toda prisa.
El toque de diana primero y de seguidas el disparo de cañón a bordo del navío Soberano anclado junto al muelle de la Machina, estremeciendo las ventanas del cuarto, hicieron despertar sobresaltado a Leonardo Gamboa. Sacó lumbre en el mechón de escarzo, y abriendo el reloj, vio que eran las cuatro de la madrugada. — A tiempo, dijo entre sí, y se apresuró a salir de la cama y vestirse. Para esto encendió una vela de esperma, valiéndose de una pajuela, pues aún no se conocían los cerillos en La Habana.
Mientras se peinaba delante del tocador, soltó de repente el peine de carey, volvió a requerir el reloj, y murmuró:
— ¡Las cuatro y cuarto! Muy temprano todavía y de aquí allá no podré echar arriba de quince minutos andando despacio. Ella me dijo que cerca de las cinco… ¿No sería mejor aguardar en la esquina? Sí, concluyó diciendo con resolución. Y vestido y perfumado y con la caña de Indias, salió de su cuarto y empezó a bajar la escalera de piedra.
Apoyábase con la mano izquierda en el barandal de cedro, cosa de no dar pisadas recias; mas así que descendió al zaguán, donde no había tal apoyo, antes reinaba gran oscuridad, por más cuidado que puso, aunque no tuviesen tacones sus zapatos de escarpín, hizo demasiado ruido, aquel ruido sordo que se oye cuando uno camina por encima de un suelo hueco, abovedado. No parece sino que se habían despertado de improviso todos los ecos del zaguán y de la sala vecina, donde él sospechaba que podía estar su padre, madrugador por excelencia. Andando a tienta paredes, tropezó con el viejo calesero, quien, acostumbrado a la oscuridad, vio venir desde luego al joven y le salió al encuentro para servirle de guía y evitar que se diera de narices contra la llanta férrea de uno de los carruajes.
— ¡Pío! ¿Eres tú? dijo él en voz muy baja. Abre.
— El amo está asomao en la ventana de la calle, contestó el negro.
— ¡Diablos! ¿Tiene cerrojo el postigo de la puerta?
— No, señor. Dende que salió Dionisio pa la plaza quité el serojo.
— Abre poco a poco.
No crujieron los goznes; pero ya don Cándido había oído los pasos en el zaguán, y arrimado a la reja tronaba:
— Pío, ¿quién va?
— El niño Lionar, mi amo.
— Sal. Llámale. Detenle. Dile que yo le llamo. Corre, patas de plomo.
Entre tanto volvía el esclavo no cesó don Cándido de ir y venir, muy desazonado, de la ventana de la calle a la reja del zaguán y vice versa, murmurando:
— ¿A dónde irá el muy bribón a estas horas? A nada bueno por cierto. Allá ha ido. Claro que sí, por decontado. Le estoy mirando. ¿Y no habrá dejado aquella santa mujer nadie al cuidado?… Tal vez no, lo más probable es que no. A ciertas gentes se les pasea el alma por el cuerpo, se descuidan mucho, no toman precauciones y de aquí provienen las desgracias… El demonio no más podría imaginar un cúmulo de circunstancias… La ocasión, la edad, la tentación, el enemigo malo que no duerme… Yo también me he descuidado. Debí preverlo, evitarlo, sí, impedirlo… Pero ¿cómo? ¡Si yo pudiera dar la cara! Veremos. Le desnuco, le meto en un buque de guerra como me llamo Cándido, y hago que le den chicote a ver si suelta alguna de la sangre criolla que tiene en las venas. No es hijo mío, no. Todo esto se hubiera evitado si le mando a España como tenía pensado hace más de cuatro años. Su madre tiene la culpa. Casi, casi me alegraría de que no le encontrase Pío, porque podría matarle. Tal me siento contra él.
En esto volvió Pío fatigado, sin aliento y dijo:
— Na, lamo, el niño no parece po ningún parte.
— ¡Bruto! tronó don Cándido. ¿Por dónde fuiste a buscarle?
— Po la mano e larienda, lamo.
— ¿Por la izquierda, quieres decir? ¡Animal en dos pies! Si marchó por la derecha ¿cómo habías de dar con él, pedazo de bestia? Vete. Quítate de mi presencia, porque si Dios no me tiene de su mano, me parece que te destripo de una patada.
A las voces destempladas de don Cándido se asomó doña Rosa a la puerta del aposento que daba a la sala, y asustada preguntó:
— ¿Qué ha sucedido, Gamboa? ¿Por qué gritas?
— Pregúntale a tu hijo que acaba de salir por ahí hecho un facineroso.
— ¿Un facineroso? No lo entiendo. ¿Ha hecho algo malo? ¿Va a hacerlo?
— No sé mucho más que tú; sin embargo, sospecho, temo, se me ha puesto que el muy bribón va a hacer una de las suyas. Se necesita ser ganso para no sospechar que ese muchacho no ha podido salir a la calle a estas horas en que no se ven ni las manos, y recatándose de mí, para oír misa ni confesarse.
— Quizás ha ido a tomar el fresco, quizás ha querido darte gusto levantándose de madrugada. No hay razón para sospechar nada malo. Tú, al menos, no estás seguro, no lo sabes. ¿Por qué has de pensar siempre mal de tu hijo?
— Porque dice el refrán español: piensa mal y acertarás.
— Te repito, él no ha ido a nada bueno. Le conozco mejor que tú que le pariste. Yo sé lo que he de hacer con él.
— El pobre muchacho no acierta nunca a complacerte. Ni que fuera tu hijastro. Si lo fuera, tal vez serías más indulgente…
— Compadécele. Dios quiera que no tengas que llorarle antes de mucho.
Luego que salió Leonardo a la calle notó que, arrimado a la acera de la izquierda caminaba en la dirección de Paula un bulto oscuro como de mujer. Entre seguirlo hasta cerciorarse de quién podía ser y alejarse de su destino, estuvo un momento titubeando, pero la voz de su padre, que llamaba a Pío, le decidió a marchar la vuelta contraria, a fin de ganar lo más pronto posible la esquina de la calle de Santa Clara. Así lo hizo en segundos de tiempo. Por esta casualidad no le dio alcance el esclavo. En poco más se puso en la calle de O’Reilly, y subió al alto terraplén o terrado del convento de Santa Catalina, lo atravesó de este a oeste y descendió a la calle del Aguacate por la escalera de tres o cuatro escalones mencionada al principio de esta historia, yendo derecho a la casita enfrente de ella.
Pareciéndole que la puerta no estaba cerrada con llave ni tranca, empujó una hoja con la punta de los dedos. Cedió algo, en efecto; por lo cual hizo mayor esfuerzo, rodó la silla en que se apoyaba y se abrió lo bastante para que el joven se deslizara por entre las dos hojas y quedase dentro, sin más ni más. De pronto no vio nada. Allí eran las tinieblas tan espesas como el aire húmedo que llenaba la estrecha pieza. Sin embargo, a favor de la lámpara que ardía aún en el poyo del nicho sobre la izquierda, pudo al fin distinguir al alcance de su mano un par de palomas caseras dormidas en el respaldo de una silla, un gato enroscado en el fondo de un sillón de vaqueta, y una gallina bajo una mesa protegiendo con sus amorosas alas varios pollitos, que asomaban los picos por entre las plumas y empezaron a piar del modo suave y repetido que suelen siempre que sienten temor o frío.
Gradualmente sus miradas fueron elevándose del suelo hasta la altura de la puerta del cuarto del fondo, donde vio algo que le pareció una mujer o visión, de pie, escasamente vestida con un ropaje blanco, y el copioso cabello suelto hecho mil anillos y revueltas ondas, desparramadas por el seno y los hombros sin alcanzar a ocultarlos, con ser tan abundoso y largo. Reconocerse, correr el uno hacia la otra y abrazarse estrechamente en medio de los besos ardientes y sonoros, fue todo uno.
El hospital de Paula no es más que la continuación de la iglesia del mismo nombre, inmediato al ángulo de la muralla, por la parte que da al sudeste de la bahía. Tiene la entrada al norte, abierta en una alterosa tapia de una galería que sirve de pasaje entre la iglesia y el hospital. Precede a la entrada un vestíbulo con tejadillo, que más parece mampara de convento que otra cosa. Allí se estaciona un centinela para impedir el escape de los presos o dementes que reciben asistencia médica en el hospital. Generalmente sólo se admiten mujeres en uno u otro estado, cuando ni el delito es grave, ni la demencia de carácter furioso.
La mujer que había visto Leonardo caminando a paso vivo en la dirección del sur de la ciudad, por la calle de San Ignacio abajo, no paró hasta llegar al vestíbulo de que antes hemos hablado. Empezaba a clarear el horizonte entonces por el lado de oriente. Era su ánimo entrarse de rondón, pero ya la centinela con el sable desnudo se paseaba de un extremo al otro del tejadillo, y se le encaró cerrandole el paso:
— Buenos días tenga Vd., señor militar, dijo la anciana tratando de congraciarse con la centinela.
— Buenos o malos, contestó con rudeza el soldado, hace ratos que acá los tenemos.
— El señor militar parece que no me conoce, agregó ella en tono y actitud suplicatorios.
— No tiene nada de extraño, porque el diablo me lleve si he tenido tratos con brujas.
Se persignó la mujer y añadió que deseaba hablar con seña Soledad, la madre del hospital.
— Tampoco conozco a esa tía, repuso la centinela reasumiendo sus paseos. Por allá dentro nadie se menea. Entrar, entrar y despejar el campo.
En traspasando el umbral del vestíbulo, se está en un gran patio cuadrangular que lo forman, por la derecha el costado de la iglesia y por los otros tres lados unos anchos pasadizos, de los cuales el de la izquierda, por tres anchas puertas conduce a la sala de la enfermería. Varias columnas cuadradas de fábrica de mampostería dividen ésta en dos naves longitudinales, llenas de camas, cuyas cabeceras se apoyan en las paredes maestras del edificio, con lo que queda despejado el centro. No había allí mamparas ni compartimientos, de manera que el observador situado en cualquiera de las puertas, podía registrar con la vista todas las camas. Hacia la bahía o el este, lo mismo que hacia el sur y el norte, había ventanas altas que daban claridad y saludable ventilación a la espaciosa sala.
Apenas la mujer con el cilicio de cañamazo puso el pie en el patio, vio asomar por el lado de la iglesia a la madre seña Soledad, con un farolito, y detrás de ella un clérigo en sotana negra de sarga, sin bonete, llevando en ambas manos, a la altura de su pecho, un copón de plata con tapadera de lo mismo. Ambos caminaban a paso largo y murmuraban ciertos rezos que en el silencio del patio resonaban con los zumbidos de muchos moscones. Se encaminaron derecho a la enfermería y atravesaron la sala de un lado a otro. Al pasar los dos por junto a la anciana, conoció ésta de lo que se trataba y cayó de rodillas exclamando:
— ¡Los óleos! Dios reciba en su seno el alma del moribundo.
Rezado el credo con mucho fervor, recogió todas sus fuerzas hecha casi un arco con su cuerpo y dando traspieses, continuó hasta la puerta del medio de la sala y volvió a caer de rodillas. Era que acababa de notar que el clérigo de pie al lado de una cama enfrente, administraba la extrema unción a una de las enfermas, mientras la madre de rodillas en el lado opuesto suspendía cuanto podía el farolito para alumbrar aquella triste y desolada escena.
De vuelta de la iglesia a donde había acompañado al clérigo, la madre tornó a la sala y encontró todavía de rodillas a la mujer del cilicio, con la cabeza doblada sobre el pecho, absorbida en sus oraciones. Tocole en el hombro seña Soledad y le dio los buenos días, en cuyo momento la mujer, en tono de voz casi ahogado por la angustia:
— ¿Conque ha muerto? preguntó.
— Ya descansa en paz, contestó la madre brevemente.
— ¡Ah! dijo la anciana y cayó desplomada en el suelo.
— ¡Jesús! ¡Seña Josefa! repitió la madre haciendo esfuerzos por levantarla. ¿Qué le pasa? ¡Va que Vd., no me ha entendido! Mire que todo ha sido una equivocación de las dos. No comprendí su pregunta de Vd., ni Vd., tampoco comprendió mi contesta. La muerta no ha sido Charo. No, señor, no ha sido ella, sino una pobre morena que hacía pocos días había entrado en el hospital. Charo va mejor, está más aliviada del pecho. Sí, no cabe duda. Así lo dice el médico y yo lo veo. Vamos, venga, quiero que Vd. se desengañe por sus mismos ojos.
Poco a poco, con tales seguridades, empezó a volver en sí seña Josefa. Después de derramar un mar de lágrimas en silencio, se sintió en actitud de seguir a la madre hasta la cama de la enferma por la cual se interesaba tanto. Hallábase la tal a la sazón sentada, sin más abrigo que la sábana que le cubría las piernas encogidas, las cuales sujetaba con ambos brazos desnudos, apoyando la frente en las rodillas. Tenía cortado el cabello casi de raíz, como se hace generalmente con los locos, y bajo la piel floja, descolorida y seca mostraba la armazón de huesos, tanto más cuanto que la camisa, sola pieza interior que llevaba, no le cubría sino parte de la espalda. Por su posición en la cama y por una tos hueca y débil que a veces le acometía, se conocía que estaba viva.
— Charo, Charito, le dijo la madre con amabilidad. Mira quién está aquí. Levanta la cabeza, niña. Anímate.
— ¡Hija mía! se atrevió a decir seña Josefa. Mírame. ¿Me oyes? ¿Me conoces, mi vida? Soy tu madre, quiero verte la cara. Respóndeme siquiera. Te traigo buenas noticias; pronto vamos a sacarte de aquí. Te llevaremos al campo para que te cures y tengas el gusto de conocer y abrazar a tu hija. ¡Ah! ¡Si la vieras! Está lindísima. Es tu retrato cuando eras de su edad.
— Véala Vd. tan callada, dijo seña Soledad. Cuando está así no habla, no se mueve y cuesta Dios y ayuda que pase un bocado. Otras veces la coge por gritar, como si la estuvieran matando, por llorar o por reírse a carcajadas.
Pero en vano empleó seña Josefa los medios que juzgó más eficaces para moverla. En vano acudió a los ruegos, a las caricias, a las lágrimas; la enferma se mostró insensible a todo, no contestó palabra, no alzó la cabeza, no cambió la posición acurrucada. Claro era que no había tenido conciencia de la escena de muerte que acababa de verificarse en una cama opuesta a la suya, y, por supuesto, no dio señal alguna de haber reconocido la voz familiar de seña Soledad, ni la angustiosa de su desconsolada madre.
En fin, se adelantaba el día y era preciso que seña Josefa se apresurase a volver a su casa, donde había dejado sola a la nieta. Dijo, pues, a la carrera a seña Soledad que el caballero que las protegía a ellas se proponía hacer el último esfuerzo para curar a Charo, si es que aún tenía remedio, y que para ello la llevaría al campo, cerca del mar, en donde respirase otro aire y se bañase a menudo, bajo la vigilancia de un médico.
— Pues a ello, seña Josefa, y que para bien sea, dijo alegre la madre. Lo que es aquí, está visto que esa pobre muchacha no tiene cura. Además, es preciso sacarla o no hay modo de impedir que se la lleven para la nueva casa en la Beneficencia. Todos estos días atrás han andado recogiendo pobres y locos por las calles. Ayer se llevaron a Dolores Santa Cruz, tan alborotosa. Y el Comisario Cantalapiedra ya me ha notificado la orden de traslación de todas las locas en disposición de moverse.
Figurarse puede cualquiera cómo llevaría el corazón seña Josefa después de lo que había visto, escuchado y sentido en el hospital de San Francisco de Paula.
Capítulo XI
Vertiendo en ella su funesto hielo,
Levanta el ángel de su guarda el vuelo,
Y Dios torna a otro lado la cabeza.
Era el día claro y calentaba bastante el sol cuando seña Josefa volvió a su casita de la calle del Aguacate. Al parecer nadie allí se había movido, excepto la gallina con sus polluelos, que buscaban la salida al patio por entre el cabio y el quicio de la puerta. El primer cuidado de la anciana fue ver si la nieta reposaba en el alteroso lecho; y satisfecha de que dormía tranquila, se quitó el chal de cañamazo, se desciñó la correa y se dejó caer en la butaca, desalojando para ello al gato, que al ruido de la entrada de su ama entonces se esperezaba, abría tamaña boca y mostraba la roja lengua con los afilados dientes.
En desplomándose dio un profundo suspiro. Apuraba ahora el cáliz más amargo que jamás apuraron labios humanos. Su única hija languidecía en un hospital, privada de los cuidados maternales, falta de juicio y devorada por la consunción, si que ella pudiera valerle en nada. Que no tendría remedio ni alivio mientras continuara en ese lugar, plenamente convencida quedó en aquella mañana seña Josefa, si era que antes abrigaba dudas.
¿Por qué estaba la madre afligida separada hacía tanto tiempo, de la hija doliente y moribunda? Esta separación tenía dieciséis años de fecha, porque, según recordará el lector, María del Rosario Alarcón había perdido el juicio a consecuencia del sentimiento y sorpresa que le produjo el secuestro de su hija recién nacida, para pasarla por la Casa Cuna. Cuando se la devolvieron, bien amamantada y rolliza, ya era demasiado tarde, ya se había apagado en su mente el último rayo de la divina luz. Todavía si su demencia hubiese tomado un carácter manso y tranquilo, habría sido posible dejarla pasar el resto de su vida al lado de la madre y de la hija; pero a veces le entraban accesos de furor, en cuya disposición era difícil sujetarla e impedir que se hiciera daño o le hiciera a los suyos.
Además, aun cuando por no haber casa de dementes en La Habana, admitían en los hospitales, por ejemplo, en el de Paula, algunas mujeres en ese estado, aquéllos cuyas familias no podían guardarlos en sus casas que eran los más, andaban sueltos por las calles, hechos el hazmerreír de los muchachos y el escándalo de las gentes timoratas. Tal, entre otros, Dolores Santa Cruz, a que hizo referencia la madre del hospital de Paula.
Esta negra había sido esclava de la familia distinguida de Jaruco cuyo apellido llevaba. Con su industria y economías había logrado libertarse y reunir un capital. Compró casa y esclavos, dedicándose a la reventa de carnes y frutas, que entonces era negocio bastante lucrativo.
Sin que sepamos el motivo, alguien le disputó en juicio el dominio directo a su pequeña hacienda. Esto la enredó en un pleito largo y costoso, que si bien ganó con costas, en honorarios, sobornos, propinas, entre abogados, procuradores, escribanos, oficiales de causa, jueces y asesores, se consumió el valor de la casita, juntamente con el de las dos esclavas. El resultado fue, que el día menos pensado la pobre mujer se quedó literal, no figuradamente, por puertas.
Golpe rudo debió de haber sido éste para quien amaba mucho el dinero y las satisfacciones que procura. La que siendo esclava fue libre, dueña de esclavos y de fincas, y de nuevo se vio atada al poste de otra esclavitud: la miseria; no era posible sobrellevar el cambio sin que su razón perdiese el equilibrio. Se le desvaneció en efecto, y desde entonces, vestida de harapos, y adornada la cabeza con flores artificiales y pajas, a la Hamlet,38 recorría día y noche las calles apoyada en un palo largo, de que pendía una jaba, gritando desaforadamente por las esquinas: ¡Po! ¡po! Aquí va Dolores Santa Cruz. Yo no tiene dinero, no come, no duerme. Los ladrones me quitan cuanto tiene. ¡Po! ¡po! ¡Poó!
Figúrese el lector la hija de seña Josefa, madre a su vez desgraciada, revelando al pueblo en sus arrebatos de locura los pasos, los medios y el nombre, quizás, de la persona o personas por cuya agencia se veía en aquel tristísimo estado. No debía darse, y no se dio semejante espectáculo; antes por doloroso que fuese el sacrificio hubo que hacerlo todo entero, como que de ello dependían hasta cierto punto la salud y la felicidad de la inocente niña que había sido la causa indirecta de la desgracia de su madre. Tampoco debía crecer y desarrollar su razón viendo que ésta la había perdido y era el ludibrio de los extraños. Ni había llegado el tiempo, creía la abuela, de que la hija y la madre se conociesen. La separación, pues, podía ser eterna.
Tales pensamientos ocupaban el ánimo de la anciana con más fijeza que nunca en los momentos que llamaron a la puerta de la calle. Cual si despertara de un sueño pesado, levantose a abrir y se encontró con el lechero, isleño de Canarias que en el traje usual de los campesinos, con una botija debajo del brazo y un jarrito de lata en la mano, la saludó en el tono peculiar de su país, con las palabras:
— Pues abriera para mañana la casera. Veríficamente ésta es la tercera vez que le traigo la leche.
— Yo estaba en misa, contestó seña Josefa trayendo la cazuela para recibir la poción láctea.
— Como que iba creyendo que se habían muerto toditos en esta casa.
— Acabo de entrar de la calle.
Después de mirar a la vieja con aire peculiar, añadió:
— Andese con cuatro ojos la casera, continuó el lechero; porque enseña el refrán que el que tiene enemigos no duerme.
— Yo no tengo enemigos, a Dios gracias.
— Parécele a la casera. Toditos tenemos enemigos ocultos en este mundo. ¿No tiene la casera una hija bonita?
— ¿Hija? No, señor, nieta.
— Es lo mesmo. Pues en el palmito de esta nieta está el enemigo del reposo de la casera. No hay mozo que no se perezca por los buenos palmitos. El demongo me lleve si esta madrugada mesma no vide por aquí un lindo don Diego. Ahora no me atrevo a decir si estaba juntito a la puerta o a la ventana… Pero de que lo vide lo vide.
— El casero se engaña, observó la anciana desazonada y temblorosa. No estuve fuera sino por corto tiempo, y mi nieta no tiene mozo que le persiga el lindo palmito como dice el casero.
— Dígole a la casera lo que le digo, ándese con cuatro ojos, y no se duerma en las pajas, porque de que lo vide lo vide.
Nuevo motivo de inquietud y de tormento para la desventurada abuela. Sabía que un joven blanco, de familia rica, seguía a su nieta como la sombra al cuerpo, que la hacía regalos costosos, que la facilitaba su carruaje para concurrir a los bailes de las ferias, que ella decididamente se pagaba de esas atenciones y obsequios; pero estaba muy distante de creer, siquiera de sospechar, que él se aprovechase de su ausencia en la iglesia o el hospital para soplarle la nieta, corromperla y malograr su porvenir.
Entonces pensó que la había dejado sola, encomendada a la vecina de la casa inmediata, y bien pudieron los dos amantes ponerse de acuerdo, darse cita de antemano y reunídose allí mismo, mientras ella se andaba por Paula. De cualquier modo, afirmaba el lechero haber visto temprano a la puerta de su ventana o casita a un lindo don Diego. — ¿Quién sabe si estuvo dentro? ¿Cúya era la falta si ocurría una desgracia? ¿Sería posible que la nieta siguiese el mismo camino y casi por los mismos medios se perdiese como su desventurada madre?
— ¡Ah! exclamó seña Josefa cayendo de rodillas al pie del nicho donde se veneraba la imagen de la Dolorosa. ¡Virgen Santísima! ¿Qué he hecho yo para este duro castigo? ¿Cuál ha sido mi grave culpa? ¿Habré estado toda la vida en pecado mortal sin saberlo? Tú sabes que he sido buena hija, buena hermana y cariñosa madre. Yo he procurado criar mis hijos en el santo temor de Dios. Yo me he desvelado por infundirles sanos principios de moral, de virtud y de religión. Yo cumplo estrictamente con lo que manda la santa madre Iglesia. ¿Por qué consientes, Virgen purísima, amparo de los débiles, madre de misericordia, por qué permites que el Tentador en figura humana aleje a mi nieta, niña inocente, tierna oveja del señor, del camino de la virtud, la empuje al pecado y la haga caer de la gracia divina como a su infeliz madre? ¿Me abandonarás tú también, piadosísima Señora, en éste el más duro trance de mi vida?
Aunque seña Josefa había tomado casi al pie de la letra las ideas y hasta las palabras de los libros de devoción, únicos que leía, no cabe duda ninguna sino que el fervor de su fe religiosa, la consideración de la nueva desgracia que le venía encima, la conciencia de la tremenda responsabilidad que le cabía en caso de salir ciertas sus sospechas, en medio de su poca cultura, la habían inspirado, al punto de improvisar una oración elocuente, por cuanto expresaba con verdad los sentimientos que la dominaban en aquellas circunstancias. Poco fue, no obstante, el alivio que proporcionó a su desgarrado corazón el ferviente desfogue. Porque el aviso del canario, por oportuno y certero, hacía en su pecho el mismo efecto del cuchillo, hincado en las carnes, que si se mueve lascera, si se clava, mata. Tampoco era fácil olvidar las últimas sentenciosas palabras de aquél, no pensar en ellas; antes continuamente resonaban en sus oídos: De que lo vide lo vide.
También resonaron en los oídos de Cecilia, la cual no dormía desde mucho antes que volviese su abuela de la iglesia; sólo que le causaron impresión muy distinta. Encendiéronle el pecho en cólera e indignación. Porque, pensaba ella, ¿quién mete al hombre a dar semejante aviso? ¿Qué le iba ni le venía conque ella tuviese o no tuviese un amante, en que se viese con él o no por la puerta o por la ventana? ¿Por qué insistir en haberle visto? ¡Maldito hombre! ¡No se le hubiera secado la lengua antes de decir lo que dijo! Seguramente también vio al joven entrar o salir, y si no lo afirmó con la misma pertinacia, fue porque la abuela no le dio tiempo ni ocasión.
Pero fuerza era atender a las demostraciones de dolor y sentimiento de la abuela, que parecían extraordinarias y debían tener causa poderosa y legítima. ¿Cuál podía ser ésta? Ignoraba Cecilia lo ocurrido en Paula. Su conciencia alarmada vino a descifrarle el enigma. Había cometido una grave falta admitiendo en su casa, a ocultas de la abuela y contra su expresa orden, al joven blanco con quien cultivaba relaciones amorosas.
Desde ese punto, la soberbia e independiente Cecilia experimentó algo que no había experimentado nunca, algo que no atinaba a explicarse ella misma, una revolución en todo su ser. Es que ante la culpa empezaba a verse débil, temerosa, irresoluta, y tener vergüenza de sí, de su abuela y de sus amigas. ¿Con qué cara se les presentaría ella? El hombre de la leche iba a publicar su falta por todas partes aquella misma mañana. Cuando menos el vecindario ya estaba impuesto de todo, y en cuanto saliera a la calle la señalarían con el dedo y dirían de manera que lo oyese: — Ahí va la muchacha que se aprovecha de la ausencia de su abuela en la iglesia para admitir en su casa al hombre que públicamente la corteja.
Pero en medio de aquella confusión de ideas, comprendió Cecilia sin mayor esfuerzo dos cosas importantes: la una, que tal vez la abuela no estaba aún convencida de su culpa; la otra, que a la tranquilidad de las dos, pues que ya no había remedio, convenía disimular lo más posible hasta averiguar la verdad de lo que pasaba y tomar un partido. En esta disposición, se levantó con tiento, se echó por encima de la camisa un traje y se asomó a la puerta de la alcoba. Aún se hallaba la anciana de rodillas y concluía la improvisada plegaria. Corrió a arrodillarse a su lado, le pasó un brazo por la cintura y, dándole un beso en la mejilla, le preguntó con exquisita ternura: — Mamita, ¿qué tiene su merced? ¿Por qué está tan afligida?
No le respondió palabra la anciana, volvió a la butaca y rompió a llorar en silencio. No hay cosa más pegadiza que el llanto, y Cecilia estaba predispuesta a contraer el mal. Se arrojó en brazos de la abuela y confundió sus lágrimas con las de ella; desahogo necesario de dolores que, sin embargo, tenían contrapuesto origen. Tal vez habrían aprovechado aquella coyuntura para tener una explicación que no podía menos de ser satisfactoria para entrambas, porque así lo predisponía el estado de sus ánimos; pero llamaron de nuevo a la puerta y seña Josefa se apresuró a abrir, enjugándose de camino las mejillas empapadas. Era la vendedora de carne, manteca y huevos, negra de África, con tablero cuadrilongo equilibrado en la cabeza sobre un rodete, y un espanta-moscas, hecho de varetas de palma de coco, en la mano derecha.
Bien por cierta tendencia a la obesidad, por el calor, o por el desaliño natural de la gente de color, el traje de la vendedora consistía de falda de listadillo y camisolín, que cuando limpio debía de ser blanco, y apenas le llegaba a los hombros, quedándose más corto por las espaldas, cuyas partes, junto con los brazos desnudos a la griega o romana y las mejillas redondas y rollizas, le brillaban cual si, a la usanza de su tierra, se las hubiese untado con grasa. Por supuesto, no calzaba zapatos, sino que al caminar arrastraba un par de chancletas con la punta de los dedos. Luego que abrió seña Josefa, depuso el tablero en el quicio de la puerta, y en tono de voz chillona, cuyo volumen no correspondía con el de su cuerpo, dijo:
— Güenos días, caserite. ¿No me toma naa hoy? Entoavía no ha hecho la cru.
Contestado brevemente el saludo por la anciana, ayudó a deponer el tablero en el suelo, agregando de prisa que le diera un real de carne de puerco, medio real de huevos y medio de manteca. La vendedora cortó la carne a ojo de buen cubero, y con los demás artículos pedidos la puso en un plato que trajo Cecilia; y no bien la vio, parece que la entraron ganas de hablar hasta por los codos.
— Labana etá perdía, niña. Toos son mataos y ladronisio. Ahora mismito han desplumao un cristián alantre de mi sojo. Uno niño blanca, muy bonite. Lo abayunca entre un pardo con jierre po atrá y un moreno po alantre, arrimao al cañón delasquina de Sant Terese. De día crara, niño, lo quitan la reló y la dinere. Yo no queriba mirá. Pasa batante gente. Yo conose le moreno; e le sijo de mi marío. ¡Ah! Me da mieo. Entoavía me tiembla la pecho.
Con semejante descuadernado e ininteligible relato, se asustó mucho Cecilia, porque le pasó por la mente que el robado podía ser su amante; pero disimuló cuanto pudo y la carnicera prosiguió:
— Allá por los Sitios ha habio la mar y la morene lotra noche. Tondá quiee prendré los mataores del bodeguer de la calle Manrico y la Estreya. Elle estaba en un mortorio. El gobernaó manda prendeslo. Dentra Tondá, elle solito con su espá, coge dos; Malanga, lo sijo de mi marío juye po patio y toavía anda escondió. Ese, ese, ma malo que toos. Conque pa que vea la caserite. No se pue un fía de naide. ¡Adiós, caserite! Mucha salú.
Ida la carnicera vino el panadero con la cesta de pan a la cabeza de un negro que le seguía los pasos, como la sombra verdadera de su cuerpo. Entonces seña Josefa se acordó que debía preparar el almuerzo. Según dijimos al principio de esta historia, el fogón se hallaba en el patio, debajo de un alero de mesilla, sin chimenea ni cosa que lo valga. Allí la anciana hizo lumbre valiéndose del eslabón, el pedernal, el azufre, el cabo de vela y unos cuantos carbones vegetales, y en poco más el almuerzo quedó listo. Entretanto Cecilia puso la mesa y ambas mujeres se sentaron a ella. Por largo rato estuvieron sin probar bocado, levantar los ojos del plato, ni hablar palabra. Es que a cada rato esperaba la nieta que la abuela le leyese la culpa en el semblante, y no se atrevía a mirarla de frente; al paso que ésta parecía muy nerviosa y desazonada. Varias veces intentó decir algo; harto se le conoció por el movimiento de los labios, y otras tantas la voz se le atravesó en la garganta, porque en vez de sonidos articulados sólo se le escaparon sollozos. Por último, hizo un esfuerzo y dijo:
— Yo debía morirme ahora mismo.
— ¡Jesús, mamita! No diga eso, exclamó Cecilia sin alzar la cabeza.
— ¿Por qué no, si tal es lo que siento? ¿Qué hago yo en el mundo? ¿De qué sirvo? De estorbo, nada más que de estorbo.
— Nunca había hablado así su merced.
— Puede ser, pero mis penas, aunque grandes, he podido sobrellevarlas hasta ahora. Ya estoy vieja; sin embargo, me faltan las fuerzas, no puedo más. Estaba pensando que sería mejor echarme a morir.
— ¿No dice su merced que es pecado murmurar de los trabajos y penas que Dios nos manda? Acuérdese que Jesucristo llevó la cruz hasta el calvario.
— ¡Pobre de mí! Mucho tiempo hace que he andado la vía crucis, y que estoy en el calvario. Sólo falta mi crucificación, y tal parece que me la tienen decretada aquellos mismos que más quiero en este mundo.
— Si mamita lo dice por mí, mire su merced que comete una verdadera injusticia. Bien sabe Dios que por aliviarle los pesares, de buena gana daría la sangre de mis venas.
— No lo demuestras, no se te conoce. Al contrario, parece que te complaces en hacer siempre lo que yo no quiero que hagas, lo mismo que te prohíbo. Si tú me quisieras como dices no harías ciertas cosas…
— ¡Eh! Ya veo por donde va su merced.
— Voy por donde debo ir, por donde va toda madre que estima en algo el porvenir de sus hijos y su propio decoro.
— Si su merced no diera oídos a chismosos, lengua largas, se ahorraría más de un disgusto.
— Sucede, niña, que esta vez el chisme viene bien con lo que yo vi con estos ojos y oí con estas orejas que se han de comer la tierra.
En el calor de la discusión la muchacha había cobrado aliento y dijo:
— ¿Qué ha podido ver ni oír su merced que no sea un chisme? Vamos, dígalo.
— Cecilia, lo que yo veo claro como la luz del día es que a pesar de mis amonestaciones y de mis consejos, tú buscas tu perdición como la mariposa la luz de la vela.
— Y si cierta persona, que es a quien su merced se refiere, se casa conmigo, me colma de riquezas y me da muchos túnicos de seda, y me hace una señora y me lleva a otra tierra donde nadie me conoce, ¿qué diría su merced?
— Diría que ese es un sueño irrealizable, un disparate, una locura. En primer lugar él es blanco y tú de color, por más que lo disimule tu cutis de nácar y tus cabellos negros y sedosos. En segundo lugar, él es de familia rica y conocida de La Habana, y tú pobre y de origen oscuro… En tercer lugar… Pero, ¿a qué cansarme? Hay otro inconveniente todavía mayor, más grande, insuperable… Tú eres una chicuela casquivana… Mujer perdida, sin remedio. ¡Dios mío! ¿qué he hecho yo para que me castiguen así?
La última exclamación la hizo seña Josefa, ya en pie y con las manos en los oídos, como para no oír por boca de la nieta la confirmación del mal juicio que se había formado acerca de sus opiniones sobre el matrimonio. Cecilia se puso también en pie y quiso seguir a la abuela, sea con la intención de calmarla, sea con la de justificarse, explicando o ampliando su idea; pero se detuvo de repente porque en aquel momento asomó por la entreabierta puerta de la calle el bien conocido rostro de Nemesia.
Capítulo XII
esa mano en este pecho.
¿No sientes en él, Matilde,
Un volcán? ¡Pues son mis celos!
— SANTOS DÍAS POR ACÁ, entró diciendo muy risueña Nemesia sin llamar a la puerta.
Pero se quedó callada e inmóvil no bien echó de ver la cara y actitud de sus dos amigas. La abuela había vuelto a desplomarse en la butaca, su sitio favorito; la nieta se mantenía de pie, junto a la mesa, en la cual apoyaba una mano, fluctuando visiblemente entre el dolor y la desesperación.
No pudo ser más oportuna la aparición de la amiga en aquellas circunstancias. La anciana había dicho más de lo que la prudencia aconsejaba, y la joven temía averiguar el sentido íntimo de las últimas palabras de la abuela. ¿Qué sabía ella? ¿Por qué usar un lenguaje tan embozado? ¿Abrigaba fundadas sospechas o sólo pretendía intimidar?
La verdad es que en la disputa, con la conciencia alarmada, si no en posesión de hechos, ambas habían avanzado a un terreno resbaladizo, hasta allí vedado para ellas, donde la primera que entrase había de recoger larga cosecha de pesares y remordimientos. Por su parte, no creía seña Josefa llegado el momento de enterar a Cecilia de su verdadera posición en el mundo. Tal vez el lechero se había equivocado respecto de la identidad del joven; tal vez éste meramente pasaba por la puerta de la casa. Si usted quiere conservar la inocencia de una doncella, no la acuse, sin pruebas de haber pecado. Por estas razones seña Josefa, aunque desazonada, y llena de profundo pesar, desde lo íntimo del pecho saludó con alegría la venida inesperada de Nemesia.
Por fortuna también, para sacar a las tres mujeres de su embarazosa situación, llamaron entonces a la puerta de la calle con un fuerte golpe de aldaba, modo desusado de llamar. Seña Josefa, siempre lista para estos casos, corrió a abrir, recibiendo, junto con un saludo profundo, un papel que le alargó un negro ya canoso, vestido decentemente de limpio. Tenía todo el aire de calesero de casa principal. Dada la carta, se marchó diciendo: — No contesta.
No tenía, en efecto, contestación, ni venía dirigida a seña Josefa, sino al «Dr. Don Tomás de Montes de Oca. En mano propia». Llegaba a tiempo de calmar la ansiedad mayor de su espíritu atribulado. Con el auxilio de las gafas, que le alcanzó Cecilia, pudo ella mascullar para sí:
«Muy señor mío: De conformidad con lo que hemos hablado, doy la presente a la portadora, que se le presentará hoy mismo, a fin de que Vd. la explique lo que haya de hacerse en el asunto consabido. Está de más repetirle que responde a todo y que le vivirá eternamente reconocido S. S. S. y amigo Q. B. S. M.39
C. de Gamboa y Ruiz.»
Leída una y otra vez la carta para enterarse mejor del contenido, miró por encima de las gafas, primero a la nieta, luego a Nemesia, que se estaba callada a esperar el resultado de aquella escena muda, conocidamente absorbida, y como dudosa del partido que debía tomar. Pero el «hoy mismo» de la carta la obligó a formar una resolución preguntando:
— ¿Qué hora es?
— Son las ocho, contestó Nemesia prontamente. Acaban de mudar las guardias de la suidad. Como que oigo los tambores entodavía.
— ¡Qué me alegro! repuso seña Josefa. ¿Estás tú hoy muy de prisa, hija mía? añadió hablando con Nemesia.
— No, señora, ni un tantico. Iba a la sastrería de Uribe en busca de costura. Pero si la vida dura, el tiempo es largo. Iré más tarde. Lo mismo da.
— Ahora bien, hija, tú me vas a hacer un favor: te quedas aquí en la compaña de Cecilia, intertanto doy un saltico a la Merced y vuelvo en un santiamén. ¿Te quedarás?
Sin aguardar respuesta se ciñó de nuevo la correa, se echó el chal de cañamazo por la cabeza y salió a la calle. Y no bien lo hizo cuando Nemesia se volvió de improviso para Cecilia, la cogió por ambas manos y le dijo:
— ¿Qué te cuento, china? Acabo de toparme con él.
— ¿Con quién? preguntó Cecilia.
— Con tu adorado tormento.
— ¿Y qué bienes nos vienen con esa gracia?
— ¿Es posible, mujer? Lo dices como si no te importara. Cuando digo que me he topado con él es porque creo que te interesa saber cómo, cuándo y dónde lo he visto. Vengo a buscarte.
— Yo no puedo salir.
— Para estos casos siempre hacen un poder las mujeres de pelo en pecho como tú.
— Mamita puede volver pronto y yo no quiero que me encuentre fuera.
— ¿Qué importa? ¿Quién dijo miedo? No es lejos tampoco. Detrás de Santa Teresa.
— No sé qué sacaré yo con ir hasta allá.
— Tal vez un desengaño.
— Pues para eso no voy. No quiero desengaños tan temprano.
— Es preciso que vengas, mujer. Te interesa, te lo repito. Pronto.
— No estoy vestida ni peinada.
— No le hace. En un momento te pones el túnico, te alisas el pelo, te echas la manta por la cabeza y naide te conoce. Yo te ayudaré.
— Nene, ¿cómo dejamos la casa?
— Le echamos la llave a la puerta, y ojos que te vieron ir, paloma torcaza. Vamos, anda. No hay tiempo que perder. Podemos llegar tarde, cuando haygan volado los pájaros.
— Me da vergüenza salir a la calle de trapillos.
— Naide te verá. ¡Hombre! Ni que fueras a perder por eso el casamiento. ¿Vienes? Sería una lástima llevarnos chasco.
— ¿Qué será? pensó Cecilia entrando en el cuarto para prepararse, como lo hizo, en un dos por tres.
Había logrado Nemesia despertar la curiosidad y aún la alarma en el ánimo de la amiga, y de antemano saboreaba el placer de verla morir de celos.
Bastante trabajo costó a las dos muchachas el cerrar la puerta con llave. La oxidada cerradura estaba fija en el ángulo del marco y la traviesa a un lado, el picolete adherido a su armella en la hoja macho al otro, mal ajustado en la alcayata que le servía de apoyo, y de consiguiente no entraba el cerradero en la hembrilla para que hiciera presa el pestillo. Al fin, lograron su objeto, haciendo uso Cecilia de más maña que fuerza; y echaron a andar a paso menudo, bajo la sombra de los tejados, en dirección del sur de la ciudad.
Detrás de las tapias del convento de Santa Teresa, opuesto a una casa de ventanas de poyo alto y rejas voladizas, había parado un carruaje, al cual se veían enganchados tres caballos apareados, de frente para la calle de la Muralla. El calesero montaba el de la izquierda, armado de machete largo y demás adminículos del oficio, en son de marcha. Al estribo inmediato a la acera había un joven dando los últimos adioses a una señorita en traje de viaje, que se hallaba sentada a la derecha de un caballero entrado en años y de aire respetable.
Ocupaba el poyo de la ventana mencionada un grupo compuesto de varias señoras y caballeros, todos conocidos nuestros; es decir, la familia Gámez, Diego Meneses y Francisco Solfa, despidiéndose de Isabel Ilincheta que, en unión de su padre, se volvía para Alquízar. Casi a un tiempo todos aquéllos le dirigían la palabra desde la ventana y ella les contestaba, asomando a veces la cabeza por debajo del capacete, sin desatender el joven al estribo, que apoyaba en él un pie mientras asía con la mano izquierda la abrazadera del quitrín.
En esto llegaban las dos muchachas por la parte del norte de la calle. Desde lejos reconoció Cecilia al joven que hacía de lacayo, Leonardo Gamboa. Y aunque no había visto todavía a la dama del carruaje, ni a derechas la conocía tampoco, adivinó quién podía ser. Andando, andando, formó la resolución de dar un buen susto a los dos, tal que les sirviera de castigo, si no de saludable escarmiento. Para ello, adelantose a su compañera, le pegó un fuerte empellón a Leonardo, que, por no estar prevenido, perdió el equilibrio, resbaló y dio de costado en la concha del quitrín, a los pies de la sorprendida dama. Esta, ignorante de lo que pasaba, o juzgando que aquello no era más que una broma, aunque pesada, sacó la cabeza por debajo de la cortina para ver a la agresora, en cuyo momento, creyendo reconocerla, entre asustada y reída, exclamo: — ¡Adela!
En efecto, Cecilia, sin el disfraz, pues se le había rodado el embozo a los hombros, la negra cabellera flotando, sólo sujeta a la altura de la frente por una cinta roja, con las mejillas encendidas y los ojos chispeantes de la cólera, era el trasunto de la hermana menor de Leonardo Gamboa, aunque de facciones más pronunciadas y duras. Mas ¡ay! reconoció ella pronto su error. Apenas se cruzaron sus miradas, aquel prototipo de la dulce y tierna amiga se transformó en una verdadera arpía, lanzándole una palabra, un solo epíteto, pero tan indecente y sucio que la hirió como una saeta y la obligó a esconder la cara en el rincón del carruaje. El epíteto constaba de dos sílabas únicamente. Cecilia lo pronunció a media voz, despacio, sin abrir casi los labios: — ¡Pu…!
Nemesia se llevó por fuerza a Cecilia, Leonardo se incorporó como pudo, el señor Ilincheta dio la orden de marcha, el calesero pegó con el pie en los ijares del caballo de varas, dejando caer al mismo tiempo la punta del látigo en las espaldas del de fuera y el carruaje partió a buen paso, con lo que a poco más se perdió de vista en la esquina de la calle inmediata, por donde torció a la derecha en dirección de la puerta de las murallas de la ciudad, llamada de Tierra. En vano las señoras y caballeros en el poyo de la ventana esperaron ver alzarse la cortina del postigo posterior del quitrín y asomar el pañuelo blanco para decir el último adiós. Ni aquélla se movió, ni apareció éste tampoco, pregonando el hecho, desde luego, la desagradable impresión que había producido el lance en el ánimo de los desapercibidos viajeros. Mas todavía cuando recapacitaron en lo que acababa de suceder, ya no estaban allí las mulatas, ya había desaparecido Leonardo juntamente con el carruaje.
En la calle de la Merced, cerca del convento de este nombre, como quien va para la alameda de Paula, sobre la mano derecha, hay una casa de azotea, la única de la cuadra. La entrada, aunque amplia, pues admitía hasta dos carruajes en fila, no era de las llamadas propiamente de zaguán. Delante de la puerta había estacionada una mala volante a la que se hallaba enganchado entre varas, un caballo que para no desdecir de aquélla tenía más de Rocinante que de Bucéfalo. Encaramado allá en la alterosa silla, hecha así por la multitud de sudaderos para mejor resguardo de los lomos de la bestia, descansaba a horcajadas el calesero negro, cuyo traje y aspecto no desdecían un punto del resto del equipaje. Mientras esperaba por el dueño, o dormía, o tenía en la mollera más aguardiente del necesario, porque le costaba trabajo mantener la cabeza erecta y alta, antes daba a veces con la frente en el pescuezo del caballo, que por su inmovilidad parecía de piedra.
Se le acercó seña Josefa por el lado de dentro y le dirigió la palabra repetidas veces, sin lograr que despertara o diera señales de vida. Bien es que ella, por respeto o por natural timidez, ni alzaba bastante la voz, ni osaba tocarle. No sabía su nombre tampoco, pero sospechando que se llamaba José, le dijo éste repetidas veces en tono cariñoso: — José, José, Joseíto, ¿está ahí el Doctor?
Medio se incorporó el negro en la silla, e hizo muecas horribles en el afán de abrir los ojos, casi cegados por el polvo blanco de la calle, y dijo al fin: — Yo no me ñama José, me ñama Ciliro, y mi amo el Dotor está ahí aentro, si no ha salío. Dentre, dentre.
Después de darle las gracias al amable calesero, entró, en efecto, la anciana. Había en la sala varias personas de aspecto pobre y ambos sexos esperando por el médico, el cual en aquel momento no se hallaba presente. Seña Josefa le conocía, y desde luego le buscó por todas partes con cierta inquietud, pues tal vez había salido; aunque el hecho de la volante a la puerta y la presencia de los pacientes en la sala, indicaban que si estaba fuera de casa, no era para la visita ordinaria de enfermos que giraba todos los días después de almuerzo. Al fin alcanzó a verle en el patio, inclinado sobre un hombre que, sentado en una silla, emitía de cuando en cuando quejidos apagados, más dolorosos, por donde se conocía que el Doctor ejecutaba una operación quirúrgica difícil. Era Montes de Oca cirujano hábil, no cabe duda, al menos atrevidísimo en el manejo de la cuchilla, tajando carne humana como quien taja hogazas de pan, siempre, es verdad, con acierto, tal vez por la misma sangre fría con que ejecutaba esas operaciones carniceras. Cuéntase, en efecto que en cierta ocasión le abrió el vientre a un individuo para extirparle un absceso que se le había formado en el hígado, y que lo ejecutó con la mayor fortuna, pues no se le murió el paciente entre las manos, sino que sanó, al menos de aquella dolencia. Eso sí, era tan hábil como interesado y codicioso de dinero. A nadie curaba de balde; ni se movía de su casa sino para hacer visitas de paga al contado violento, o con promesa explícita de que se le pagaría bien su habilidad, reconocida generalmente, tarde que temprano.
Conoció luego seña Josefa que había terminado la operación, así porque había cesado de quejarse el paciente, como porque el Doctor, alzando el instrumento con que la había ejecutado, dijo:
— ¡Ea! ya está Vd., despachado. Vea lo que tenía en el oído: un frijol, como un garbanzo, pues con la humedad de esa parte creció dos tantos de su natural tamaño.
— Gracias, Doctor, mil gracias. Dios se lo pague y le dé mucha salud. No sabe Vd. cuánto me ha atormentado ese frijol en el oído. Hacía más de diez días que no dormía, no comía ni…
— Lo creo, le interrumpió el Doctor con aire triunfante y no poco receloso. Buen trabajo me ha costado extraerle el cuerpo extraño. Luego, la parte esa es tan delicada, que por poco que me fallase el pulso podían resbalarse las pinzas y dañarle el tímpano del oído y dejarle sordo por el resto de sus días. Bien. Ahora me paga Vd. mi trabajo, se marcha a casa y se da unos bañitos de cocimiento de malvas con unas gotas de láudano para calmar la irritación…
— ¿Cuánto le debo Doctor? preguntó el hombre temblando, no ya del dolor, sino del recelo de que le pidiesen mucho dinero por una operación ejecutada, y eso brevemente.
— Media onza de oro, contestó Montes de Oca con sequedad e impaciencia.
No tuvo el hombre más remedio que meterse la mano en el pantalón y sacar un pañuelo nada limpio, en una de cuyas puntas tenía atadas varias monedas, que ciertamente no hacían mucha mayor suma de la que había exigido el cirujano por la curación. Volvía éste para la sala, como acostumbraba con la cabeza baja y el hombro derecho derribado, cuando se encontró de manos a boca, cual se dice, con seña Josefa, a la que preguntó con su voz gangosa:
— ¿Qué quiere Vd. buena mujer?
Por toda respuesta seña Josefa le alargó la carta de recomendación.
— ¡Ah! agregó el cirujano después de haberla leído. Tenía ya noticias de esto. El mismo señor don Cándido estuvo aquí bien temprano y me habló del asunto. Pero debo decirle a Vd. lo que a él le dije, a saber: que no he visto aún a la enferma, que no conozco el caso y que sin conocerlo tendría que ser adivino para decidir lo que deba hacerse.
— ¿No le contó el señor don Cándido, se atrevió a observar la anciana, toda temblorosa, que el caso es desesperado, digo, que no da espera, porque depende la vida o la muerte…?
— Sí, sí, la interrumpió el cirujano. Algo me dijo sobre eso el señor don Cándido. El caso es que no puedo atender a todo. Si me dividiese en diez me parece que no daba avío. ¿Ve Vd. los que aquí aguardan por mi? Pues fuera me esperan muchos más, y todos con premura. Estimo al señor don Cándido, sé que es generoso, desprendido y que sabe agradecer los favores que se le hacen. Deseo, puedo y está en mi mano servirle; creo que si le sirvo esta vez, ha de pagármelo bien. Mas Vd. es mujer racional, conocerá que necesito tiempo, que debo examinar por mí mismo el caso antes de aventurar un diagnóstico. Tal vez no tenga cura, tal vez sea peor el remedio que la enfermedad. No soy el médico brujo que a ciegas decidía y así salía ello. Sin embargo, quizás Vd. pueda darme mejores informes de lo que ha podido el señor don Cándido, que, por lo que entiendo, conoce el caso de oídas. ¿Quién es la enferma?
— ¡Mi hija!, señor don Tomás.
— ¿Hija de Vd. eh? ¿Qué edad tendrá ahora?
— Va en los treinta y siete.
— Vamos, no es vieja. Hay ahí cuerpo todavía, y habrá resistencia. ¿Qué tiempo hace que enfermó?
— ¡Ay, señor! Mucho tiempo, la vida de un cristiano, hará ahora dieciocho años más bien más que menos.
— No, no quiero decir eso. ¿Desde cuándo entró en el hospital de Paula?
— Poco después de haber enfermado. Hace ahora algo menos de diecisiete años, porque la niña tendría unos dos meses de nacida cuando, por no poderla sujetar en casa, me vi obligada a ponerla en el hospital de Paula, según me aconsejó el médico Rosaín. Ya puede imaginar el señor Doctor lo que me costaría esta separación. Se me arrancó el alma…
— De suerte, añadió pensativo Montes de Oca, de suerte que la niña…
— ¿Mi nieta? dijo seña Josefa.
— Sí, su nieta de Vd., hija de la enferma, ¿tendrá…?
— Va en los dieciocho años de edad.
— ¿Y qué tal?
— A Dios gracias, buena y sana.
— No, no es eso. Pregunto que qué figura tiene, qué tal parece la muchacha.
— ¡Ay, señor Doctor! su figura y su parecer son los que van a acabar conmigo antes de mucho tiempo. Aunque me esté a mal el decirlo, es lo más lindo en verbo de mujer que se ha visto en el mundo. Nadie diría que tiene de color ni un tantico. Parece blanca. Su lindura me tiene loca y fuera de mí. No vivo ni duermo por guardarla de los caballeritos blancos que la persiguen como moscas a la miel. Me tiene sin sombra.
— ¿Y esa muchacha encantadora acompañaría a la enferma si la sacamos del hospital?
— Si el señor Doctor lo cree conveniente, me parece que sí la acompañaría.
— De convenir, creo que convendría y mucho; pero se ofrece una dificultad. Veamos. ¿Qué tiempo hace que no se ven la madre y la hija?
— ¡Qué! Hace una pila de tiempo. Más de diecisiete años.
— ¿Tanto? Malo. ¿Pero Vd. u otro le habrá hablado a menudo a la madre de la hija y a la hija de la madre?
— A la madre sí le he hablado frecuentemente de la hija, cada vez que he ido a verla; a la hija nunca de su madre. Estoy por creer que no sabe que existe.
— ¿Conque no se ha intentado nunca el que se vean la madre y la hija?
— Nunca.
— Mal hecho.
— Así creí yo, pero el señor Doctor Rosaín, que fue quien la asistió en el parto y después del parto, me aconsejó que las separase, y después que a la madre se le remató el juicio, me repitió que no le hablase de eso a la hija, porque querría verla y era fácil que la loca en uno de sus arrebatos la ahogase con sus propias manos. Pues es preciso que sepa el señor Doctor don Tomás, que tomó la locura con la hija, diciendo que como había nacido blanca tenía a menos el tener madre de color.
— Vaya, pues. Se equivocó Rosaín. Es un buen médico, no se puede negar, sólo que en este caso me parece que perdió los papeles o que se le fue el santo al cielo. Si la madre y la hija se ven de repente, después de una larga separación, tal vez se efectúe una reacción, y las enfermedades se curan con reacciones o revulsiones, no con medicinas, particularmente aquéllas en que aparece afectado el sistema nervioso. Somos todo nervio, nada más que nervio. Irritados los nervios cate Vd. la locura. Estaba pensando… Se había pensado llevar la enferma al campo, a una finca que poseo cerca del puerto de Jaimanitas, a fin de ver si cambiando el aire y dándose unos baños de agua salada, se lograba la revulsión que se busca. Pero es que la hija no puede ir allá con la madre. Figúrese Vd. que en esa finca, en el ingenio de Jaimanitas, digo, tengo sociedad con los Padres Belenitas. Lo administran y muchos de ellos se pasan en él buenas temporadas, en particular durante la molienda. ¿Qué escándalo no se armaría con la aparición de una joven tan linda, como Vd. dice, en medio de aquellos benditos Padres? ¡La tentación! Dios nos libre. Más de uno de ellos perdería el juicio y se diría que yo tenía la culpa… Mas ya veremos modo de arreglar eso. Vuélvase Vd. por acá pasado mañana, que yo veré a la enferma entre tanto y diré a Vd. lo que haya de hacerse. Quiero servir al señor don Cándido, puedo servirle, y me parece que será con beneficio de todos los interesados.
Capítulo XIII
EN LA ÉPOCA DE QUE venimos hablando, eran rara avis los dentistas de profesión en La Habana. Siguiendo aquel refrán castellano que enseña: al que le duele la muela que se la saque, el oficio o arte dental lo ejercían, por la mayor parte, en las poblaciones, los barberos; en los campos los cirujanos, quiénes armados con el potente gatillo de acero, no dejaban diente ni muela con vida.
Había también sacamuelas intrusos o aficionados. Entre éstos, uno de nombre Fiayo se había hecho célebre por la destreza y habilidad con que ponía las raíces al aire y sin dolores de esos apéndices de la masticación. Su fama y popularidad, sin embargo, provenían del hecho, primero, de no emplear instrumento quirúrgico de ninguna clase; segundo, de no llevar dinero por sus mágicas operaciones dentarias.
La hija mayor de los señores Gamboa, Antonia, hacía tiempo venía padeciendo de una neurosis de carácter agudo a la cara, cuyo asiento en la mandíbula superior daba lugar a presumir tenía por causa la carie de un molar. Los médicos consultados, después de probar la aplicación de apósitos, sanguijuelas, enjuagues y cabezales, sin fruto aparente, decidieron se hiciera la extracción. Pero la idea no más de que para llevarse a efecto había de emplearse el temible gatillo, ocasionaba sudores y desmayos en la dolorida joven.
Por aquellos días llegó a La Habana, desde el campo, el mágico dentista Fiayo, y, como de costumbre se hospedó40 en casa del Doctor Montes de Oca. No bien llegó a oídos de doña Rosa la noticia, cuando dispuso la engancharan el quitrín, y sola, con la hija doliente, se dirigió a la calle de la Merced. Llena estaba la sala de pacientes, unos en solicitud de los consejos o remedios del médico, otros de los servicios del famoso sacamuelas. Este ocupaba el segundo cuarto, cuya puerta y ventana daban al patio, y era por eso el más claro y a propósito para las operaciones de la boca. Allí tenía una silla común de madera, en que hacía sentar al paciente con la cara para el este, y en un dos por tres ponía al aire las raíces de la muela o el diente que le indicaba el interesado. Sucedía a veces que encontraba mayor resistencia de la que podía vencer con la fuerza del pulgar y del índice de la mano derecha; en cuyo caso, disimuladamente metía ésta en la faltriquera del chaleco, cual si pretendiera enjugársela, se armaba de una llavecita de hierro, convertía el paletón en gatillo, el tronco en palanca, y el éxito era instantáneo y seguro.
La entrada de doña Rosa Sandoval de Gamboa con su hermosa hija Antonia no causó poca sorpresa en las personas presentes en la sala, principalmente en Montes de Oca, que si bien era el médico de palacio y gozaba de extensa y merecida fama, no estaba acostumbrado a que le consultasen en su propia casa, señoras tan distinguidas y en la apariencia ricas. Tamaña condescendencia y amabilidad no podían menos de obligar a un médico de las condiciones y calidades del que tratamos ahora; así fue que, abandonando desde luego a sus pacientes, salió a recibir y atender a las recién llegadas. No conocía él sino de nombre y de vista a doña Rosa, a pesar de la estrecha y antigua amistad que le ligaba con su marido. Pero a tiempo de acercársele y hacérsela presente, le pasó por la mente que tal vez la inesperada venida de aquella respetable señora tenía que ver algo con la enferma del hospital de Paula, de la cual hablaba precisamente con la anciana seña Josefa, en los momentos en que entró en la sala. Y una vez metido este extraño pensamiento en su cabeza, ya no hubo forma de sacarle de ahí.
— La señora esposa de mi caro amigo el señor don Cándido Gamboa y Ruiz, si no estoy equivocado, dijo Montes de Oca.
— Servidora de Vd., contestó secamente doña Rosa.
— Yo lo soy de Vd. muy atento. ¿Y ésta es su señorita hija de Vd.?
— Sí, señor.
— Bien se conoce. Hermosa niña. Dios se la guarde. Tengan la bondad de pasar adelante y sentarse.
— No hay necesidad, dijo doña Rosa. Vd. es persona muy ocupada, y luego venía solamente…
— Lo adivino, lo sé, mejor dicho, y perdone que la interrumpa, dijo Montes de Oca con desusada oficiosidad. Me complace el ver que Vd., también se interesa por la salud de la enferma en el hospital de Paula. Tanta bondad y nobleza de alma son mucho de celebrarse. Lo veo, lo comprendo perfectamente, desea Vd., conocer cuanto antes cuál es mi diagnóstico acerca del estado de la pobre muchacha. Es de celebrarse.
No teniendo noticias de semejante enferma, la madre y la hija se miraron azoradas, azoramiento que el médico no sólo no entendió, sino que lo interpretó por uno de aquellos sentimientos de admiración mezclados de gratitud que sienten las personas bien criadas cuando les adivinan sus pensamientos y se anticipan a sus caros deseos. Halagada de este modo su vanidad, continuó diciendo, cada vez más satisfecho de su penetración:
— Diré a Vd., señora mía, con gran sentimiento, lo mismo que acabo de decirle a la anciana madre de la enferma, con quien me ha visto Vd., hablando hace poco. No es nada favorable mi diagnóstico. Con Vd. aun puedo ser más franco que con la madre. Ahí no hay ya fuerzas, sujeto, como decimos; quedan sólo alma en boca y huesos en costal, según se dice de los bozales recién llegados de Guinea. Su mal trae origen de una meningitis aguda, superveniente de un susto, que bajo el influjo de una fiebre puerperal, la privó del juicio y produjo un desorden general del sistema nervioso, cuyo estado ha pasado a crónico, para el que hasta ahora no se conoce remedio en la ciencia médica. En el día los síntomas más marcados son los de una consunción lenta, ya en el último período, cuyo término puede ser más o menos cercano, pero cierto y fatal que, o mucho me engaño, o no podría alargar una hora, un minuto el mismo Galeno41 si para ello solamente volviese al mundo. Esta clase de enfermos acaban como las velas así que se evapora el sebo de que están hechas. Se apagará su vida el día y a la hora menos pensada. Lo peor de todo, misea42 Rosa, es que ya es demasiado tarde para sacarla del hospital. Corremos riesgo de que se nos quede muerta entre las manos, que se apague la vela en cuanto le dé el aire libre del campo. Siento mucho no poder llenar los deseos del señor don Cándido…
En este punto hizo Rosa un movimiento de sorpresa que llamó la atención aun del embebecido médico, obligándole a dejar trunca la frase. No era para menos la especie. Mujer más joven, menos precavida que ella, habría hecho una exclamación demostrando mayor desazón y cólera. De tal naturaleza fue, sin embargo, la impresión que le causaron las últimas palabras de Montes de Oca, que cambió de color, poniéndosele rojo en el primer instante el rostro, y luego pálido, y desapareció, por supuesto, la plácida expresión con que había estado escuchando el ininteligible diagnóstico. Aunque de origen bien diverso, la misma sensación de extrañeza experimentó Antonia. No comprendía ésta, es cierto, por su juventud y ninguna experiencia, toda la malicia que podía encerrar el hecho de que su padre desease sacar del hospital de Paula a una muchacha enferma y desconocida para toda la familia, con el objeto de que se curase en alguna otra parte. Pero no se hallaba doña Rosa en el mismo caso. Lo que era oscuro e insignificante para la hija, era un mar de luz para la madre, la verificación de continuas sospechas, el aguijón de celos antiguos y siempre vivos. ¿Quién podía ser aquella moza, ni qué clase de relaciones tenía o había tenido con ella su esposo, que estaba empeñado en sacarla del hospital de Paula por medio del médico Montes de Oca? Debía de ser una mulata, pues que su madre era casi negra. Se hallaba gravemente enferma, el médico la había desahuciado, estaría hecho un esqueleto, fea, asquerosa, moriría ciertamente en breve; pero había sido su rival, había gozado a la par con ella del amor y de las caricias de Gamboa.
¿Por qué disposición del cielo averiguaba en la hora postrera un secreto tras el cual venía corriendo hacía más de una década? Ya era poco menos que inútil la venganza. La muerte se interpondría en breve entre la esposa y la manceba. ¡Qué desesperación! ¡Qué tumulto de pasiones! ¡Qué atar y desatar de cabos sueltos, ocultos mas no olvidados en los rincones del pensamiento! Quería hablar, gritar, desahogar de alguna manera su corazón oprimido. ¡Cuánto alivio no la habrían proporcionado las lágrimas! Cristiana y discreta como era doña Rosa, sin duda hubiera dado en aquel instante la mitad de su vida por retrotraer los sucesos al año 13 ó 14, en que, joven todavía, llena de fuerza y de encantos personales, con menos cordura y calma, la hubiera sido fácil, plausible, hacer valer sus derechos de esposa, de madre y de señora.
Mientras revolvía todas estas cuestiones en la cabeza, obra que no le costó muchos minutos, sino segundos de tiempo, y sentía que la sangre se asomaba toda a sus mejillas, pasole por la mente lo de la niña en la Casa Cuna y su lactancia por María de Regla, la esclava ahora de enfermera en el ingenio La Tinaja; y dedujo, por necesaria consecuencia, que esa historia se relacionaba estrechamente con la mujer enferma en el hospital de Paula. ¿Buscaba, pues, Gamboa salvarle la vida a la madre de su hija bastarda? ¿Quién sería ésta? ¿Vivía aún? ¿La reconocía como tal el padre? Fuerza era averiguarlo. Tal vez Montes de Oca estaba enterado. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar la agitación ya a punto de embargarle los sentidos; y decidió apurar hasta las heces la copa de la curiosidad y de los celos. Así, tomando de nuevo el hilo de la conversación con Montes de Oca, que mostraba deseos de manifestar cuanto sabía, dijo:
— Yo también siento en el alma que no se pueda hacer nada de provecho con la pobre…
— Rosario Alarcón, sugirió el médico, viendo que doña Rosa titubeaba.
— Rosario Alarcón, repitió ésta. Lo más presente que yo tenía. Mi memoria es flaca en esto de recordar nombres. Se lo dije a Gamboa que ya era demasiado tarde y no dudo que el desengaño le causará un verdadero pesar. Luego la hija, así que lo sepa…
— En cuanto a eso, repuso prontamente Montes de Oca, pierda Vd. cuidado, misea Rosa. La abuela ha tenido la habilidad de ocultarle a la hija hasta la existencia de la madre enferma.
— ¡Es posible! exclamó doña Rosa. Parece increíble…
— Nada más fácil, continuó el médico. Esto es, repito lo que me ha contado la anciana que acaba de salir de aquí y que yo no hallo absurdo. Supongo que Vd. no ignora que cuando pusieron en Paula a la Rosario Alarcón, la hija era una chiquilla, sin uso de razón para echar de menos a una madre a quien después no ha visto.
— Con que la hija, una mujer hecha y derecha…
— Y muy linda, sin desdoro de los presentes, dijo Montes de Oca, cortando otra vez la palabra a su interlocutora para interpretar a su manera un pensamiento no más que indicado.
— Quiere decir, dijo doña Rosa, que Vd. conoce a la mozuela. Estaría aquí con la abuela.
— No, señora, no la he visto nunca. Hablo por boca de ganso, repito lo que me ha contado la abuela. Mejor dicho, no la veo desde el primero o segundo mes de nacida, cuando la Real Casa Cuna o de Maternidad estaba situada en la calle de San Luis Gonzaga, cerca de la esquina de la del Campanario Viejo.
— Luego tal es la niña para cuya crianza se tomó en alquiler a mi esclava María de Regla.
— Puede ser, yo no sé de eso jota.
— ¿Cómo que no, si por orden de Vd. se me pagaron las dos onzas mensuales del alquiler mientras duró la lactancia de la susodicha niña?
— ¿Por orden mía? Perdone Vd. misea Rosa. No tengo idea de semejante inquilinato, y, por supuesto, de la tal mensualidad. ¿No estará Vd. equivocada?
— Vaya, señor Doctor, repuso doña Rosa. ¿Es olvido o pura modestia de Vd.?
— Ni lo uno ni lo otro, mi señora. Positivamente no tengo noticias de lo que Vd. dice.
— Así será, dijo al fin doña Rosa advirtiendo que el médico se ponía en guardia. Comprendo lo que pasa por Vd.: no quiere que se hable más de este asunto. No añadiré palabra. Eso no obsta para que yo le manifieste mi complacencia por el uso que hizo Vd. de los servicios de mi esclava, cuando se le ofreció sacar de apuros a un amigo. Permítame le agregue, ya que se presenta la ocasión, que me negué a tomar un peso por el alquiler de la criatura, y que si al fin recibí el dinero fue porque se me dijo que de otro modo Vd. no la aceptaba.
Guardó silencio Montes de Oca. Únicamente inclinó respetuoso la cabeza como hombre que, cogido en un fallo, y sin salida plausible ni medios de defensa, se resigna y aguarda la sentencia. Pero lo poco que negó fue precisamente aquello de que debía estar más convencida doña Rosa, es a saber, del inquilinato de la nodriza y del salario que por ello la abonaron mes a mes, durante cierto tiempo. En lo que sí se equivocaba lastimosamente era en dar por hecho que Montes de Oca había sido el contratante y pagado el dinero del supuesto alquiler. Sobre este particular importante había sufrido dicha señora un engaño: ¡su marido no le había dicho la verdad!
Ahora bien: a la vista de la persistente negativa del médico, ¿salió doña Rosa de su error? Difícil es la comprobación en tales casos, y por lo mismo nos limitamos a decir que, aclarados ciertos particulares oscuros sobre la mujer enferma y las relaciones que con ella y con la hija tenía su marido, lo demás se caía de su peso, se infería sin esfuerzo, y no era digno de una señora el informar a una persona extraña de secretos de familia que quizás realmente ignoraba. Desistió, pues, del ataque y concluyó pidiendo al médico que la perdonase las molestias que le había ocasionado, sirviéndose decirla si Fiayo se hallaba dispuesto a examinarle la boca a su hija Antonia. Por sentado que lo estaba, y se ejecutó la operación con toda felicidad. Después, don Tomás Montes de Oca tuvo la cortesía de acompañar a las dos señoras hasta el estribo del carruaje y de ayudarlas a montar en él. Y una vez sentada y emprendida la marcha en vuelta de la casa, doña Rosa se cubrió la cara con las manos y dio a llorar y sollozar sin medida ni consuelo; todo esto con extrañeza grande de la hija, quien, ocupada de su propio dolor físico, no había echado de ver la transformación del semblante de su madre así que se alejó de la presencia del médico.
Conviene advertir aquí que a consecuencia de un disgusto con su padre por la salida a la calle tan de madrugada, según hemos referido ya, Leonardo hacía tres o cuatro días que no paraba en su casa, sino en la de una tía materna. Esto contribuyó a aumentar el pesar de doña Rosa. No sólo se negó a sentarse a la mesa, lista para el almuerzo, sino a darle explicación alguna a don Cándido sobre los motivos de su sentimiento. En medio del llanto y de los suspiros, pronunció varias veces el nombre del hijo favorito, razón por qué las hijas, suponiendo que la ausencia de éste era la causa original de sus lamentos, despacharon a Aponte en su busca con el carruaje. Vino el joven, y al punto doña Rosa, rodeándole con sus brazos, le cubrió la frente de besos y de lágrimas. Dábale entre tanto los epítetos más cariñosos y le decía: — Hijo del alma, ¿dónde estabas? ¿Por qué huías de las caricias de tu madre? Mi amor, mi consuelo, no te apartes de mi lado. ¿No sabes que tu triste madre no tiene otro apoyo que el tuyo? Tú no mientes, tú dices siempre verdad, tú eres el único en esta casa que conoce lo que vale una madre y esposa leal. Mi vida, mi corazón, mi fiel amigo, mi todo ya en el mundo, ¿qué, ni quién tendrá bastante poder ahora para arrancarte de mis brazos? Sólo la muerte.
Al fin esta señora, casada, madre de familia, halagada por los dones de la fortuna y de la naturaleza, al llegar a su casa se encontró rodeada de varias personas que le eran muy queridas, que la respetaban y que se apresuraron a enjugar sus lágrimas, a ofrecerle consuelos y distracciones. Al fin, aquella angustia suya, dado que legítima, nacía de un mero desengaño en su vida conyugal, que por la época en que le recibió, bien se conocía que el ángel de su guarda se le había apartado de los ojos hasta la hora en que su conocimiento la fuese menos doloroso. Hasta allí un golpe de celos era lo único que venía a turbar la serenidad de sus días, por otra parte siempre plácidos e iguales.
Pero ¿qué había de común entre el pesar, el desengaño ni los celos de doña Rosa Sandoval de Gamboa, y el pesar, el desengaño y la desolación de la pobre seña Josefa, más desamparada y sola que antes desde el punto que se separó del médico Montes de Oca y volvió a cruzar el umbral de su casita en la calle del Aguacate? Con razón pudo entonces exclamar con el salmista: — Venid, cielos y tierras, aves que pobláis el aire, peces que llenáis las aguas, brutos que holláis los campos, y decidme: ¿Hay dolor comparable con el dolor mío?
Nadie le preguntó por qué lloraba y se mostraba tan afligida. Cecilia, a quien encontró allí de vuelta, estaba harto disgustada para pensar en los disgustos ajenos. Nemesia también guardó un profundo silencio, diciendo sólo al despedirse de las dos: — Hasta después. Aun la imagen de la Virgen en el nicho, frente a su butaca, parecía que no debía ofrecerla esta vez consuelo. Transida por el dolor de la espada que le atravesaba el pecho, dirigía hacia otra parte sus amorosos ojos.
Y tal fue, después de todo, la indicación oportuna que recibiera seña Josefa en medio de su pavorosa soledad. La madre del Salvador del mundo, en los momentos de perderle enclavado en una cruz, claramente le enseñaba con su resignada, sublime actitud, que hay dolores tan grandes para los cuales no se encuentra consuelo aquí abajo, sino allá arriba, ¡en el cielo!
Capítulo XIV
Dentro del pecho el corazón se abrasa:
El fuego desordena
Los límites y pasa:
Y suelta ya la lengua, hablé sin tasa.
LA EXTRAÑA CONDUCTA Y las frases irónicas de su cara esposa traían alarmado a don Cándido Gamboa. Nunca había usado ella un lenguaje tan sarcástico. Por el contrario, en sus arranques de celos siempre había pecado por franca y desembozada. ¿Qué había averiguado de nuevo? ¿Dónde había estado aquella mañana, que la produjo tal cambio?
No entraban en el carácter, ni en las ideas de honor y dignidad de don Cándido el pedir a su esposa la explicación del misterio, menos a los hijos con quienes pocas veces hablaba, mucho menos a los criados, alguno de los cuales sabía más secretos de la familia de lo que convenía a la paz y a la dicha del hogar. Hombre de mundo y astuto, creyó que podía dejar al tiempo y a la indiscreción de la mujer o de los hijos el salir de dudas más tarde o más temprano.
Adoptó, eso sí, mayor cautela, observó con doble atención; y he aquí la sola novedad que se operó en su conducta en adelante respecto de su familia. Ni tuvo que mantener larga espectativa tampoco, porque días después, en la mesa del almuerzo, se habló de la neurosis facial de Antonia y del alivio que sentía después de la extracción de la muela por Fiayo. No necesitó de más don Cándido: su mujer había estado en casa de Montes de Oca, donde era notorio que aquél paraba y ejecutaba sus operaciones dentarias.
Precioso dato éste; sólo que, en vez de ayudarle a resolver el enigma, contribuyó a desorientarle y hasta cierto punto a adormecer sus recelos. Porque no cabía en su cabeza que el médico hubiese hablado a su esposa de la moza enferma en el hospital de Paula. Por flojo de lengua que le supiese, no podía imaginar siquiera que llevase la candidez (malicia no era) al extremo de comunicar a una persona extraña que veía por la primera vez, un asunto con el cual no tenía relación ni interés alguno. ¿Con qué motivo, tampoco, suscitar la conversación? Daba por hecho Gamboa, además, que él había hablado al médico sobre la enferma en confianza, y aunque no le había exigido el secreto, se entendía que debía observarse en todas circunstancias.
Ya se ha visto cuán falaces eran todos estos razonamientos de don Cándido. Del mismo erróneo tenor fue la reflexión de que seña Josefa, encontrándose por casualidad con doña Rosa en casa de Montes de Oca, tuvo una explicación, o habló delante de ella de la enferma en el hospital de Paula. En esta persuasión la esperó varias mañanas seguidas al postigo de la ventana de su casa.
Inútilmente. El médico había sido todavía más franco, diríamos más rudo con la anciana que con doña Rosa. De una vez le quitó toda esperanza, cuando en el lenguaje vulgar, no en el de la ciencia, le desahució a la hija. Para una mujer de sus años, agobiada por los trabajos y los pesares, cada vez más descontenta de su nieta, que llevaba, al parecer, el mismo camino de la madre moribunda, era aquella noticia más de lo que su espíritu y su cuerpo podían sobrellevar. Para valernos de sus propias palabras, ya había ella andado la via crucis, se hallaba en la cima del calvario, sólo faltaba la crucificación, la muerte que compasiva, pondría fin a una existencia ya muy larga para lo que había sufrido, tela inacabable de privaciones y de sacrificios.
De este golpe no se repuso más. Tras el llanto y otras demostracciones de dolor, acudió con doble ahinco que antes, al rezo, a la oración, a la confesión y comunión casi diarias, a la penitencia continua, recayendo al cabo en aquel estado de indiferencia y apatía mental y corporal para los negocios del mundo, que tanto se asemeja a la fatuidad o a la demencia. No parece sino que de repente se le había apagado el fuego misterioso que desde los primeros años de su existencia venía comunicando calor a su sangre, actividad a su espíritu. Porque dejó de ser comunicativa, se encerró en sí misma, descuidó a la nieta, se ocupó solamente de los actos de devoción que eran en ella una segunda naturaleza, un movimiento automático, se echó a dormir, en una palabra, desde entonces, el sueño de la vida.
Tal y tan repentino cambio no pudo menos de llamar la atención de Cecilia, quien, si al principio se aprovechó de él para satisfacer sus pasiones y caprichos, sintió luego mayor compasión y ternura por su abuela. Conociendo que sin enfermedad aparente, el día menos pensado caería muerta, empezó a asustarse y ocuparse más de su propio porvenir. En breve se quedaría sola en el mundo, destituida de parientes, de amigos respetables, de amparo, y redobló sus cuidados con la abuela, fue con ella más amable y servicial de lo que jamás había sido en su vida. Pero sus caricias, sus palabras amorosas, sus asiduos oficios de hija sumisa y tierna no obtenían correspondencia digna de este nombre, no excitaban a veces más que una sonrisa fría y… pavorosa para la inexperta joven, que creía ver en eso un signo de anticipada decrepitud, si no de demencia. Ni era que la anciana había perdido ya la facultad de sentir, porque más de una vez la sorprendió la nieta con las mejillas húmedas de las lágrimas. Si éste fue el estado de seña Josefa inmediatamente después de su última entrevista con Montes de Oca, mal pudo ella acercarse a don Cándido para hablarle de un asunto casi borrado de su memoria.
No era por cierto mucho más llevadera la situación de este caballero. Seguía guardando con él su esposa desusada reserva, tal que rayaba en despego; al paso que, como por pique, hacía con su hijo Leonardo dobles extremos de cariño y de ternura. Cada vez que salía a la calle, le acompañaba hasta el zaguán y allí le despedía con besos y abrazos repetidos. Si volvía tarde de la noche, cosa frecuente, le esperaba anhelosa a la reja de la ventana cual se espera a un amante, y lejos de reñirle cuando llegaba, le besaba y abrazaba de nuevo, como si hubiese durado largo tiempo su ausencia, o corrido un grave peligro fuera de casa. Todo le parecía poco a dicha señora para el hijo mimado. Ocioso es añadir que se anticipaba a sus gustos, que le adivinaba los pensamientos y que acudía a satisfacérselos, no como madre, sino como enamorada, con apresuramiento y afán de pródiga, sin pérdida de tiempo y costara lo que costase. Si al volver de una de sus correrías insinuaba siquiera que se sentía cansado o doliente, ¡santo Dios! ponía ella la casa toda en movimiento, haciendo que las hermanas, los criados, el Mayordomo, todos, no se ocupasen de otra cosa que del alivio y bienestar del enfermo.
Así tuviese don Cándido la calma del buey o la paciencia de Job, por fuerza que habían de cargarle estas cosas; más, hacerle hervir la sangre, no tanto porque la madre contribuía con sus halagos intempestivos a la perversión del hijo, cuanto porque así tiraba a mortificar al padre. Tan hostigado se vio, que la dijo un día:
— Si de propósito te pusieras, Rosa, a perder al muchacho, me parece que no lo harías mejor.
— No eres tú quien puede hacerme el cargo, contestó ella con mucho énfasis.
— No obstante, te lo hago.
— Lo veo, y lo atribuyo a que los hombres pierden a veces el… pudor.
— Dura es la palabra, mas la paso en obsequio de la paz.
— No la pases, si te parece. Lo mismo da.
— Es que se me figura que olvidas que yo estoy tan interesado en este asunto como tú.
— ¡Tú interesado! ¡Tú interesado como yo en la buena o mala conducta del niño! Graciosa salida por cierto. Lo dudo, no lo creo, lo niego.
— En vano es negarlo, señora; no sería su padre si otra cosa dijese.
— Pues bien, yo que soy su madre, que le di el ser, que le crié en mis brazos, digo a Vd. que puede excusarse el trabajo de velar por la suerte del niño. El no tiene necesidad de los cuidados de padre, le bastan los de su madre.
— Eso no quita que yo mire con inquietud cómo la madre a posta echa a perder cada vez más al mozo.
— No creo que le importe mucho al padre que se pierda o se salve.
— Me importa más de lo que Vd. se figura, señora mía. Si no llevase mi nombre…
— ¡Lindo nombre en verdad, donoso!
— Tan bueno es como el de otro cualquiera. Para mí vale mucho.
— Creería que eso era así si no hubiese visto que Vd. mismo le ha arrastrado por el suelo. Lindo nombre, digo. Esté Vd. seguro que si lo que he sabido ahora lo hubiese sabido hace veinticuatro años, mi hijo no llevaría el nombre que lleva. Pero yo tengo la culpa. No me sucedería esto si me hubiera llevado por los consejos de mi madre, que santa gloria haya.
— ¿Y qué os aconsejó vuestra buena madre? ¿Se puede saber?
— No tengo embarazo en decirlo, pues me dijo: hija, no te cases con hombre de opuesta religión o naturaleza a la tuya.
— Lo que tanto vale como decir, me parece, agregó don Cándido bastante mortificado, que a Vd. la pesa ya haberse casado conmigo. ¿Hubiera Vd. preferido a un criollo jugador y botarate? Por supuesto.
Tal vez, repuso doña Rosa con mayor suavidad de tono mientras más punzantes eran sus palabras. Pero jugador o no, es probable que el criollo, el paisano mío, se hubiera portado conmigo con más lealtad y decencia. De seguro que el criollo no me hubiera engañado por el espacio de doce o trece años…
— ¡Acabáramos! exclamó Gamboa respirando con más libertad. Protesto contra la acusación. Yo no la he engañado nunca.
— ¿Y tiene Vd. valor de negarlo? ¿Quién sino Vd. me aseguró una y otra vez que María de Regla criaba a la hija bastarda de un amigo de Montes de Oca? ¿Quién inventó lo del alquiler de la negra? ¿Quién pagó las dos onzas de oro del supuesto inquilinato mientras duró la crianza de la chiquilla? No, no fue Vd. Fue otro, fue el amigo reservado de Montes de Oca. El dinero, sí, es verdad, no salió del bolsillo de Vd., salió del mío; por mejor decir, me lo quitó Vd., con una mano para devolvérmele con la otra.
— Ladrón, ladronazo; ni más claro ni más turbio, dijo don Cándido tratando de echar la cosa a broma.
— Lo ha dicho Vd. Y de que es exacta la calificación, se prueba con el hecho notorio de haber sido mi caudal mucho mayor y más saneado que el de Vd. cuando nos casamos.
— No tiene Vd., necesidad de recordármelo.
— ¡Cómo que no! estalló doña Rosa con entereza. Aún tengo que recordarle otras cosas. Pues debo decirle que en caso igual mi marido el criollo quizás juega su dinero y el mío, pero de seguro que no hubiera gastado un peso en amoríos con mulatas. De seguro que no habría ido a Montes de Oca para que le sacara la manceba del hospital de Paula y se la curase en el campo. De seguro que no se desatinaría por una mozuela cuyo padre verdadero sabe Dios quién es.
— ¿Conque todo eso me tenía reservado la señora doña Rosa Sandoval y Rojas?
— He aquí como me explico, continuó ésta sin hacer cuenta de la salida burlona de su marido, el odio, sí, el odio, ni más ni menos, que Vd. siempre le ha profesado a mi hijo. He aquí el verdadero motivo del empeño de Vd., en separarlo de mi lado y mandarlo a comer cebollas y garbanzos en España. Temía Vd. que descubriese lo que su madre acaba de descubrir por una rara casualidad. Temía que le despreciase y tuviese a menos el llevar el nombre de Vd., al ver con sus ojos los cenagales por donde Vd., ha venido arrastrándolo. Temía que se avergonzase e indignara de que su padre, no un criollo jugador y botarate, sino todo un hidalgo español, se la pegaba a su madre con una mulata sucia, que purga sus penas y pecados en un hospital de caridad.
— Espero que Vd. acabe para…
— ¿Que yo acabe espera Vd.? le interrumpió doña Rosa sonriendo desdeñosamente. No tengo cuando acabar. ¿Para qué tampoco había de acabar? ¿Ni qué puede decir Vd., si yo lo oyera, en atenuación de su mala conducta con la más leal y consecuente de las esposas? ¿Podría, se atrevería Vd., a negar los hechos que le acusan?
— Negarlos a bulto no, explicarlos sí, y de manera que Vd. misma se convenciese que no soy el malvado que su imaginación la pinta.
— No quiero oír más explicaciones. Sobrado tiempo me ha tenido Vd., engañada con sus cuentos y enredos.
— Veo, pues, que Vd., lo que se propone es desfogar su cólera, no dar oídos a la razón y a la justicia.
— Lo que yo me propongo, señor don Cándido Gamboa y Ruiz, dijo su mujer alzando la voz y con ademán solemne, es que Vd. no continúe derrochando mi dinero ni el de mis hijos en querindangos y en la familia de la querida. Sobre esto y sobre lo de maltratar a mi hijo para que le pague sus desengaños en amor, mi resolución está tomada: o Vd., se enmienda o yo me divorcio.
Con lo dicho don Cándido se retiró a su escritorio callado y serio. Y su retirada la saludó doña Rosa con sinceros aplausos desde el fondo de su pecho. Porque es bueno que se sepa, que mientras duró el vivo diálogo que acaba de leerse, estuvo ella haciendo un grande esfuerzo sobre sí misma, a fin de decir cuanto tenía encerrado en largos años de zozobras y sospechas, antes que sus más nobles sentimientos recobrasen el acostumbrado imperio y se echase a perder la lección que había pensado darle a su marido. Bueno es decir, además, que ella se había casado por amor, no obstante la oposición de su madre, y quizás por eso mismo; y no quería romper con el padre de sus hijos y constante compañero. Después, en los veinticuatro años de matrimonio, no había tenido ocasión plausible de arrepentirse, por mucho que no hubiese sido nunca ejemplar la fidelidad de don Cándido.
También se habrá echado de ver en el curso de la presente verídica historia, que don Cándido, antes y después de casado, como se dice vulgarmente, no había reservado pluma. Bastante galán y de apuesta persona, en su mocedad había sido muy enamorado o mujeriego; y tal era su falta mas de bulto. Pero a pesar de la rudeza de sus maneras y de su poca cultura, había bondad e hidalguía en el fondo de su corazón, prendas éstas que redimían en gran parte aquel defecto. Precisamente porque amaba mucho y bien y era hombre de conciencia, cuando contraía un compromiso, fuera de la naturaleza que fuese, hacía cuanto estaba en su mano por cumplirlo, arrostrando a veces para ello con frente serena las dificultades todas que se le presentaban.
Dieciocho o veinte años atrás, esto es, cuatro o cinco después de casado, va con dos hijos de su legítima mujer, tropezó con una mozuela de singular belleza. Sin saber cómo ni cuándo contrajo con ella relaciones clandestinas; lazo fácil de formar cuando el hombre es joven, rico y buen mozo y la mujer bella, en los quince y de la raza mezclada. De estos necios amoríos resultó una niña, la cual don Cándido se empeñó en salvar, primero de la muerte cuando infante, luego de la miseria, de la oscuridad y de la degradación cuando joven. Un compromiso le metió en otro y otro, no ya sólo respecto de esa niña, sino de su abuela, que pronto tuvo que ejercer con ella los oficios de madre; aunque ninguna de las tres estaba ya en aptitud ni situación de apreciar sus favores ni de reconocer sus costosos sacrificios.
Pasado el tiempo de la efervescencia, el más propicio para las locuras de la mocedad, empezó a turbarle no poco el ánimo el recuerdo de sus debilidades. De esa fecha datan sus luchas tremendas para llenar sus obligaciones de amante y padre adúltero, sin descuidar las sagradas de esposo y honrado padre de familia. Pero los celos de doña Rosa, excitados a lo sumo por el orgullo de raza y de señora casada, por sus ideas sobre la virtud de la mujer y los deberes de la madre de familia, la ocupaban de manera y ofuscaban hasta tal punto su razón, que no la permitían notar que su marido estaba plenamente arrepentido de sus anteriores faltas, y que para enmendarlas ponía todos los medios que estaban a su alcance. Mientras dicha señora, justamente ofendida, le echaba en cara sus extravíos de mozo, no veía que laceraba una a una toda las fibras de su corazón; no veía que ya no existían ni podían existir después los motivos de celos que tanto la habían desazonado; no veía, en fin, que deplorando el pasado desde el fondo de su alma, don Cándido de algún tiempo a esta parte sólo trataba de evitar un gran escándalo, una catástrofe en no lejano porvenir.
Capítulo XV
Con las libertades;
Quísele bien luego,
Bien le quise, madre.
Empecé a quererle,
Empezó a olvidarme:
Rabia le dé, madre.
Rabia que le mate.
CURSABAN LAS HORAS, los días y las semanas y no llegaban a la ciudad letras ni noticias de Isabel Ilincheta, desde su partida para Alquízar. Cierto que eran entonces difíciles y raras las comunicaciones de la capital, aún con los pueblos de su misma jurisdicción. Pero no escaseaban los correos privados, trajinantes o buhoneros, que se prestaban a llevar y traer cartas y líos sin cargar porte. Y de éstos acostumbraba a valerse Isabel para mantener correspondencia con sus primas las Gámez y con Leonardo.
Salía éste bastante preocupado de casa de esas señoritas al oscurecer del 6 ó 7 de Diciembre, al propio tiempo que bajaba la calle en dirección de la de Teniente Rey una mujer, cubierta la cabeza con una manta oscura. Pareciéndole que la conocía, apresuró el paso, le ganó pronto la delantera, la observó de soslayo y la detuvo, visto que era Nemesia.
— ¿Qué prisa es ésta? la preguntó Gamboa.
— ¡Ay, Jesús! exclamó la muchacha. ¡Cuidado que el caballero me ha dado un buen susto!
— Como que te me querías escapar de rengue liso, dijo Leonardo haciendo uso del lenguaje de la gente de color.
— No es mi natural el escaparme de rengue liso ni labrado, y menos de las personas de mi estimación.
— De tu estimación. ¿Soy yo por ventura de ese número?
— El primerito.
— El que te crea que le compre.
— ¿Lo duda el caballero?
— ¿Cómo que si lo dudo? No lo creo, porque dice el refrán que obras son amores y no buenas razones.
— ¿Qué pruebas tiene el señor para decir eso?
— Muchas. Te daré una, la más reciente. El día en que me despedía de una amiga a la puerta de la casa de donde acabo de salir, ¿quién trajo a Celia para que me viese y se encelara conmigo? Tú. Nadie más que tú.
— ¿Quién se lo dijo?
— Nadie. Lo sospeché entonces y ahora estoy convencido de ello. Tú eres más mala que Aponte, como decía mi abuela.
— No lo crea el señor, dijo Nemesia retozándole la risa en los ángulos de la boca. Créame el caballero, todo fue una pura casualidad. Yo iba a buscar costura en la sastrería de señó Uribe y Celia quiso acompañarme.
— Sí, hazte ahora la santica y la inocente. Sábete que cometes un pecado en declararme la guerra. Si lo haces porque te figuras que no hay en mi corazón amor más que para Celia, mira que te equivocas. Hay para ella, para la amiga en el campo y todavía queda para las malagradecidas como tú un mundo de cariño.
— Ahora sí que yo digo que el que crea al caballero que lo compre.
— Tienes que creerme, porque te lo digo y porque tú eres la mulata más salerosa que pisa la tierra.
— ¡Lisonjero! ¡Veleidoso! exclamó Nemesia conocidamente pagada del requiebro. Cuidado que los hombres son malos. Sólo que a mí no me gusta partir con naiden ni ser plato de segunda mesa.
— En siendo plato, mujer, no importa de qué mesa. ¡Ay de las que no son plato de ninguna! porque es la prueba de que se quedaron para tías y para vestir santos. Celebremos un trato: no me hagas la guerra.
— Dale con la tema: yo no le hago la guerra al caballero.
— Sí, sí, me la haces. Lo veo, lo conozco. Celia está brava conmigo por ti. Pero has escogido un mal camino para alejarme de ella. No le eches leña al fuego. Aquí, aquí, añadió oprimiéndose el lado izquierdo del pecho con ambas manos, aquí hay lugar para Celia y para su más tierna amiga.
— No. Para que yo dentrara ahí habría de ser sola, solita. No quiero compaña en el corazón del hombre que yo ame.
— ¡Egoísta! la dijo Leonardo echándole una mirada amorosa. Y se separaron, tirando Nemesia hacia la calle de Villegas en dirección de su casa en el callejón de la Bomba, y Leonardo todo derecho a la calle de O’Reilly.
Había aquélla oído de los labios del joven, de quien estaba perdidamente enamorada, que cabía en su corazón juntamente con Cecilia. Tal vez la cosa no pasaba de una mera galantería. ¿Qué decimos? Leonardo sólo se propuso propiciarla, halagando de paso su vanidad femenil con la esperanza de que en cierta contingencia podría ver realizado su amoroso deseo. Mas ella reflexionó que si cabía, lo más difícil en su concepto, bien podría suceder que entrase acompañada y se quedase sola y dueña del campo. Así que el descubrimiento, además de causarla un regocijo indecible, la confirmó más en el plan sobre cuya ejecución venía trabajando hacía algún tiempo. Para llevarle a debido efecto, dos medios se ofrecían a su traviesa imaginación. Con el conocimiento que tenía de los rasgos más marcados del carácter de su amiga, una índole eminentemente celosa, unida a una soberbia desapoderada, juzgó Nemesia, y juzgó bien, que si excitaba a lo sumo ambas pasiones, aún cuando no lograse que rompiera con el amante, ni suplantarla en el amor de éste, haría al menos que él la abandonase.
En la escena debía jugar José Dolores su hermano un papel principal. Daba por hecho que Cecilia no le amaría nunca. Esto poco importaba, porque una vez torcidos los amantes, no sería difícil infundir celos a Gamboa, por lo mismo que en su pique con el blanco era natural que ella se prestase a coquetear con el mulato. Ya veremos el desenlace fatal de estas intrigas.
Sucedió que al desembocar Leonardo Gamboa en la calle de O’Reilly, se separaba de la ventanilla de la casa de Cecilia un hombre que tenía toda la traza del hermano de Nemesia. Picó aquello su curiosidad, por lo cual, sin previo aviso, se acercó a media carrera, y con la punta de los dedos levantó el canto de la cortina blanca. Detrás se hallaba Cecilia sentada en una silla, con el codo descansando en el poyo de la ventana y la barba en la palma de la mano. Al reconocer a su amante en la persona que había levantado la cortinilla, no manifestó sorpresa ni alegría.
— Sí, la dijo él, muy mortificado por lo que había visto y por la indiferencia con que ella le recibía. Sí, disimula ahora. ¿Quién no la ve ahí? Parece que no quiebra un plato. ¿Qué haces?
— Nada, contesto seca y lacónicamente.
— ¿Está fuera tu abuela?
— Sí, señor. Ha ido a la salve, ahí enfrente.
— Abre pues. Déjame entrar.
— De ninguna manera.
— ¿De cuándo acá tanto rigor? Quisiera saberlo.
— No sé. Vd. dirá.
— Lo que yo sé es que de aquí acaba de salir un hombre.
— No, señor. Aquí no ha estado nadie desde que salió Chepilla.
— Le he visto con mis ojos.
— Sus ojos le engañaron. Ha sido una ilusión.
— Qué ilusión ni que niño muerto. Le vi, le vi, no me queda género de duda.
— Entonces creeré que Vd. ve visiones.
— No me hables más con ese aire desdeñoso, despreciativo diría, que me parece intolerable y ajeno de ti y de mí. No disimules tampoco ni busques persuadirme que fue un duende y no un hombre de carne y hueso, el que acaba de alejarse de esta ventana, tras de la cual te encuentro sentada y al parecer muy tranquila.
— ¡Ah! Ya eso es otro cantar. Puede Vd. haber visto un hombre parado donde está Vd., ahora. Lo que yo niego y negaré siempre es que Vd. le viera salir de aquí, porque él no puso los pies en esta casa.
— De todos modos salió de aquí, de este lugar, estuvo conversando contigo y necesito saber quién es y qué buscaba.
— «Necesito», repitió Cecilia con desdén. ¡Qué guapo! ¿Ha de ser a la fuerza? Pues no lo digo.
— Sea como fuere, tienes que decírmelo, o de lo contrario me peleo contigo y no me vuelves a ver la cara en la vida.
— Eso es lo que yo quisiera ver.
— Lo verás. En fin, ¿me dices quién es?
— No lo digo.
— Tú parece que quieres jugar conmigo.
— No juego, hablo de veras.
— Bien. Abre la puerta y déjame entrar, porque me da vergüenza que me vea la gente que pasa. Van a figurarse que estamos peleando.
— Y se figurarán lo cierto.
— Vamos. ¿Te dejas de retrecherías?
— Yo digo lo que siento.
Leonardo la miró un rato con fijeza, como para medir el alcance de sus palabras, y trató luego de cogerla la mano que ella retiró, y después la cara con igual resultado. Cecilia no parecía dispuesta a ceder un punto de la actitud tomada desde el principio. ¿Sería ella capaz de dejarle por otro hombre? ¿Era el preferido aquél que vio alejarse de la ventana? Tanteemos un poco más, se dijo para sí, y enseguida añadió alto:
— ¿Qué tienes tú en realidad? ¿Se puede saber?
— ¿Yo? Nada.
— Si te encierras en ese círculo vicioso de: no sé nada, no lo digo, creo que lo mejor será que yo me vaya con la música a otra parte.
— Como Vd. guste.
— Cada vez te entiendo menos, Celia. Sospecho, sin embargo, que no dices ahora lo que sientes, y que si diera ascenso a tus palabras de poco vivir y me marchase, habías de derramar lágrimas de sangre. ¡Cómo! ¿Te quedas callada? ¿Qué dices? Contesta.
Iba siendo demasiado larga y violenta la posición asumida por Cecilia para que durase mucho tiempo. Amaba de veras. Si persistía en su desacostumbrada severidad, tal vez ahuyentaba al amante; fuera de que no tenía prueba patente de su inconstancia. Por todas estas razones, cuando precisada a responder categóricamente, inclinó la cabeza y rompió a llorar con grandes sollozos.
— ¿Lo ves? la dijo él bastante conmovido. Ya sabía yo que en esto vendrían a parar tus bravezas. Tu corazón me quiere cuando tus labios me desdeñan. ¡Bah! Se acabó todo. No llores más, mi vida, porque concluiré por llorar contigo. Ahora lo que corresponde es: pelillos a la mar y tan amigos como siempre.
— Sólo bajo una condición haría yo las paces contigo, acertó a decir Cecilia entre sollozo y sollozo.
— Admitido. Afuera con esa condición.
— No. Es preciso primero que prometas cumplirla.
— ¡Hombre! Eso es mucho pedir. Tal vez no está en mis facultades. Pero, ¿quién dijo miedo? Sí, prometo.
— No vayas al campo en las próximas Pascuas…
— ¡Celia, por Dios!… ¡qué caprichos tan extraños tienes tú! ¿De qué nace tamaña exigencia? Sin duda te figuras que me alejo para siempre o que te he de olvidar. Reflexiona y no me pidas imposibles.
— Lo tengo bien pensado. ¿Te vas o te quedas?
— No me voy, ni me quedo; porque una ausencia de quince días en el campo no va a ninguna banda, no es una ida ni una quedada formal.
— Está bien, dijo Cecilia con firmeza, enjugándose las lágrimas. Ve. Yo sé lo que he de hacer.
— No tomes resolución que luego te pese. Te ruego de nuevo que reflexiones y veas mi posición tal cual es. ¿Te parece fácil que yo permanezca en La Habana mientras toda mi familia está en el ingenio de La Tinaja cerca del Mariel? Pues no lo es; en primer lugar no habrá en casa sino el mayordomo con algunos criados. En segundo lugar, aunque yo pretendiera quedarme, mi madre no lo consentiría, mucho menos mi padre. La marcha será del 20 al 22 para volver después del domingo de Niño Perdido. ¿Comprendes ahora?
— Lo que comprendo es que vas a divertirte en el campo con una mujer que detesto sin conocerla a derechas, y que no puedo, no debo, ni quiero consentirlo.
— Eres muy celosa, Celia. He aquí tu único defecto. Si yo te amo más que a mi vida, más que a todas las mujeres del mundo, ¿no te basta? ¿qué más quieres? Por otra parte, esta corta ausencia nos conviene a los dos, así nos querremos con mayor ternura a mi vuelta. Después, en Abril entrante me recibiré de Bachiller en derecho y entonces tendré más libertad para hacer lo que me dé la gana. Ya verás, ya verás cuanto vamos a gozar. Yo para ti, tú para mí.
Para este tiempo Cecilia se había puesto en pie, esperando quizás la retirada de su amante, callada y pensativa. Su hermoso busto, sus hombros y brazos torneados cual los de una estatua, el estrechísimo talle que casi se podía abarcar con ambas manos lucían a maravilla, alumbrados a medias por la bujía en el interior, en contraste con la oscuridad ya reinante en la calle. Más enamorado que nunca Leonardo de tanta belleza, añadió con la mayor ternura:
— Lo que falta ahora, cielo mío, es que me des un beso en señal de paz y de amor.
Cecilia no respondió palabra ni hizo el menor movimiento. Parecía transfigurada.
— ¡Vaya con Dios!, dijo el joven desconsolado. ¿Tampoco me darás la mano?
El mismo silencio, igual inmutabilidad. La conversión no podía ser más completa, pues si respiraba, no daba señales el redondo y levantado seno, de agitación ni de perceptible movimiento.
— Tu abuela va a venir, agregó Gamboa. ¿Oyes? Se concluye la salve en Santa Catalina; yo no quiero que me vea. ¡Adiós, pues!… ¡Ah! ¿Me dirás el nombre de la persona que hablaba contigo cuando yo llegué?
— José Dolores Pimienta, contestó Cecilia en tono tan breve como solemne.
Sintió Leonardo que toda la sangre se le agolpaba al rostro y que le quemaba las mejillas; y como para mejor ocultar la impresión que le había causado aquel nombre en boca de Cecilia, se alejó de allí a toda prisa, a la sazón que los fieles salían del convento vecino.
Por su parte Cecilia se dejó caer en la silla y lloró amargamente.
Capítulo XVI
mudo y pertinaz testigo
que no deja sin castigo
ningún crimen en la vida!
La ley calla, el mundo olvida;
mas ¿quién sacude tu yugo?
Al Sumo Hacedor le plugo
que a solas con el pecado,
fueses tú para el culpado
delator, juez y verdugo.
LLEGA UNA ÉPOCA en la vida de cada hombre culpable de falta grave, en que el arrepentimiento es el tributo forzoso que se paga a la conciencia alarmada; pero la enmienda, como sujeta a otras leyes y dependiente de circunstancias externas, no siempre está el cumplirla en la voluntad humana. Porque tiene eso de característico la culpa, que, cual ciertas manchas, mientras más se lavan, más clara presentan la haz.
Bien quisiera don Cándido romper de una vez con el pasado, borrar de su memoria hasta la huella de ciertos hechos. Pero sin saber cómo, sin poderlo evitar, cuando más libre se creía, sentía, puede decirse así, en sus carnes el peso de los grillos que le ataban al misterioso poste de su primitiva culpa. Mucha parte tenían en esto los testigos y cómplices de ella. Recordábansela sin cesar y se la ponían delante a doquiera que tornase los ojos.
Aquí tiene el lector algunas de las razones por qué, a raíz del serio altercado con doña Rosa, don Cándido se hizo el encontradizo con Montes de Oca. No le riñó por las indiscreciones que había tenido con su esposa. ¡Qué reñirle! Al contrario, nunca le apretó con más efusión la mano. Es que le necesitaba para el arreglo de un proyecto en que venía meditando de poco tiempo a esta parte. Quería que, como médico, certificase que sin riesgo de la vida no era posible la traslación de la enferma en el hospital de Paula, a la nueva casa de locos. Esto, en primer lugar. En segundo lugar, pretendía que se prestara a servir de conducto por medio del cual seña Josefa, o en su defecto la nieta, recibiera una pensión mensual de veinte y cinco duros y medio por tiempo indefinido.
Estimulada la codicia de Montes de Oca con un espléndido regalo, no hubo dificultad en que despachara la certificación, ni en que aceptara el encargo de la mensualidad. Este era un modo, por parte de don Cándido, de hacer del ladrón fiel; fuera de que sería quizás más riesgoso probar la discreción de tercera persona en aquel asunto.
Así cortaba, creía Gamboa, toda directa relación futura con las tres cómplices de su grave culpa, sin fallar a los compromisos con ellas contraídos. Pero aún quedaba el rabo por desollar. ¿Cómo librar a Cecilia Valdés de los lazos que la tendía su hijo Leonardo? Ellos se amaban con delirio, se veían a menudo, no bastaban a separarlos los regaños a ella de la abuela, ni las amenazas a él, por medio de doña Rosa, de don Cándido. No había, pues, más remedio que embarcar al galán y echarlo del país, o que secuestrar a la dama y ponerla donde no se viese ni se comunicase con él. Lo primero no había que pensarlo siquiera: doña Rosa se opondría con todas sus fuerzas. Lo segundo, era riesgoso en alto grado y estaba I rodeado de dificultades casi insuperables. Tales eran los pensamientos que más preocupaban el ánimo de don Cándido y le hacían sufrir las torturas del infierno por la época que vamos historiando.
Ahora bien: ¿convenía proceder desde luego al secuestro de la muchacha? Convenía, mas no era de urgente necesidad en aquel momento, por dos razones principales, a saber: porque vivía la abuela, aunque achacosa y decadente; y porque dentro de dos semanas marcharía la familia a pasar las Pascuas en el ingenio de La Tinaja, y se había acordado que Leonardo fuese de la partida.
Efectivamente: una semana antes despachose al Mariel la goleta Vencedora: su patrón Francisco Sierra con las vituallas, conservas y vinos que no se encontraban por amor ni por dinero en aquellas partes, y con los criados del servicio particular de la familia de Gamboa, entre ellos Tirso y Dolores. También debían ser de la partida la señorita Ilincheta con su tía doña Juana; para lo cual Leonardo y Diego Meneses les darían escolta desde Alquízar.
El motivo de la próxima reunión de las dos familias en el ingenio de La Tinaja, tenía por objeto presenciar el estreno de una máquina de vapor para auxilio de la molienda de la caña miel, en vez de la potencia de sangre con que hasta allí se venía operando el primitivo pesado trapiche.
No quiso partir Leonardo sin tener una entrevista con Cecilia. Obtúvola fácilmente, así porque ambos la deseaban como porque a la fecha parecía que seña Josefa había perdido todo dominio sobre la nieta. Pero de nada valieron ruegos, halagos, promesas de mayor ventura ni amenazas de rompimiento. Cecilia cerró los oídos a todo eso y se mantuvo firme, cual una roca, en negar su consentimiento a la partida del amante para el campo. El corazón leal la anunciaba que él corría a reunirse con su temible rival; lo que equivalía a perderle para siempre. Otro, que el atolondrado joven habría parado mientes en la actitud y firmeza de la muchacha, y le habría concedido admiración ya que no simpatía. Mas él, ligero de cascos y soberbio, principió por creer que vencería su resistencia y acabó por darse por ofendido y retirarse despechado.
Esta vez no lloró Cecilia. Con el corazón partido de dolor, en silencio vio alejarse a Leonardo. No abrió los labios para llamarle ni consintió que sus lágrimas, aun ido él, viniesen a revelar la angustia de su alma, dando así, a sus propios ojos, muestra indigna de flaqueza. Antes que rendirse al rigor de la suelte, creyó la soberbia muchacha que debía armarse de valor a fin de tomar señalada venganza de su ingrato amante. Dicho y hecho, apenas se alejó de su lado, se vistió ella a la carrera, dio un beso a la abuela, que, como solía, se hallaba hundida en el fondo de enana butaca de Campeche y salió a la calle. Mas yendo en la dirección de la casa de Nemesia, en el callejón de la Bomba, se encontró en la esquina con Cantalapiedra, a quien no veía desde la noche del 24 de Setiembre. No le valió inclinar la cabeza, ni estrechar en torno del rostro los pliegues de la manta de burato. El Comisario la reconoció al punto, y, quiera que no, la detuvo en medio de la calle diciéndola:
— Alto a la justicia. Date o te va la vida.
— Con su licencia, replicó Cecilia seria, en ademán de seguir camino.
— Date presa, digo, o de lo contrario haré uso de la autoridad que me concede la ley. Respeta estas borlas (enseñándole las del bastón que llevaba bajo el brazo izquierdo) o le ordeno a Bonora (su esbirro, el de las grandes patillas, que se mantenía a respetable distancia) que proceda a prenderte.
— Como no he cometido ningún delito, contestó Cecilia muy tranquila, es inútil que me enseñe las borlas y me amenace con su teniente. Déjeme pasar, que no estoy para bromas.
— Sin ver antes esa carita fuera de la manta, no esperes que te deje dar un paso más.
— ¿Tengo acaso monos pintados en la cara?
— ¡Muchachita! Juégate conmigo y todavía te dan las doce sin campana.
— Yo no me juego, no estoy para juegos. Déjeme ir.
— ¿A dónde vas?
— A una parte.
— ¿Es cosa de cita?
— Yo no tengo citas con nadie, ni dejaría mi casa por ver al rey de los hombres.
— Quien te oye, segurito que se traga que hablas de veras.
— ¿Sabe Vd., que yo haya hablado de mentira sobre estas cosas?
— Bien, veremos si eso que dices es verdad.
— ¿De qué manera?
— Fácilmente, siguiéndote las aguas.
— ¿Está Vd. loco, Capitán?
— No, sino muy cuerdo. Soy el Comisario del barrio y ¿qué se diría de mí si por descuido dejaba que una muchacha tan linda como tú daba un mal paso y luego andábamos de tribunales y pleitos?
— No me doy por ofendida de sus palabras, porque sé que Vd. es muy jaranero.
— Es que no jaraneo ahora. No deseo ofenderte ni en el negro de una uña; pero, repito, que ni como Comisario, ni como hombre, debo consentir que andes a estas horas por las calles sin galán que te guíe y te defienda.
— No me sucederá nada. Esté Vd. seguro. Voy aquí cerquita.
— Está bien, quiero creerte. Ve con Dios y la Virgen. ¿Mas no me dejarás verte la carita?
— ¿No la está Vd. viendo?
— Así no me gusta verla. Echa hacia atrás los malditos pliegues de esa manta.
Hizo Cecilia lo que la dijeron, quizás para verse libre de aquel impertinente, descubriendo casi todo el busto con sólo dejar caer la manta sobre los hombros. En ese tiempo Cantalapiedra atizó el cigarro puro que fumaba, y produjo mayor claridad de la que reinaba en torno, puesto que no había faroles por allí, y las estrellas no alumbraban bastante.
— ¡Ah! exclamó el Comisario lleno de entusiasmo. ¿Habrá quien no se muera de amor por ti? ¡Maldito de Dios y de los hombres el que no te adore de rodillas como a los santos del cielo!
Ante el cómico ademán y las exageradas expresiones del Comisario, no pudo menos de sonreírse Cecilia, la cual después continuó derecho a casa de Nemesia, sin cuidarse de averiguar si aquél seguía o no sus pasos. Conociendo ella bien las entradas y salidas, no tocó en ninguna puerta, sino que pasó de la calle al cuarto de su amiga, a quien sorprendió muy afanada cosiendo una pieza de sastrería, delante de una mesita de pino, a la luz dudosa de una vela de sebo de Flandes en un candelero de hoja de lata.
— ¡Qué atareada que está una mujer! dijo entrando.
— ¡Hola! exclamó Nemesia soltando la costura y yendo al encuentro de Cecilia con los brazos abiertos. ¡Tanto bueno por acá! ¿Quién se querrá morir? Es preciso hacer una raya en el agua.
— ¿Estás sola? preguntó Cecilia antes de sentarse en el columpio de madera que le presentó la amiga.
— Solita en alma, aunque José Dolores no tardará mucho.
— No quisiera que me encontrase aquí.
— ¿Por qué, china?
— Porque los hombres luego se figuran que una los busca.
— Mi hermano no es de esos, chinita. El te ama, te adora, te idolatra, se le conoce, suspira siempre por ti; pero es tan vergonzoso que no se atrevería a decirte negros ojos tienes, cuanto más a figurarse que vienes por él.
— ¡Ay, Nene! continuó Cecilia desentendiéndose de las manifestaciones de su amiga. La otra tarde me encontró Leonardo hablando con José Dolores por la ventana de casa. En mala hora. Me ha costado una tragedia con él.
— ¡No me digas! repuso Nemesia sin poder ocultar del todo su contento. Pero ya habrán hecho las paces. ¿No?
— ¡Ojalá! exclamó Cecilia suspirando. Se puso bravo y se ha ido peleado conmigo. ¿Quién sabe cuándo nos Núñez de Arce? Tal vez… nunca más. Él es muy perro y yo poco menos.
En diciendo estas palabras, callose por breve rato. Se le había atravesado la voz en la garganta, y en sus bellos ojos aparecieron gruesas lágrimas.
— ¡Cómo! dijo Nemesia sorprendida. ¿De veras tú lloras? ¿No te da vergüenza?
— Sí, lloro, repuso Cecilia con visible sentimiento. Lloro, no de dolor, lloro de rabia conmigo misma, porque conozco que he sido una tonta.
— ¡Anjá! Me alegro oírte. Ya te lo había dicho yo muchas veces, no debe fiarse una de ningún hombre.
— No lo digo por eso, Nene. ¿Llamas tú fiarme de un hombre el amarlo mucho? Puede ser; y yo te digo, ¿acaso está en tu mano amar o no amar? ¿Conoces algún remedio contra el amor y los celos? Lo mejor sería, china, no tener corazón. Así no sentiríamos cariño por nadie.
— Luego, parece que tú te das por engañada.
— Tal como engañada no. ¡Dios me libre! Leonardo no me ha dejado por otra ni creo que me deje. Si lo sospechase siquiera no estaría diciéndotelo desde esta silla.
— ¿Y qué más quieres, mujer? Mucho temo que ese peje no vuelva a picar en tu anzuelo.
— ¿Qué sabes tú? preguntó Cecilia asustada.
— Nada, nada, repitió Nemesia. Mas no puedo olvidar el dicho de seña Clara, la mujer de Uribe: cada uno con su cada uno.
— No entiendo.
— Más claro no puede ser. ¿Seña Clara no tiene más experiencia que nosotras? Desde luego. Es mayor de edad y ha visto doble mundo que tú y que yo. Pues si a menudo repite ese dicho, razón buena ha de tener. Aquí, inter nos, naiden me lo ha contado, pero yo sé que a seña Clara siempre le gustaron más los blancos que los pardos, y bien durita ya se casó con señó Uribe. Por supuesto, llevó más quemadas y desengaños que pelos tiene en la cabeza, y por eso ahora se consuela repitiendo a las muchachas como tú y como yo: cada uno con su cada uno. ¿Entiendes?
— Sí, bastante, sólo que no veo cómo me venga el refrán.
— Te viene pintiparado, chinita; te coge por derecho. ¿Tú no prefieres los blancos a los pardos, como seña Clara?
— No lo niego, mucho que sí me gustan más los blancos que los pardos. Se me caería la cara de vergüenza si me casara y tuviera un hijo saltoatrás.
— Desengáñate, mujer: bonitura, amor, cariño, constancia, nada sujeta a los blancos. Después, Leonardo no se va a casar tampoco contigo por la iglesia.
— ¿Por qué no? replicó Cecilia con vehemencia. El me lo ha prometido y cumplirá su palabra. De otro modo yo no lo querría como lo quiero.
— ¡Ay! Me da mucha pena oírte hablar así, mas no quisiera quitarte la ilusión. Sólo te digo que abras los ojos, no sea que mal haya venga muy tarde. No te fíes, no te fíes, y ten siempre presente que la hormiga por meterse a volar se quemó las alas.
— El que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe.
— Lo comprendo, mas si una muriese de repente, sin dolor, ni trabajos, pase, sea todo por Dios. El caso es, china, que antes de morir se sufre mucho. Ven acá, ¿duele tanto cuando un hombre blanco nos deja por una mujer de color, como cuando nos deja por una blanca? ¿A que no? Eso sí que duele. Y me se figura que a ti te está pasando eso ahora. Conque no hables, ni digas de esta agua no beberé.
Disponíase Cecilia a negar la exactitud del símil cuando apareció por la puerta del patio José Dolores Pimienta, y si ella no pudo o no supo decir lo que pensaba, él se quedó mudo y estático en el quicio del cuarto. No esperaba semejante compañía, mucho menos a aquella hora de la noche. Repuesto luego de su sorpresa, la manifestó en breves y escogidas frases cuánto se alegraba de verla. Cecilia dijo que había venido solamente a darle una caradita a Nemesia, y se puso en pie para marcharse.
— Tengo una buena noticia que darles, dijo el músico. El baile de etiqueta de la gente de color se ha convenido en darlo la víspera de la Noche buena, en la casa de Soto, esquina a Jesús María. Por supuesto, la señorita está convidada en primera línea, y se espera que vaya Nemesia y seña Clara, y Mercedita Ayala, y todas las amigas.
Será un baile de ringorrango. Hará raya, yo se lo digo a la señorita.
— Lo más fácil es que yo no pueda asistir, dijo Cecilia. Chepilla no está buena y temo dejarla sola.
— Pues si falta la señorita, cuente que no habrá luz para alumbrar el baile.
— No sabía que Vd. era tan lisonjero, dijo Cecilia sonriendo y moviéndose hacia la puerta.
— No debe la señorita ir sola, dijo José Dolores.
— Nadie me comerá, pierda Vd. cuidado. No se moleste. ¡Adiós!
No obstante su negativa, el músico y su hermana acompañaron a Cecilia hasta la puerta de la casa en que vivía.
Capítulo XVII
De lúcido acero se vio traspasar.
DIJO JOSÉ DOLORES PIMIENTA que el baile de la gente de color se celebraría en la casa de Soto. Ocupa la esquina occidental de la calle de Jesús María, en su encuentro con la calzada del Monte, opuesta al Campo de Marte.
Precede al zaguán o entrada un ancho portal con barandilla de madera. Desde éste, por las alterosas ventanas, enteramente abiertas, pudo el público, sin derecho a entrar, presenciar a su sabor la fiesta. En el cuadrado patio, que se cubrió con un toldo, se pusieron las mesas del ambigú; en el comedor tocaba la orquesta; en la amplísima sala se bailaba y en los cuartos se reposaba y tenían las conversaciones íntimas de los amigos o los amantes.
Los adornos de la sala se reducían a unas colgaduras de damasco rojo, el color nacional, recogidas con cintas azules en pabellones, a la altura de los dinteles de las puertas y ventanas. El alumbrado lo proporcionaban bujías de pura esperma, ardiendo en grandes arañas de cristal, con profusión de prismas de lo mismo que reflejaban la luz, la multiplicaban y descomponían en todos los colores del iris.
Con la frase baile de etiqueta o de corte, se quiso dar a entender uno muy ceremonioso, de alto tono, y tal, que ya no celebraban los blancos, ni por las piezas bailables, ni por el traje singular de los hombres y de las mujeres. Porque el de éstas debía consistir y consistió en falda de raso blanco, banda azul atravesada por el pecho y pluma de marabú en la cabeza. El de los hombres, en frac de paño negro, chaleco de piqué y corbata de hilo blanco, calzón corto de Nankín, media de seda color de carne y zapato bajo con hebilla de plata; todo según la moda de Carlos III, cuya estatua, hecha por Canova,43 se hallaba al extremo del Prado, donde hoy se ostenta la fuente de la India o de La Habana.
Para entrar y tomar parte en la fiesta no bastaba el traje especial de los hombres; era preciso venir provisto de papeleta, la que debía presentarse en el zaguán a la comisión allí constituida para recibirla y aposentar a las mujeres. Observose esta medida estrictamente al principio; pero tan luego como llegó la hora de bailar, Brindis y Pimienta, principales aposentadores, delegaron el encargo en sujetos menos escrupulosos y rectos. A semejante descuido se debió el que, tarde de la noche, penetrasen algunos individuos que, si bien en traje de ceremonia, no presentaron papeleta ni eran artesanos tampoco.
De este número fue un negro de talla mediana, algo grueso, de cara redonda y llena, con grandes entradas en ambos lados de la frente, que por poco que pasase él de los cuarenta años de edad, terminarían en una calva completa. Aunque se vestía como se había dispuesto, el frac le venía algo estrecho, el chaleco se le quedaba bastante corto, las medias estaban descoloridas por viejas, carecían de hebillas sus zapatos, no tenía vuelos la camisa y el cuello le subía demasiado hasta cubrirle casi las orejas, tal vez por ser él de pescuezo corto y morrudo.
Sea por estas faltas, o sobras, de que no estamos bien enterados, el negro de las entradas se hizo el blanco de las miradas de todos desde que puso el pie en el baile. Advirtiolo él, que no era ningún tonto, y naturalmente andaba al principio como azorado, esquivando la sala, donde la luz era más profusa y brillante; pero hacia las once de la noche hizo por incorporarse en los corrillos que se formaban en torno de las muchachas bonitas, hasta que se atrevió a invitar a una y bailar un minué de corte, con tanto compás y donaire que llamó por ello la atención general. Dos o tres veces se acercó al grupo que galanteaba o adoraba en Cecilia Valdés a la más hermosa de las mujeres de aquella reunión heterogénea; la contempló de reojo largo rato y luego se alejó con visibles muestras de despecho.
En uno de estos momentos, un oficial de la sastrería de Uribe que le observaba de cerca, le siguió fuera de la sala, le puso la mano en el hombro con alguna familiaridad y le dijo:
— ¡Oiga! ¿Estás aquí?
— ¿Qué, qué se ofrece? contestó él volviéndose y estremeciéndose de pies a cabeza.
— ¿Qué haces por estos barrios, chiquete? le preguntó el oficial con mayor familiaridad.
— Sírvase decirme, señor mío, replicó el de las entradas, enfadado: ¿cuándo y dónde le he echado maloja?
— ¡Hombre! repuso el oficial bastante mortificado, esas son palabras mayores.
— Mayores o menores, son las que uso con los importunos como Vd.
— No te vengas haciendo el misterioso y el señorón, que yo sé quién eres tú y tú sabes quién soy yo. Apéate, compadre, del tablado. Te se puede desvanecer la cabeza, y si te caes, das en el fogón de la cocina.
— Vamos, ¿y qué quiere Vd. conmigo ahora?
— Nada, no quiero nadita de este mundo. Reparé sólo que le hiciste el feo a la niña más linda del baile y esto picó mi curiosidad.
— ¿Le va o le viene a Vd. algo en este ajiaco?
— Bastante, más de lo que tú te figuras.
— Y Vd. se propone defender a esa niña, ¿no?
— Creo que tú no las has injuriado. Las mujeres no son la cara del rey para agradar a todos. En gustar o disgustar no hay ofensa.
— Bien, entonces déjeme Vd. el alma quieta.
— Eres un mal agradecido, le dijo el oficial, serio. No tienes tú la culpa, sino yo que me ocupo de un individuo inferior a mí, cocinero y… esclavo. Llenose de ira el negro con esto y levantó la mano para pegarle una bofetada a su contrincante; pero, por razones que él se sabía, no descargó el golpe. Había penetrado en aquella casa sin papeleta, no conocía a nadie, era un intruso y todo escándalo que se armase debía redundar en su daño. Contentóse, pues, con amenazarle y decirle que arreglaría cuentas luego que terminase el baile; volviéndole la espalda con desprecio. Semejante salida excitó a lo sumo la risa del oficial de sastre, y dijo por burla:
— Casaca, suelta a ese hombre.
De seguidas buscó a su amigo José Dolores Pimienta, le contó la ocurrencia con el negro de las grandes entradas rieron los dos de la ocurrencia y no se ocuparon más del asunto.
Desde temprano el baile estaba lleno, de bote en bote, según reza la frase familiar. El golpe de gente de todos colores, sexos y condiciones que se apiñaba ante ambas ventanas del ancho portal, presentaba aspecto tan animado, como interesante y tumultuoso. En el gran salón no se cabía ni de pie, al menos mientras no se bailaba; los hombres se codeaban unos con otros, y ocultaban casi del todo a las mujeres sentadas alrededor. Cecilia, con Nemesia y seña Clara, la mujer de Uribe, ocupaba un asiento de frente para la calle, en el lienzo de pared medianero entre la puerta del comedor y la del aposento, y siempre que lo permitían los grupos de hombres que acudían a saludarla, podían oírse las exclamaciones de admiración que su peregrina belleza excitaba en las personas del portal.
A veces, tras las ponderaciones de las gracias de la muchacha, podían oírse voces de compasión, pues tomándola por una joven de pura sangre, era natural que les chocase de verla allí y que creyesen de bajos sentimientos a quien consentía en rozarse tan de cerca con la gente de color. Cecilia, entretanto, saboreaba a sus anchas el triunfo mayor que jamás alcanzó mujer alguna en la flor de su juventud y de su belleza. Uno tras otro, cuantos hombres de cierto viso llenaban el baile aquella noche, conociéndola o no, vinieron a saludarla y rendirla homenaje, cual saben rendirlo los negros criollos de Cuba que han recibido alguna educación y se precian de finos y atentos con las damas. Entre éstos podemos citar a Brindis, músico, elegante y bien criado; a Tondá protegido del Capitán General Vives, negro joven, inteligente y bravo como un león; a Vargas y a Dodge, ambos de Matanzas, barbero el uno, carpintero el otro, que fueron comprendidos en la supuesta conspiración de la gente de color en 1844 y fusilados en el paseo de Versalles de la misma ciudad; a José de la Concepción Valdés, alias Plácido, el poeta de más estro que ha visto Cuba, y que tuvo la misma desastrada suerte de los dos precedentes; a Tomás Vuelta y Flores, insigne violinista y compositor de notables contradanzas, el cual en dicho año pereció en la Escalera, tormento a que le sometieron sus jueces para arrancarle la confesión de complicidad en un delito cuya existencia jamás se ha probado lo suficiente; al propio Francisco de Paula Uribe, sastre habilísimo, que por no correr la suerte del anterior, se quitó la vida con una navaja de barbear en los momentos que le encerraban en uno de los calabozos de la ciudadela de la Cabaña; a Juan Francisco Manzano, tierno poeta que acababa de recibir la libertad, gracias a la filantropía de algunos literatos habaneros; a José Dolores Pimienta, sastre y diestro tocador de clarinete, tan agraciado de rostro como modesto y atildado en su persona.
Con este último y con Vargas se dignó Cecilia bailar danza, minué de corte con Brindis, otro con Dodge; conversó amablemente con Plácido, contestó con un saludo gracioso al que le hizo Tondá, habló de contradanzas con Vuelta y Flores, y celebró mucho el talento músico de Ulpiano, que dirigió la orquesta del baile.
Cualquiera mediano observador pudo advertir que, a vueltas de la amabilidad empleada por Cecilia con todos los que se le acercaban, había marcada diferencia entre los negros y los mulatos. Con éstos, por ejemplo, bailó dos contradanzas, con los primeros sólo minués ceremoniosos. Pero dio amplia rienda a su innato exclusivismo cuando se le presentó el negro de las entradas profundas y la rogó le admitiera como pareja para una danza o un minué. Eso sí, no llevó su negativa hasta el no áspero y seco; le dio sus razones para no bailar con él, que tenía comprometida la siguiente pieza, que se sentía muy cansada, etc. El hombre no se dio por satisfecho, antes se mortificó lo que es indecible y se alejó murmurando frases groseras y amenazantes.
No paró mucho en esto la atención Cecilia; pero cuando poco después se paseaba con Nemesia y seña Clara en torno de las mesas del ambigú y tropezó con el negro de las entradas, que parecía en acecho reclinado en la jamba de la puerta de uno de los cuartos laterales, tuvo miedo; y apretando el brazo de su amiga la dijo en voz baja y apresurada: — ¡Ahí está!
— ¿Quién? preguntó Nemesia volviendo el rostro.
— Mira, agregó Cecilia. Por acá. Ese.
En este momento el hombre se desprendió de la puerta y avanzó hasta tocar con la barba en el hombro de Cecilia, a la cual sin más preliminar le dijo:
— ¿Conque no me ha creído la niña digno de ser su compañero esta noche?
— ¿Qué dice Vd.? preguntó Cecilia más asustada que antes.
— Digo, continuó el negro echando una mirada siniestra a Cecilia, digo que la niña me ha hecho un desaire.
— Si lo cree Vd. así le pido mil perdones, porque no be tenido tal intención.
— La niña me dijo que estaba cansada y enseguida salió a bailar con otro. No busque disculpa la niña (añadió de carrera conociendo que Cecilia quería replicar), comprendo la razón por qué la niña me ha desairado. La niña me ve prieto, pobremente vestido, sin amigos en esta selecta reunión y se ha figurado que soy un cualquiera, un malcriado, un pelagatos.
— Se equivoca Vd.
— Yo no me equivoco. Sé lo que digo, como sé quién es la niña.
— Señor, Vd. me toma por otra.
— La conozco más de lo que imagina la niña. La conozco desde que la niña mamaba y gateaba. Conocí a su madre, conozco a su padre como a mis manos y tengo muchos motivos para conocer a la mujer que la crió por más de un año seguido.
— Pues yo no lo conozco a Vd., ni…
— ¿Ni le importa tampoco a la niña? Lo comprendo. Debo decirle a la niña, sin embargo, que la niña me desprecia porque se figura que como tiene el pellejo blanco es blanca. La niña no lo es. Si a otros puede engañar, a mí no.
— ¿Me ha detenido Vd. para insultarme?
— No, señorita. Yo no estoy acostumbrado a insultar a las personas que gastan túnico. Si como lleva túnico la niña, lleva calzones, crea que no le hablaría así. Me molesta tanto más el orgullo que la niña gasta conmigo…
— Bastante hemos hablado, le interrumpió Cecilia volviéndole la espalda.
— Como la niña guste, continuó él altamente irritado, mas déjeme decirle que baje un poco el cocote, porque si su padre es blanco, su madre no es más blanca que yo, y además, la niña es la causa de que me vea separado de mi mujer por más de doce años.
— ¿Y yo qué tengo que ver con eso?
— Debía de tener algo, pues mi mujer ha sido la verdadera madre de la niña, como que la crió desde que nació, no pudiendo criar a la niña su madre por estar loca…
— El loco es Vd., exclamó Cecilia en alta voz.
Nemesia y seña Clara rodearon entonces a su amiga y trataron de llevársela para la sala. Pero se detuvieron al ver a Tondá, a Uribe, al oficial de éste y al mismo José Dolores Pimienta (bajo cuya protección implícita estaba Cecilia), que oyeron el grito y acudieron presurosos para averiguar lo que pasaba. El último nombrado fue el primero a preguntarla.
— Nada. Ese moreno, dijo ella con soberano desprecio, se ha empeñado en tener un lance conmigo… como me ve mujer.
— ¡Cobarde! gritó Pimienta, convertido de repente en león el modesto cordero.
Y se avalanzó al desconocido para castigarle; pero hurtó el cuerpo y se puso en guardia.
José Dolores estaba desarmado y se contentó con añadir:
— ¿Quién es Vd.?
— Soy quien soy, contestó el otro con impavidez.
— ¿Qué busca Vd. aquí?
— Lo que me da la gana.
— Pues ahora mismo sale Vd. de la casa o lo echo a patadas.
— Quisiera verlo.
— ¡A, perro! Habías de ser esclavo. ¡Afuera!
En ese punto intervinieron Tondá, Uribe y el oficial de sastre, sin cuya presencia de seguro que se arma una riña sangrienta entre el galante músico y el desconocido de las grandes entradas. El oficial dicho le dio el nombre de Dionisio Gamboa, y habiéndole rodeado todos poco a poco, fueron empujándole hasta ponerle materialmente de patitas en la calle. Mientras se le llevaban así, volvía con frecuencia la cara y decía, dirigiéndose a Cecilia: — Se figura que es blanca y es parda. Su madre vive y está loca. Hablando después con Pimienta, decía: — Señor defensor de las niñas, sangre de chincha, el que la debe la paga. No se ha de quedar riendo. Ya nos veremos las caras. Al oficial de sastre, que le repetía: — Cállate la boca, Dionisio Gamboa, vete a cocinar a casa de tu amo, no te metas a farolero, porque pueden darte un bocabajo que te chupes los dedos; casaca, suelta a ese hombre, le decía: — Yo no me llamo Gamboa me llamo Jaruco. Y acuérdate que también me la debes.
Afectaron un tanto a Cecilia la conducta y sobre todo las palabras del negro de las entradas. Daba la casualidad que cuanto dijo respecto de sus padres, coincidía extrañamente con lo que ella misma había antes oído y sospechado. El lenguaje misterioso que empleaba la abuela siempre que del caballero que las favorecía se trataba, era bastante para hacerla pensar a veces que debía de tener con ella alguna otra relación que la de un mero galanteo, aun cuando no le pasara por la mente que fuese su padre el padre de su amante. Este no la amaría ni la prometería unión eterna si supiera, como debía saberlo, que ligaba a los dos tan cercano parentesco. Por lo tocante a su madre, la abuela, mejor autoridad que el cocinero de Gamboa, si bien no la aseguró jamás que hubiese muerto, no la afirmó tampoco que viviese, menos aun que estuviese loca. La mujer a quien seña Josefa solía visitar en el hospital de Paula, según lo poco que se le había escapado de los labios en momentos de vivo pesar y honda tristeza, no era hija suya, siquiera sobrina; tal vez pariente de pariente de una amiga íntima de la mocedad. El cocinero Dionisio Gamboa o Jaruco estaba por fuerza equivocado, repetía meros rumores, hablaba de memoria.
En tal virtud, y teniendo en cuenta la edad y carácter alegre de Cecilia, no es de extrañarse que, tras pasajera preocupación, se entregase de nuevo en brazos de los placeres que le brindaba el baile. Sin embargo, en medio del torbellino de la danza y del incienso de adulación con que los hombres pretendían embebecerla, la inquietaba a veces el pensamiento del riesgo que corría el hermano de su amiga Nemesia, por haberla defendido de los insultos de un loco o de un asesino.
Por eso, como mujer agradecida, desde aquel punto empezó a sentir por José Dolores una especie de simpatía que no había sentido nunca, y en descuento de la deuda contraída no tuvo empacho en manifestarle sus temores. Riose él de ganas al oírla, replicándole, quizás para tranquilizarla que el Dionisio Gamboa, Jaruco o lo que fuese, era un miserable esclavo, muy bocón para parársele delante fuera del baile, porque dice el refrán que perro que mucho ladra no muerde. Observole Cecilia que siendo esclavo y cobarde era más de temer, pues atacaría a traición, no cara a cara. Replicó a esto José Dolores, que, efectivamente, tenía que ir prevenido y con los ojos muy abiertos, no fuera que le dieran por la espalda; pero que por lo demás ya él se había armado con un cuchillo que le acababa de prestar un amigo, y que tenía que ser lince el hombre que le matase del primer viaje.
Después del ambigú y de otra danza entre las doce y la una de la madrugada, terminó el baile y cada cual marchó para su casa. Seña Clara, de brazo con Uribe, su marido; Cecilia y Nemesia con el hermano de ésta, en unión agradable se dirigieron a lo largo de las casuchas que había por aquel lado de la calzada, en dirección de la puerta de la muralla, llamada de Tierra por ser la más inmediata. Al acercarse a la primera esquina de la calle de Cienfuegos o Ancha, notó Cecilia la sombra de un hombre que, ganándoles la delantera, torció por allí a la derecha. Sospechó desde luego quién podría ser y trató de llamarle la atención a su compañero, al lado opuesto, indicándole el café nombrado de Atenas, solitario y oscuro, cerca de la estatua de Carlos III, a la entrada del paseo. Pero el hombre no pasó de largo cual ella esperaba; se plantó en la esquina y dijo alto: — Sinvergüenza, sangre de chincha, ven para acá, si eres guapo.
Preciso era que José Dolores tuviese sangre de ese insecto para que se desentendiese de un desafío semejante, hecho delante de la dama de sus pensamientos. Hizo, pues, por desprenderse de sus compañeras, las cuales, sujetándole cada una por un brazo, habrían conseguido el intento si no acude en su ayuda Uribe diciendo a las muchachas:
— Dejen que le dé una mojada.
Así fue. José Dolores sacó el cuchillo, tomó el sombrero en la mano izquierda para usarle como la capa el matador delante del toro, y siguió los pasos del contrario sin acercarse demasiado.
Cecilia, con Nemesia y seña Clara, agarradas de las manos y de Uribe, todas temblorosas y con la ansiedad que es de imaginar, se estuvieron a esperar cerca de la esquina el resultado de una lucha que no podía menos de ser sangrienta. A poco más oyeron la voz argentina de José Dolores que dijo: — Aquí; y la ronca del negro que respondió: — Aquí. Y comenzó sin más la horrible brega.
La carencia absoluta del alumbrado público, junto con la oscuridad de una noche sin luna, impedían ver claro los movimientos de los combatientes, no obstante la proximidad a que estaban del grupo espectador. Suponiendo que Dionisio tuviese el valor sereno de José Dolores, no tenía su agilidad y mucho menos su destreza en el manejo del cuchillo. Esto se echó de ver pronto, porque tras unos pocos esguinces y quites con el sombrero, se oyó primero un ruido extraño, como de tela nueva que se rasga con fuerza, y de seguidas el bronco de un cuerpo pesado que da en tierra. Cecilia y Nemesia dieron un grito penetrante y cerraron los ojos. ¿Quién de los dos había caído? ¡Momento de terrible ansiedad!
Mientras el caído continuaba gimiendo sordamente, el otro pareció acercarse a paso menudo hacia la calzada. En segundos, que no en minutos, salió de la densa oscuridad que le rodeaba, mucho más densa para los ojos de los que le aguardaban y que del sobresalto no podían ver claro. Venía riente, ligero como un gamo, envainaba el cuchillo y se ponía el sombrero hecho trizas. Era José Dolores Pimienta. Cecilia fue la primera a recibirle, y sin saber lo que hacía, por un impulso de su alma generosa y sensible, le echó los brazos al cuello, preguntándole con cariño: — ¿Te han herido?
— ¡Ni un arañazo! contestó él, tanto más orgulloso cuanto que sentía sobre su corazón la cabeza de la mujer a quien adoraba sin esperanza de correspondencia. En oyéndole ella, lloró de pura alegría cual la niña que recupera su muñeca cuando la juzgaba irrevocablemente perdida.
TERCERA PARTE
Capítulo I
Al arbusto sabeo,
Y el perfume le das que en los jardines
La fiebre insana templará a Lieo.
SEPAROSE LEONARDO GAMBOA de su familia después de almuerzo en la dehesa o potrero de Hoyo Colorado, y en la amable compañía de Diego Meneses tomó por entre Vereda Nueva y San Antonio de los Baños, la vuelta de Alquízar, rumbo al sudoeste de su punto de partida.
A pocas leguas se hallaron en lo que llaman por ahí Tierra Llana, planicie extensa e igual, cuyo centro por esa parte lo ocupa la población últimamente nombrada. Su fondo es un calcáreo muy poroso y puro, cubierto de una capa de tierra rojiza, o color de ladrillo, a trechos bastante espesa y suelta, acusando el óxido de hierro de que está cargada y de una fertilidad prodigiosa. Con algunas interrupciones de nivel se dilata hacia el oeste hasta Callajabos, al pie de las serranías de la Vuelta Abajo y hacia el este hasta los últimos límites de Colón, siendo su latitud general estrecha.
Por supuesto, en las porciones más elevadas de dicha mesa, no se ven fuentes naturales, ni llueve tampoco a menudo; pero es tan copioso el rocío nocturno, que moja el suelo y refresca la vegetación. No conociéndose en el país ningún sistema de regadío, a ese fenómeno meteorológico hay que atribuir la lozanía con que crecen y el verde esmeralda con que se visten las plantas en todas las estaciones del año. En cambio, el descuaje del arbolado, el cultivo general de la mesa, particularmente de aquella parte que iban recorriendo nuestros dos viajeros, habían ahuyentado los pájaros de cuenta, y apenas si se veían uno que otro grupo de judío de vuelo pesado y penetrante graznido, un par de tímidas tojosas, una fugaz bijirita y pequeños tomeguines escondidos en los arbustos inmediatos.
Mientras más se alejaban de Hoyo Colorado, más cafetales encontraban a uno y otro lado del camino; como que esas eran las únicas fincas rurales de cierta importancia en la porción occidental de la mesa, al menos hasta el año de 1840. Hablamos ahora del famoso jardín de Cuba, circunscrito entre las jurisdicciones de Guanajay, Güira de Melena, San Marcos, Alquízar, Ceiba del Agua y San Antonio de los Baños. No se fundaban entonces ahí granjas para la explotación agronómica, en el sentido estricto de la palabra, sino verdaderos jardines para la recreación de sus sibaritas propietarios, mientras se mantuvo alto el precio del café.
Contra el sistema legal de mensuras observado en Cuba desde ab initio, estaban divididas esas bellísimas fincas en figuras regulares, prevaleciendo el cuadrado, y acotadas todas con setos de limoneros enanos, con zarzas y más comúnmente con tapias de piedra seca, o cercas primorosas y artísticamente construidas. Cubríanse éstas de enredaderas o aguinaldos, especialmente de campanilla blanca, los cuales abrían por Pascuas de Navidad, daban aspecto risueño a la campiña con sus níveas flores, en contraste con el verdor fuerte del arbolado cercano, mientras que con su exquisito y trascendental perfume embalsamaban el ambiente por millas y millas a la redonda.
Sus ostentosas y cómodas viviendas no caían en las anchas calles o calzadas que separaban entre sí los diferentes predios. Más bien buscaban la reclusión y el sombrío que brindaba el interior, como que crecía ahí más frondoso el naranjo de globos de oro, el limonero indígena y exótico, el mango y la manga de la India, el árbol del pan, de ancha hoja; el ciruelo de varias especies, el copudo tamarindo de ácidas vainas, el guanábano de fruta acorazonada y dulcísima, la gallarda palma, en fin, notable entre la gran familia vegetal por su tronco recto, cilíndrico, liso y grueso como el fuste de una columna dórica, y por el hermoso cerco de pencas con que se corona perennemente.
A flor del camino sí erigían la entrada, portal, mejor, arco triunfal, bajo cuya sombra, como por las horcas caudinas, había que pasar para coger la ancha avenida, flanqueada de palmas y naranjos, que conducía a la apartada vivienda señorial, oculta allá en el espeso arbolado. Aún después de haber avanzado bien adentro, no siempre descubría de lleno el caserío, ni se llegaba a él derecho; porque a menudo ocurría dividirse la avenida en dos ramales, describiendo dos medios círculos, uno de entrada, otro de salida, que limitaban de un lado los cafetos o setos de zarzas, y del opuesto los jardines de flores, desplegados a un tiempo a la vista del sorprendido viajero. Siguiendo por cualquiera de esos medios círculos, de seguro que se daba con la morada de los dueños y sus dependencias inmediatas en primer término; después con la casa, por lo general exenta, del molino, en el centro de una como plaza o batey, en torno del cual se hallaban los tendales o secaderos de café, los almacenes o graneros, las caballerizas, palomar, corral de gallinas y la aldea formada por las cabañas de paja de los esclavos.
Leonardo Gamboa y su amigo, con los caballos algo sofocados, cubiertos ya unos y otros del polvo bermejo y sutil de la tierra llana, avistaron los linderos del cafetal La Luz, perteneciente a don Tomás Ilincheta, cosa de media legua distante del pueblo de Alquízar, pasadas las cuatro de la tarde del 22 de Diciembre de 1830. Por la derecha de los viajeros, bajo un cielo azul y sin nubes, se ponía entonces el glorioso sol de los trópicos, cuyos abrasadores rayos lanzaban manojos de luz a través de las ramas de los árboles, tendiendo cada vez más larga la sombra de las palmas sobre el campo verde, tachonado de gayadas flores, a tiempo que encendían el átomo térreo impalpable que se cernía en el tranquilo ambiente.
Resonaba a lo lejos con las pisadas de las caballerías el fondo poroso y hueco de la tierra llana; de manera que, mucho antes de que los jinetes tocaran el portal de la finca, ya se hallaba en la reja de hierro, dispuesto para abrirla, el portero negro, que acababa de salir de una especie de garita grande de mampostería y teja plana, hacia la izquierda. Reconoció desde luego a aquéllos y los recibió con los escorrozos tan propios de las gentes de su raza y condición diciendo:
— ¡Ojó! ¡ojó! Niño Leonardito ¿ya sumerce vinió? ¡Ah! ¡Ah!, y el niño Dieguito asina mismo.
— ¿Cómo está la familia, congo? le preguntó Leonardo.
— Toos güenos, grasi Dió. Ahorita dentraron las niñas con doña Juanita. Vinían del protero. Milagro que no se toparon con ellas los niños. Si susmercés jarrean un poco entoavía las alcanzan más pacá de la casa.
Y agregó luego hablando con Leonardo: — ¡Ah! ¡Qué si va a legrá la niña Isabelita! ¡Y la niña Rosita! (hablando con Meneses). ¡No mi diga!
Los dos jóvenes se sonrieron y continuaron al paso de sus caballerías por el centro de la magnífica alameda, deseando en secreto, por extraña coincidencia de sentimientos, que se alargase algo más el término de su camino. Es que en los momentos de comparecer ante las damas de sus amores, temía Leonardo que le recibiese la suya, no cual solía, como amiga y amante tierna, sino como juez severo y duro, por sus pasadas flaquezas y veleidades. Para decir verdad, sentía algo que se parecía más a la vergüenza que al contento. Diego, por su parte, próximo a realizar el deseo más vivo e íntimo de su pecho, el de volver a ver a Rosa en su paraíso de Alquízar, después de un año de ausencia, quería probar si retardando el momento apetecido, se calmaba un tanto el tumulto de su sangre y podía saludarla con la compostura del respetuoso caballero.
Pero por ahora, ni la satisfacción de este capricho les fue dado realizarlo a nuestros amigos. Porque en desviándose de la avenida que traían, alcanzaron a ver a las hermanas penetrando en lo más intrincado del jardín, allí donde los rosales de Alejandría, los jazmines del Cabo y las clavellinas, competidores de los más bellos de que se precian Turquía y Persia, si no acertaban a envolverlas con sus ramas, sin duda que las envolvían con sus emanaciones aromáticas.
También las jóvenes, por las pisadas de los caballos, se apercibieron de la presencia de los viajeros, reconociéndolos, especialmente al primero que puso pie a tierra, abandonando la montura a su albedrío, y fue Leonardo Gamboa. Rosa, más joven y cándida que la hermana, hizo una exclamación involuntaria de alegría; Isabel experimentó sentimiento opuesto. Recordaba que su despedida de La Habana no fue agradable ni cordial, y creía que antes de dar entrada en su pecho al placer con que solía recibir a Leonardo, necesitaba cuando menos una explicación suya satisfactoria de lo pasado.
Ni Leonardo ni Diego se hallaban en aptitud de leer claro en el semblante de sus amigas lo que pasaba en sus espíritus cuando llegó el momento de saludarse, según el modo frío y rígido que piden las costumbres cubanas, esto es, sin el significativo apretón de manos. Fue bien marcado, no obstante, el cambio que se operó en el rostro de las dos hermanas. El de Isabel asumió aspecto serio y pálido; el de Rosa tomó el color de la flor de su nombre; y por breve rato, ellos ni ellas supieron qué hacerse ni qué decir. Tocó al cabo a la más avisada de las mujeres el advertir la embarazosa posición de todos, y, para salir pronto del paso, acudió a una de las coqueterías características de su edad y sexo. Tenía Isabel en la mano una rosa de Alejandría, abierta aquella misma tarde, y se la prometió a Meneses diciendo:
— ¿No es ésta su flor preferida?
Asomáronsele los colores a la cara del agraciado, y se puso más colorada que antes la de Rosa, quien, ya quisiese ocultar su propio rubor, ya enmendar el aparente desaire hecho a Gamboa, se quitó un clavel que se había prendido en el cabello y se lo dio balbuceando: — ¿No es ésta la flor que prefiere el amigo Leonardo?
Bastó esto poco a romper el encanto; sólo que por aquella tarde y noche Isabel se dedicó a obsequiar y atender a Meneses, aunque no veía el momento de conciliación con Leonardo. Entre tanto, juntos los cuatro fueron al encuentro de doña Juana y del señor Ilincheta que venían a saludar a los recién llegados.
Desaparecía por entonces la claridad del día, y el airecillo de la noche, por más que viniese cargado de los perfumes de las flores y de las emanaciones gratas que emite el campo a esa hora, empezó a dejarse sentir. Las señoras, sobre todo, tuvieron que apelar al abrigo acostumbrado, el pañolón de seda, echado al desgaire sobre los hombros. Pero en los momentos de trasladarse a la sala, resonó el melancólico tañido de la campana de la queda en los cafetales circunvecinos y en el de La Luz, llamando a amos y esclavos a la oración y al recogimiento. En oyéndolo doña Juana, sus sobrinas, los dos jóvenes y don Tomás Ilincheta, éstos con los sombreros en la mano, y los criados del servicio inmediato de la familia con los brazos cruzados, todos de pie, aquella señora comenzó diciendo: — ¡Ave María Purísima!; a que contestaron los circunstantes en coro: Sin pecado concebida. — El Ángel del Señor (prosiguió la señora) anunció a María que el Hijo de Dios Padre encarnaría en sus entrañas, para redención del mundo. ¡Ave María! María Santísima lo admitió diciendo: ves aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra ¡Ave María! El Hijo de Dios se hizo hombre, y vivió entre nosotros. ¡Ave María!
Dadas las buenas noches, las hijas primero y tras ellas los criados, besaron la mano de doña Juana y de don Tomás, y recibieron en contestación el usual Dios te haga una santa, o un santo.
De seguidas una criada avisó a Isabel que el Contramayoral la esperaba en el otro lado del pórtico. Pidió ella permiso a los huéspedes. Su padre, hablando con éstos, explicó el motivo de su ausencia diciendo: — Es mi Mayordoma, cajera y tenedora de libros, y cree que primero es la obligación que la devoción. Lleva cuenta del café que se recolecta, del que se descascara, escoge y ensaca, del que se remite a La Habana. Cuando se vende, glosa ella las cuentas del refaccionista, cobra y paga. Todo como un hombre. En una palabra, desde que murió mi esposa, que santa gloria haya, mi Isabel está hecho cargo de la casa, del cafetal y de todos mis negocios. ¡Ay! No sé qué sería de mí si también ella me faltase.
¿Quién era el Contramayoral? Un negro como un trinquete, del color de la pez, cari-ancho, de aspecto franco y mirada inteligente. No bien se apareció su ama, la hizo una genuflexión para pedirla su bendición, porque él mismo acababa de dirigir el rezo de sus treinta o más compañeros en medio del batey, a la luz de las estrellas.
— Niña, la dijo, aquí está la cuenta de lo barrí llenao hoy. ¿Y le alargó un papel? ¿La hoja de una planta con signos caligráficos o aritméticos? Nada de eso. Aunque aquel esclavo había aprendido de coro ciertas oraciones del catecismo que le enseñaron para bautizarle, no sabía escribir ni pintar guarismos. La cuenta de que hablaba se reducía a dos o tres varas cortas de un arbusto del campo, con muchos cortes o muescas de través, tarjas o quipos modernos para indicar el número de barriles de café recolectados durante ocho horas de trabajo.
Con pasar Isabel las yemas de los dedos por las muescas de las tarjas, conoció que no había sido abundante la recolección, y así se lo dijo al esclavo.
— Niña, se apresuró él a explicar en su guirigay especial la causa de la deficiencia. Niña, la safra va de vencía, no queda café maúro en la mata, ni pa remedia. Brujuliando po aquí y po allí se ha llenao 25 barrí.
— Está bien, Pedro, repuso Isabel. No hay para qué estropear las matas, ni que tumbar el grano verde. Sería mucho menor la zafra el año entrante si eso se hiciera. Escúchame Pedro, con atención. Mañana bien temprano pon toda la gente a limpiar el batey y las guardarrayas principales hasta las nueve. Tenemos visitas y quiero que todo esté aseado y bonito. Por la tarde es preciso que unos pilen y avienten el café seco, y que otros, las mujeres y los más débiles, a escoger. El caso es aviar todo el pilado y aventado, mañana mismo si es posible.
— Asina si jará, niña.
— ¡Ah! Lo principal se me olvidaba, agregó Isabel en tono triste. A Leocadio que dé bastante maíz y yerba al trío moro y al trío dorado, porque tienen que emprender largo viaje pasado mañana.
— ¿Va a salí lamo?
— No, tía Juana, Rosita y yo, que vamos a pasar las Pascuas en la Vuelta Abajo.
— ¡Anjá! La niña si va otra vuelta, la casa parece robá.
— Papa se queda. Estamos convidados a pasar las Pascuas como digo, con la familia del señor Gamboa en su ingenio La Tinaja, allá lejos, muy lejos, por el Mariel. Han puesto una gran máquina de vapor para moler caña; romperá la molienda la víspera de Pascuas y aguardan por nosotros. Aquí han llegado a buscarme el niño Leonardito y el niño Diego Meneses, que tú conoces.
— ¿Con que si va otra vuelta?, repitió el Contramayoral pensativo.
— Estaremos ausentes muy poco tiempo, cuando más hasta después del domingo de Niño perdido. Me da mucha pena dejar a papá solo. Pero espero en Dios que no le sucederá nada, antes me prometo que Vds. le cuidarán bien.
— Asina si jará niña.
— Pero si por desgracia se enfermare en nuestra ausencia, te encargo, Pedro, que sin pérdida de tiempo me despaches un propio al ingenio La Tinaja, cerca del pueblo de Quiebrahacha. Acuérdate de estos dos nombres: Tinaja y Quiebrahacha.
— Asina si jará, niña.
— Rafael o Celedonio, cualquiera de los dos, sirve para el mandado. Ellos conocen el camino de aquí a Guanajay; de allí al Quiebra Hacha se sabe que quien tiene lengua a Roma va.
— Asina si jará, niña.
— Bueno, confío en ti, Pedro. Es un gran descanso para nosotros, cuando salimos, dejar el cuidado de la casa y de la finca a un hombre tan racional y honrado como tú.
Ni porque le hicieron este elogio franco cuanto sincero, hizo uso el negro de su conocida muletilla. Sólo sacudió la cabeza cual si quisiera desterrar una idea enojosa, y volvió a un lado el rostro, sin darle la espalda a su señorita, lo cual habría sido una falta de respeto.
— Atiende, Pedro, continuó Isabel. Hay que traer del potrero el caballo careto para llevar a Guanajay uno de los dos tríos. El que le lleve, sea Rafael o Celedonio, debe salir al Ave María o con los primeros claros del día de pasado mañana, apearse en la posada de Ochandarena, frente a la plaza, hacer que bañen y den un buen pienso a los caballos y aguardar por nosotros, pues tendrá que regresar con el trío que saquemos de acá. ¿Recordarás todas estas cosas, Pedro?
— Mi ricorde, niña, dijo el Contramayoral afectado; añadiendo a la carrera: Le pobre negre va a tené una Pacua mu maguá.
— ¿Por qué? preguntó Isabel con exagerada sorpresa. Le diré a papá que les deje tocar tambor en los dos días de Pascuas y el día de Reyes.
— Ma como la niña no etá allante, le negre no se diviete.
— ¡Qué bobería! Nada, a bailar, a divertirse para que esté contenta la niña cuando vuelva del paseo. ¡Eh! Nada más, Pedro.
Se retiraba éste despacio y de mala gana, e Isabel, que quedaba pensativa apoyada en el barandal del pórtico, llamole luego, diciendo: — Pedro, ¿ya lo ves? Por tus interrupciones y majaderías se me iba o olvidar una de las cosas que tenía más presente. Debo hacerte otro encargo, mi último encargo. Mira, Pedro, estoy pensando que por sí o por no, lo mejor será que guardes el látigo en tu bohío hasta después de Pascuas. Sí, sí, mejor será pues mientras le tengas en la mano has de querer usarlo, y yo no quiero que se levante el látigo para nadie, ¿lo oyes, Pedro? Que no suene el látigo en mi ausencia.
— Le negre etá perdío, dijo Pedro sonriéndose, por mor de la niña.
— Me importa poco, replicó Isabel con firmeza. Tú sabes que papá botó al mayoral en abril porque daba mucho cuero. Recuerda que la cogió contigo. No ha de oírse un latigazo en el cafetal en mi ausencia. Lo repito, lo quiero así, lo mando, Pedro.
Volviendo de su breve diálogo con el Contramayoral, encontró Isabel puesta la mesa para la cena en medio de la sala. Serían las ocho de la noche. El lujo de la vajilla de plata, de cuyo metal eran hasta los grandes macizos candeleros, parecía competir con la abundancia de los manjares. Mas nada de esto se hacía por vano alarde. En primer lugar, porque habiendo comido la familia a las tres de la tarde, según la costumbre del campo entonces, suponían que los dos huéspedes tuviesen hambre y querrían satisfacerla. En efecto, las señoritas, la tía y el señor Ilincheta, que por cumplimiento habían ocupado juntos un costado de la mesa, participaron únicamente del chocolate o del café con leche; haciendo, eso sí, Isabel, los honores con gracia y naturalidad características.
Tras la cena y una conversación agradable, se levantó don Tomás y se retiró a su cuarto, recomendando a sus hijas no detuvieran mucho a los huéspedes, quienes por fuerza estarían cansados y desearían reposar de las fatigas del viaje.
La casa vivienda del cafetal La Luz estaba hecha a la francesa, es decir, conforme al sistema que para habitaciones tales se seguía en las fincas de igual naturaleza por los criollos de la Guadalupe y Martinica; pues de hecho la había trazado y dirigido un arquitecto natural de una de esas islas. El plano figuraba una cruz con dobles brazos, cuyo centro lo ocupaba la sala, y las ocho alcobas, ambos brazos de la misma, formadas por dos pasillos que terminaban en dos saletas, debajo de los cobertizos de las culatas de la casa. En los ángulos de los pórticos había cuatro cuartos que interiormente se comunicaban con las saletas dichas, y exteriormente con los jardines y aquéllos. Los pórticos, pues, se extendían cuanto la sala, corrían paralelos a ella y estaban cerrados por barandillas de madera y por cortinas de cañamazo en vez de persianas. El techo del cuerpo principal estaba formado con las hojas de la palma llamada cana, por su espesor, duración y frescura; y el de los pórticos o cobertizos con teja plana. Las puertas y ventanas, en número por cierto excesivo, abrían todas hacia afuera, dejando entrar a raudales, al menos de día, la luz y el aire siempre cargado con el perfume de las flores o de las frutas en que tanto abundaba aquella morada encantadora.
Por razones que es fácil colegir, las señoras no siguieron desde luego el ejemplo del amo de la casa. Los jóvenes no sentían inclinación ninguna a separarse por el resto de la noche, sin comunicarse con una palabra, con una mirada aunque fuese algo de lo mucho que bullía en sus cabezas. Así es que, por instinto casi, después de la cena volvieron al pórtico fronterizo y emprendieron paseos de arriba a abajo, en dos grupos: el de Isabel con su tía y Meneses y el de Rosa y Leonardo a retaguardia. A la primera vuelta preguntó éste a aquélla, en tono bajo, indicando a la hermana mayor:
— ¿Qué tiene la niña?
Este era casualmente el primer verso de una canción muy popular entonces; y Rosa, que era viva y traviesa, contestó al punto con el segundo verso que la daba nombre:
— Sarampión.
— ¿Con qué se le cura?, volvió a preguntar Leonardo con el tercer verso.
— Con coscorrón; concluyó Rosa sin poder tener la risa.
— ¿De qué se ríen Vds.?, preguntó Isabel muy atenta a lo que pasaba a sus espaldas.
— No le diga, Gamboa, dijo Rosa. Déjela con su curiosidad. Ella no es de nuestro bando.
Parecía que Isabel se proponía monopolizar por el resto de la velada la conversación y la sociedad de Diego Meneses. De aquí el motivo aparente del pique de Rosa con ella, según lo revelaban sus últimas palabras. La misma sospecha y con igual copia de razones podía abrigar Isabel respecto de su hermana menor, dado que desde el principio se apropió las atenciones y compañía de Leonardo. Mas ninguno de los jóvenes estaba satisfecho de sí mismo ni del otro. Esta era la verdad; de suerte que se cansaron de los paseos más pronto de lo que podía razonablemente esperarse, sólo que en vez de sentarse se apoyaron como por acaso en la barandilla, quedando, también casualmente, cual deseaban en secreto: Isabel al lado de Leonardo. Rosa al de Meneses, y doña Juana fuera del grupo. Amaba ésta a sus sobrinas con amor de madre, como quien las había criado desde pequeñuelas; deseaba su establecimiento, y, siendo ella casamentera de índole, claro está que no tomó a mal una eliminación mediante la cual aquéllas podían tener un rato de íntima comunicación con sus galanes.
Reinaba en torno de la casa la calma más profunda, habiendo abatido el airecillo que se levantara a las puestas del sol. No se movían las ramas de los árboles, ni era bastante la luz de las estrellas, ni la transparencia del cielo para reflejarse en las anchas hojas del plátano, cuyo tallo fibroso sobresalía entre los enanos y espesos cafetos. El único rumor que se apercibía era el distante y sordo procedente de esclavos, los cuales, antes de entregarse al descanso, preparaban la frugal cena a la lumbre de sus bohíos mientras discutían la novedad de la noche, a saber: la próxima ausencia de su señorita. Pero más cerca de nuestros jóvenes no puede decirse con exactitud que formaban ruido apreciable el chirriar de los grillos ocultos en la yerba, ni el aleteo de las mariposillas nocturnas que con fugaz zumbido pasaban del jardín a la casa, atraídas por la luz de la vela dentro de la guardabrisa o fanal en la mesa del centro de la sala.
El sitio, pues, la hora, el silencio de la tierra y del cielo, el aspecto sombrío del pórtico ancho, gacho y de limitado horizonte por el espeso arbolado inmediato, la misma lucha de la débil claridad artificial interior con la oscuridad exterior, todo predisponía a la exaltación de las pasiones de los jóvenes, arrobadas sus almas en la contemplación del bellísimo cuadro que los rodeaba por todas partes. En tales momentos, las mujeres menos agraciadas parecen aéreas y adorables; los hombres más tímidos se atreven a todo, y sintiendo más se expresan con mayor elocuencia.
— Isabel, dijo Leonardo, me extraña tu conducta conmigo.
— Califíquela, repuso Isabel sonriendo.
— No me corresponde calificarla, por la sencilla razón de que soy el agraviado.
— ¿Eso más? Pues era lo que faltaba.
— ¿Te sorprende? ¿Cómo se compagina, si no, nuestra amigable despedida de La Habana (por mi parte, se entiende), con tu silencio e indiferencia enseguidas…?
— ¿Sin motivo que justificara el cambio?
— Sin motivo que lo justificara. Yo al menos no he podido penetrarlo todavía.
— Refresque Vd. la memoria de los hechos.
— Nada, Isabel, no alcanzo, desconozco el motivo.
— ¿De verás?
— De veras.
— Entonces he sido una loca, una tonta, he visto visiones.
— Tanto como eso no, Isabel. ¿No te ocurre que hayas podido interpretar mal un acto inocente mío o de otra persona hacia mí?
— Si no se trata de interpretaciones, señor don Leonardo, se trata de lo que yo vi con mis ojos.
— Sepamos lo que vio mi señora doña Isabel con sus ojos.
— Vi lo que Vd. vio, mejor dicho, lo que le pasó Vd. al estribo del quitrín.
— ¿Y ése era motivo suficiente para que tú me perdieras el cariño y estuvieras a punto de olvidarme?
— Lo era y grande, para enojarse cualquier mujer de vergüenza, por mucho que la cegara la pasión.
— Veo claro, Isabel, que en todo ello ha habido una equivocación de tu parte, y que, sin quererlo has sido injusta conmigo.
— Explíquese Vd., dijo Isabel con aparente ansiedad.
— Te diré en pocas palabras lo que pasó, continuó Leonardo, poniéndose colorado, porque de hecho pensado iba a mentir. Mientras te decía el último adiós, naturalmente extendí un pie sobre la acera. Una de las dos mulatas que pasaban tropezó conmigo, y, creyendo que le había armado una zancadilla, llena de ira me dio un empellón. Tú sabes lo insolente que son esas mujerzuelas cuando se creen ofendidas.
— Sí, dijo Isabel pensativa. Después de un breve rato añadió: Mas ¿qué motivo le di yo para que me dijese la palabra indecente que aún me zumba en los oídos?
— Tu exclamación, Isabel, y luego el llamarla Adela, cuando tal vez se llamaba Nicolasa o Rosario fue sin duda lo que aumentó su cólera.
— Si la llamé por el nombre de Adela, mejor dicho, si en mi exclamación solté ese nombre, fue porque me figuré que era ella su hermana de Vd. Además de tomarla por el vivo retrato de Adela, no pude, ni debí imaginar que otra mujer tuviese con Vd. semejantes bromas.
— ¡Toma! El cuento es que no hubo broma de su parte.
— Luego ella le conoce a Vd. y le maltrató por… celos.
— La conozco de vista, lo confieso, ya me había llamado la atención su semejanza con mi hermana Adela; mas no la he dado jamás ocasión a encelarse de mí.
— Quizá le ama a Vd. en secreto.
— No tendría nada de particular, sólo que en mi vida le he dicho «ojos negros tienes».
— Sentiría hacer a Vd. una injusticia, Leonardo. Las apariencias, sin embargo, le condenan.
— No, Isabel, no. Soy inocente. Si te engañase en este momento, si no te dijese toda verdad, si te pintara una pasión que no sentía, si en consecuencia te hubiese dado justo motivo de agravio, sería el más malo de los hombres…
— Está bien; doblemos la hoja, le interrumpió Isabel convencida.
— ¿Pelillos a la mar?, le preguntó Leonardo con amoroso acento.
— Pelillos a la mar, contestó ella con celestial sonrisa. No habría dicha para mí si me viese condenada a dudar de la palabra del hombre a quien tenía por amigo y caballero.
— Bien, agregó Leonardo más animado. ¿No crees tú que debíamos sellar esta dulce reconciliación…?
Diciendo esto dejaba correr disimuladamente la mano por el barandal para coger la de Isabel, que se apoyaba en el mismo. Pero ella, evitando la ocasión, evitó el peligro. Se puso seria y pasó al lado de su tía, a quien dijo alto que era hora de recogerse. El reloj de Leonardo marcaba las once de la noche.
Había volado el tiempo. Diego Meneses, no obstante sabedor de que la ocasión la pintan calva, supo aprovecharla lo que bastaba para hacer a Rosa una formal declaración de amor; habiendo encontrado el tema o pretexto de la conversación en el regalo del clavel que esa joven hizo a Leonardo en el jardín. ¡Cándida paloma del vergel de Alquízar! Ella, que no había escuchado antes un «te amo, Rosa» dicho con intención y con fuego. Ella, que se sentía atraída hacia aquel joven como la aguja al imán, como la avecica a la serpiente, no pudo desviar la atracción, deshacer el encanto; no encontró a mano gesto, palabra ni ardid para negar que había sucumbido y que también amaba a su tentador desde la primer temporada que pasaron juntos en el cafetal La Luz.
Capítulo II
todo es frescura y olores,
besadas sus blancas flores
por las brisas tropicales.
COMO NOVIA DE CUPIDO desde la víspera, Rosa Ilincheta, por el temor pudoroso de encararse con su cómplice a la clara luz del día, retardó cuanto pudo su salida del tocador. Pero Isabel tenía obligaciones que llenar y bien temprano apareció en el pórtico del sur de la casa con la sombrilla en la mano derecha, una cestita calada al brazo izquierdo por el aro, y por todo abrigo el pañolón de seda bordado de realce.
Asomaba entonces el sol por un ángulo de la casa, alumbrando una parte del jardín y proyectando la sombra de aquélla y de los árboles, por largo trecho, sobre el espacioso batey de la finca. Había sido abundante el rocío de la madrugada. Empapado estaba el césped, apagado el polvo bermejo de los caminos y las hojas de las plantas y las corolas de las flores cuajadas de menudos aljófares; otros tantos prismas que descomponían la luz del almo sol, al recibirla de soslayo.
Echó Isabel una mirada inquisitiva por todo el país desplegado ante ella, y se aventuró fuera del pórtico; porque desde allí echó a ver una rosa de Alejandría que acababa de abrirse al dulce calor solar, en el cuadro del sudeste del jardín. Cortola sin punzarse ni mojarse, y cuando se adornaba con ella la espléndida trenza de sus cabellos, volvió maquinalmente los ojos hacia la casa y le pareció que uno de sus huéspedes la observaba desde el postigo de la ventana del cuarto, en el extremo del pórtico, donde en efecto se habían los dos alojado. Era Diego Meneses, que por no haber disfrutado de sueño tranquilo, dejó la cama desde el amanecer y aspiraba el puro ambiente del campo, a la sazón que Isabel apareció en medio de sus gayadas flores.
De tal modo la turbó este incidente, que por breve rato estuvo indecisa entre si volvía atrás o seguiría adelante, porque los actos de adornarse el cabello y de mirar para la casa, magüer que inocentes y casuales, podían interpretarse de diversas maneras, y ella huía tanto de la frivolidad como de la necia coquetería. Pero tenía que salir y salió con firme paso.
Por el lado del sur, una cerca de piedra separaba el campo del cuadrado en que se comprendía el variado caserío de la finca. En el centro se alzaba el molino del café, entre los dos pares de tendales, capaces de contener a un tiempo, secándose, la mitad de la cosecha. Más lejos, cerrando el gran espacio por la izquierda, se veía el grueso y oscuro brocal del pozo con su horca y garrucha para la extracción del agua; el palomar después, el corral de las aves y algunos chiqueros; al fondo y a la derecha, el campanario, o más bien el pilar de madera de cuyo brazo cubierto con un tejadillo, pendía la campana; los graneros o almacenes, las caballerizas, el establo de las vacas y las otras dependencias. Los bohíos de los esclavos figuraban una aldea de regular tamaño.
Ni estaba desprovisto de vegetación el magnífico batey que hemos venido describiendo, pues muchos árboles, y sin duda los más copudos y corpulentos de toda aquella hacienda, le adornaban y daban sombra. Entre ellos varios aguacates, mameyes colorados, mangos y caimitos; sobre todo los primeros, cual las coníferas del continente, parecían escalar el cielo con la cúspide de sus ramas. Aquéllos más empinados y coposos eran los escogidos por las gallinas de Guinea (Numidas Meneagris de Cuvier), conocida la hurañía de esas aves exóticas, para sus querencias de noche. La banda, que bien podía componerse de cien, desde antes de aparecer el sol empezaron a removerse y a repetir el clamor o cacareo peculiar suyo, en que parece que una dice pascual y la otra contesta, pascual, hasta que todas despiertan y se preparan para descender de sus elevadísimas y naturales alcándaras. Ni los pichones ni las gallinas daban aún señales de vida: aquéllos por no ser madrugadores, éstas por el encierro y la oscuridad de su casa.
Por lo demás, se notaba bastante movimiento en todo el batey. De los esclavos de ambos sexos, quiénes recogían con sus guatacas o azadones las hojas secas y briznas del suelo; quiénes con los mismos instrumentos rozaban la yerba de los caminos; quiénes con ambas manos abiertas levantaban la basura amontonada y la metían en canastas que otros conducían fuera a la cabeza; quiénes a brazo sacaban agua del profundo pozo y la vertían en una amplia cubeta de piedra al pie del brocal para que otros, en unos baldes rústicos hechos del pecíolo de la palma, la distribuyesen en los depósitos de los varios departamentos de la hacienda. A la vera del pozo daba agua y bañaba los caballos de dos en dos o de tres en tres, el calesero Leocadio. Dentro del molino resonaba la voz penetrante del negrito, que, sentado al extremo del eje de la rueda vertical, con que girando en la solera se descascaraba el café, aguijaba sin cesar a la caballería que servía de motor. Cuatro esclavas, entre tanto, tendían el grano, aún no bien seco; mientras otros conducían el pilado o descortezado al aventador, cuyas paletas hacían un ruido tremendo y despertaban los ecos doquiera que la ola sonora encontraba obstáculo elástico en su trayecto. Y una vez limpio de toda paja o polvo, era llevado a los almacenes para que allí se escogiese y clasificase por otros esclavos.
Ninguno de los que pasaban al alcance de Isabel dejaba de darla los buenos días y de pedirla su bendición, doblando la rodilla en señal de sumisión y respeto. Pedro, el Contramayoral, sin la insignia ominosa de su oficio, yendo de un lado a otro, animaba a sus compañeros al trabajo y daba la mano en muchos casos, como para imprimir mayor peso a la palabra con la obra. La subida o aparición de Isabel en los tendales fue la señal para que el negrito del molino alzase la voz argentinada y aguda con la canción, tan ruda como sencilla, improvisada quizás la noche anterior, la cual principiaba con esta especie de verso: La niña sen va, y terminaba con este otro, repetido en coro por todos los demás negros: Probe cravo llorá. Entre la primera letra y el estribillo o pie insertaba el guía, no obstante que criollo, nacido en el cafetal, frases en congo puro, a que también contestaba el coro con el obligado: Probe cravo llorá.
Inútil fuera pedir armonía, siquiera música a una canción, ni civilizada ni salvaje del todo; pero si parecía asaz monótona a oídos delicados, también es verdad que el tono y la letra rebosaban en melancólico sentimiento. Así lo estimó Isabel, aunque hizo como que no oía ni entendía palabra, y siguió adelante hasta el pie de los árboles, donde ya bullían y corrían en todas direcciones las aborotosas gallinas de Guinea. Algunas, las más ariscas, al verla quisieron emprender vuelo, estallando en el grito nasal, chillón y alto con que suelen dar la voz de alarma a sus compañeras. Mas conocida la voracidad de esas aves, bastaron a tranquilizarlas y contenerlas unos granos de maíz que Isabel sacó de la cestita que llevaba al brazo y que tuvo cuidado de arrojarlos en un punto dado, cerca de sí. La banda en masa se echó sobre el escaso alimento, depuesta la vigilancia, olvidado el peligro, y sólo ocupada de egullir granos o pedrezuelas. De esta circunstancia se aprovechó una de las esclavas, a una señal de su señorita, para arrastrarse por el suelo y pillar dos, sin que lo echaran de ver las otras. Muy gustosa es la carne de estas aves, tan gustosa como la de la perdiz, razón por qué Isabel se propuso obsequiar a sus huéspedes con un par de ellas, asadas, en el almuerzo.
A la vista del alimento, arrojado ahora a puñados, acudieron presurosos los pichones. Estos, menos huraños que las guineas, a las cuales temían, y más capaces de simpatía que ellas, revolotearon al principio en torno de la joven, luego se posaron en su cabeza, en sus hombros y en el brazo de la cesta, acabando por arrebatarle el maíz de las manos y aun picarle en la boca. Tales y tan tiernas demostraciones de inocentes avecicas, por más que repetidas un día con otro, siempre la enternecían, y jamás, sino en casos extraordinarios, consintió que las matasen fuera de su vista. Por éste y otros actos parecidos en que se ponía de manifiesto la influencia ejercida por Isabel sobre cuantos seres se le acercaban, no creían menos sus esclavos sino que Dios la había dotado de una especie de encanto o poder secreto, el cual no cabía aludir ni repeler.
Seguía Diego Meneses con la vista los pasos de su amiga, y, bien que, a fuer de hombre civilizado, no estaba dispuesto a conceder nada sobrenatural en ella, sí creía, como los demás, que era una mujer extraordinaria. Desde su puesto de observación daba cuenta fiel de lo que veía u oía, a Leonardo, quien continuaba en la cama descansando y gozando de las finísimas sábanas cargadas de encajes y perfumadas con los pétalos de las rosas de Alejandría, obra toda de las industriosas manos de Isabel. Decía Meneses a Gamboa, entre otras cosas:
— Es mucha mujer ésa, amigo.
— ¿No te lo decía yo?, contestaba éste satisfecho.
— Vale un Perú. No se ven muchas como ella por ahí.
— ¿Quieres cambiar? La cambio pelo a pelo por Rosa. Vamos.
— No te burles, compadre, contestaba Diego serio. Que reconozca en Isabel prendas raras, dignas de encomio, no quiere decir que me guste más que otras mujeres, ni que esté prendado de ella. Pero la verdad es que cada vez me convenzo más de que tú no te la mereces.
— ¡Pues qué! ¿Te figuras que ella es mejor que yo? replicaba Leonardo, herido de la observación de su amigo. Te equivocas, chico, de medio a medio. Ten presente que Isabel es hija de un antiguo empleado del gobierno, empleado cesante, un cafetalista arruinado, un pobretón, en suma; mientras que mis padres tienen potreros, cafetal, ingenio, son hacendados ricos y hacen diferente papel en La Habana. ¿Está Vd.?
— Estoy, sólo que no me referí a nada de eso cuando te dije que no te merecías esa muchacha. Hablando en plata, Leonardo, tú no la quieres.
— ¿Por qué supones que no la quiero?
— ¡Qué! ¿Acaso no tengo ojos? Desde que llegamos vengo observando tus acciones y palabras, y nada en ti me persuade que amas a Isabel.
— ¡Hombre, Diego! Te diré francamente lo que me pasó, dijo Gamboa tras breve rato de silencio. No siento por Isabel aquella pasión ciega y ardiente que sientes tú, por ejemplo… por Rosa.
— Di mejor, le atajó prontamente Meneses, que la que tú sientes por Cecí…
— ¡Calla! exclamó Leonardo alarmado, y medio incorporado en la cama. No se mienta la soga en casa del ahorcado. Te pueden oír: las paredes oyen. Ese nombre es vedado aquí.
— Poco importa un nombre. Es muy común y no creo que Isabel lo haya oído en su vida.
— Probable es que no, pero por el hilo se saca el ovillo, cuanto más que Isabel no tiene pelo de tonta.
— Y ahora que viene al caso, ¿cómo te has compuesto respecto a la escena delante de la casa de las Gámez en el momento de la partida de Isabel?
— Creo que sospecha algo y tengo para mí que sus primas le han contado o escrito sobre eso algún cuento. Ello es que Isabel se muestra recelosa y al parecer muy sentida conmigo.
— No dudo que las primas hayan despertado sus celos. La cosa fue, no obstante, muy clara para que se dejase de alarmar Isabel y sospechar lo mismo que tú y yo sabemos. ¡Qué osadía la de aquella muchacha!
— ¿Qué quieres? La cegó el demonio de los celos, comprometiéndome a los ojos de Isabel y de sus primas. No puedes imaginarte cuánta fue mi vergüenza.
— Lo considero. Yo, en tu lugar, escondo la cara bajo siete estados de tierra. Mas ¿de dónde sacó Isabel que podía haber sido tu hermana Adela?
— Ahí verás, Diego. Con todo, si bien recuerdas, se parecen mucho a primera vista.
— Ya había hecho yo la misma observación. ¡Qué malo que tu padre tuviese que ver con semejante parecido!
— ¿Quién sabe? A él le gusta la canela tanto como a mí. No tendría nada de extraño que, andando a salto de mata, como solía cuando mozo, hubiese dado un tropezón… Lo que es de C… está que se le cae la baba. Me consta.
— Luego no puede ser su padre.
— ¡Qué había de serlo! Ni pensarlo. ¡Disparate!
— Pues por ahí se corre que lo es.
— Habladurías de las gentes, Diego. ¿Conciben que estaría enamorado de C… si le ligasen esas relaciones de parentesco con ella?
— Quizás lo ignore, porque tú dices, fue todo a consecuencia de un tropezón. Quizás también la cela de ti, sabedor del parentesco que media entre Vds. dos. ¡Cuando el río suena!…
— En este caso el río no lleva agua, ni piedra. Sólo porque da la casualidad que se parecen mucho C… y Adela se encapricha la gente y habla… Lo que te sé decir es que él me ha hecho pasar más sustos que pelos tengo en la cabeza. Cuando menos lo espero me doy con él de manos a boca. Casi, y sin casi, me causa doble inquietud que el músico Pimienta. Lo único que me tranquiliza por esta parte, es que ella desdeña tanto a los viejos como desprecia a los mulatos.
— No te fíes, sin embargo. Cosa sabida es que hijo de gato ratón caza, y que por donde salta la madre salta la hija. Mas volviendo a nuestro cuento, el resultado de estas misas es que tú no estás en el mejor pie con Isabel.
— No. Como te decía, ella sospecha algo, o alguien la ha predispuesto contra mí. Isabel es, además, muy perra para explicarse con franqueza; yo soy punto menos, de modo que así iremos pasando hasta que Dios quiera, o ella deponga el orgullo y se reconcilie conmigo.
— Esa misma conformidad tuya, observó Meneses, me confirma en la creencia de que tú no amas a Isabel.
— O yo no me he sabido explicar, o tú no me entiendes, Diego. No habiendo puntos de comparación bajo ningún concepto entre las dos mujeres, no puedo querer a la una como quiero a la otra. La de allá me trae siempre loco, me ha hecho cometer más de una locura y todavía me hará cometer muchas más. Con todo, no la amo, ni la amaré nunca como amo a la de acá… Aquélla es toda pasión y fuego, es mi tentadora, un diablito en figura de mujer, la Venus de las mula… ¿Quién es bastante fuerte para resistírsele? ¿Quién puede acercársele sin quemarse? ¿Quién al verla no más no siente hervirle la sangre en las venas? ¿Quién la oye decir: te quiero, y no se le trastorna el cerebro cual si bebiera vino? Ninguna de esas sensaciones es fácil experimentar al lado de Isabel. Bella, elegante, amable, instruida, severa, posee la virtud del erizo, que punza con sus espinas al que osa tocarla. Estatua, en fin, de mármol por lo rígida y por lo fría, inspira respeto, admiración, cariño tal vez, no amor loco, no una pasión volcánica.
— Y pensando como piensas, Leonardo, ¿te casarás con Isabel?
— ¿Por qué no? Precisamente así es como debe buscarse la mujer para esposa. El que se casa con Isabel está seguro de que no padecerá de… quebraderos de cabeza, aunque sea más celoso que un turco. Con las mujeres como C… el peligro es constante, es fuerza andar siempre cual vendedor de yesca. No me ha pasado jamás por la mente casarme con la de allá, ni con ninguna que se le parezca, y sin embargo, aquí me tienes que me entran sudores cada vez que pienso que ella puede estar coqueteando ahora mismo con un pisaverde o con el mulato músico.
— Lo que prueba, amigo mío, que no hay forma de servir a dos amos.
— En negocios de amores, o galanteos, se puede servir hasta a veinte, cuanto y más a dos. La de La Habana será mi Venus citerea,44 la de Alquízar mi ángel custodio, mi monjita Ursulina, mi hermana de la caridad.
— Es que no se trata aquí de amores ni de meros galanteos, se trata de amar mucho a una y de casarse con otra que no se ama tanto.
Ya veo que tú no entiendes de la misa la media. Para gozar mucho en la vida el hombre no debe casarse con la mujer que adora, sino con la mujer que quiere. ¿Entiendes ahora?
— Entiendo que tú no has nacido para casado.
Prosiguiendo Isabel en su excursión matutina, muy ajena de la conversación que se tenían los jóvenes habaneros sobre ella, se llegó al pozo. Allí, como en todas partes, impuso respeto su presencia. Por lo que toca al aguador, suspendió el trabajo, no fuera que al verter el agua en la cubeta salpicase el traje de su señorita, que se había acercado demasiado. Al contrario, el calesero criollo, poco más o menos de la edad de aquélla, y que por haberse criado a su vista la trataba con más confianza, no detuvo el bañado de los caballos, dado que se quitó el sombrero. Tampoco dobló la rodilla, cual su compañero, al desearla los buenos días, circunstancia que estamos seguros no advirtió Isabel, ya por estar acostumbrada, ya por no concordar con sus sentimientos filantrópicos la humillación, ni en el esclavo.
— Blas, dijo dirigiéndose al aguador, ¿tiene mucha agua el pozo?
— A bombón (por mucha), niña.
— ¿Cómo lo sabes tú?, le preguntó ella.
— ¡Ah, niña! Yo oye siempre bu, bu, bu.
— Luego se podrá ver el movimiento del agua.
— Se pue, niña, se pue. Yo mira jervir.
— Veamos, dijo Isabel acercándose todavía más al brocal.
— ¿Sumelsé mira?, preguntó el negro muy asustado. No, no mira. Mu jondo. Diablo rempuja la niña.
De los aspavientos del compañero riose Leocadio y sugirió que la señorita podía satisfacer su curiosidad sin riesgo si se afirmaba de un ramal de la soga mientras ellos dos sujetaban el otro cabo. De esta manera se hizo; pero Isabel no alcanzó a ver el fondo por la demasiada profundidad, por el espesor del brocal de mampostería y por los innumerables helechos adheridos a las paredes interiores, que con sus graciosas palmas casi cerraban la boca del pozo.
Enseguida Isabel preguntó al calesero si los caballos estaban en disposición de emprender el viaje del día siguiente:
— Niña Isabelita, contestó él en lenguaje más inteligente que el de su compañero: Pajarito y Venao necesitan herraura nueva.
— ¿Por qué no me lo habías dicho, Leocadio de mis culpas?
— ¿Y yo he tenío tiempo? Hasta anoche no supe na del viaje. Dispués de bañar los caballos iba a decírselo a la niña.
— Pues tienes que ir al pueblo a herrarlos.
— Iré dispués de almuerzo. Deme la niña la papeleta para el herraor. Si no se ha emborrachao, estamos bien.
— Por eso, ve lo más temprano que puedas. Y echa ahora a correr y sofocar los caballos antes de tiempo.
— La niña siempre se figura que uno mata los caballos.
— Debías llamarte mata-caballos, no Leocadio.
No se detuvo Isabel en las otras dependencias de la finca por aquel lado del batey; mas al cruzar al opuesto, echó de menos a uno de los esclavos de campo y la informó el Contramayoral que por enfermo no se había presentado en la fila la noche anterior. Reprendió a Pedro que no le dio el aviso oportuno, siguiendo derecho a la enfermería. Se hallaba sentado el enfermo en el suelo, junto a la lumbre, abatido y con un pañuelo atado en la cabeza. Por pronta providencia la enfermera le había suministrado sendas jícaras de infusión de corteza de naranja, endulzada con azúcar de raspaduras. Isabel le tomó el pulso, comprendió que tenía fiebre y dispuso se recogiera entre tanto venía el médico. De vuelta a la casa de vivienda, examinó la caballeriza y el salón en que se escogía el café.
La esperaban en el pórtico los huéspedes, junto con su hermana, su tía y su padre. Parecía natural que quien tan puntualmente había desempeñado las obligaciones de administradora de la heredad y de las cosas a ella adscritas, se sintiese satisfecha de sí misma y más dispuesta para el desempeño de sus deberes como ama de casa. En el semblante risueño y animado con que tornó al lado de la familia, se echó bien de ver que la dueña cariñosa y blanda de esclavos sumisos, sabía ser amable y atenta con sus iguales y amigos. Desde ese momento se consagró a obsequiarlos y a hacerles cuanto agradable se pudiese su corta estada en el cafetal.
Como la mañana siguiese siendo fresca y de poco sol, propuso Isabel a sus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era su Edén. Poca cosa se le alcanzaba del arte de la jardinería, mucho menos de botánica; tampoco se había propagado en Cuba el gusto por la floricultura, ni Pedregal u otros jardineros franceses habían importado de Francia la gran variedad de rosas que adelante trajeron la invasión rosada a La Habana. Pero Isabel era florista por instinto y por afición decidida, y como había plantado con sus manos, sabía de coro la historia de todas las flores que crecían en su delicioso pensil. Guardóse, no obstante, de mencionar siquiera el rosal de flores pálidas en que Leonardo, hacía un año cabal, había injertado de púa el rosal de flores encarnadas. Vigoroso y lozano se mostraba, ostentando en cada nudo rosas de uno y otro color; remedo fiel y poético de dos seres sensibles ligados por la más humana de las humanas pasiones: el amor.
Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión a caballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella la necesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuo movimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicación de la víspera con Leonardo, le dolía alejarse del apacible hogar y del amoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntoma infalible de la extrema dolencia conocida por nostalgia.
Así cursó el 2 de diciembre y vino la melancólica mañana del 24. Mucho antes de aclarar había partido para Guanajay el postillón con el relevo de las tres caballerías. En la silla, y armado al uso general con el látigo y largo machete de cabo de carey y plata, aguardaba por las viajeras el apuesto calesero Leocadio. Cerca de allí se veían varias esclavas y algo más distante los otros siervos, aparentemente preparándose para emprender las faenas del nuevo día, en realidad, como después se vio, en expectativa de la tristísima escena que allí se representaría.
Deseosa Isabel de abreviar el doloroso momento de la separación, abrazó a su padre de carrera, tomó el brazo que le brindaba Gamboa y, con los ojos empañados por las lágrimas, salió a la avenida del este para tomar el carruaje. Las señoras iban en el traje riguroso de camino, de seda oscuro y el sombrerito de paja o gorra al estilo francés. A su aparición se observó un movimiento general seguido de un murmullo entre los esclavos espectadores, quienes prorrumpieron a una en el clamor o canto monótono de la víspera: La niña sen va, probe cravo llorá, repetido en coro solemne a la luz matinal del nuevo día, que apenas alumbraba la cúspide de los más empinados árboles.
Este inesperado saludo acabó de desconcertar a Isabel. Flameó el pañuelo hacia el grupo de esclavos en señal de despedida y apresuró más el paso. Entonces reparó en el Contramayoral.
A pie firme, callado, la cabeza erguida, dejando ver a través de los cabezones de la camisa el cuello rollizo y parte del membrudo pecho, Espartaco por su varonil musculatura, flaca mujer por la sensibilidad de su inculto espíritu, tenía de la cama del freno de plata el inquieto caballo de Gamboa. Junto a él se hallaba su mujer, también inmóvil y callada, con un niño en los brazos, hondamente afligida, según lo mostraban las gruesas gotas de lágrimas que rodaban por sus mejillas de ébano. Tan conmovida como ella, Isabel le puso la mano en el hombro, imprimió un dulce beso en la frente del niño y dijo a su marido:
— ¡Pedro, Pedro!, no le olvides de mis encargos.
Sin aguardar respuesta tomó refugio en el carruaje.
En ese asilo comenzaron las que pudieran llamarse cariñosas importunidades de los esclavos. Las negras especialmente, convencidas de que se marchaba su señorita, rodearon el quitrín y las más expresivas se agolparon al estribo, metían la cabeza por debajo de la cortina o capacete, y, según su costumbre, clamaban a grito herido:
— ¡Adiós, niña! ¡Vuelva pronto, niña! ¡No se quede por allá, niñita mía! ¡Dios y la Virgen lleven con bien a la niña! Acompañando estas frases, que hemos traducido en gracia del lector, con sus extravagantes demostraciones, como oprimirle suavemente los pies, besárselos cien veces, lo mismo que las manos con que ella quería rechazarlas. Todo esto dicho y expresado con verdadero sentimiento, con exquisita ternura, y sin dejar de contemplar su angelical semblante, cual el de un ídolo o de una imagen sagrada.
Pobres, sensibles, aunque ignorantes y sencillos esclavos, tenían a su ama por la más hermosa y buena de las mujeres, por un ser delicado y sobrenatural, y se lo demostraban a su manera ruda e idólatra.
Poco a poco, ya por ruegos, ora por amonestaciones suaves, logró Isabel apartar de sí a las más petulantes, dio la orden de partir, y anegada en llanto exclamó: — Yo no sirvo para estas escenas.
A tiempo de montar echó Gamboa una mirada desdeñosa al espectáculo en torno del carruaje, y dijo alto, de modo que lo oyó Pedro, que le tenía el estribo:
— ¡Ay! ¡Qué falta hacía aquí un buen cuero!
El calesero llamó la atención hacia las riendas del caballo de fuera, y cuando Isabel pudo tomarlas en la mano ya el quitrín y los viajeros habían salvado la portada y se hallaban casi en los límites, por el oeste, del cafetal La Luz.
Capítulo III
en el grado más alto y profundo,
las bellezas del físico mundo,
los horrores del mundo moral.
LLAMAN VUELTA ABAJU O VUELTA BAJO en la isla de Cuba, a aquella región que cae a la parte poniente del meridiano de La Habana, y que, principiando en las cercanías de Guanajay, termina en el cabo de San Antonio. Se ha hecho famosa por el excelente tabaco que se produce en las fértiles vegas de sus numerosos ríos, principalmente sobre la vertiente meridional de la cordillera de los Organos. Para darla semejante dictado parece que hay una razón de mucho peso, a saber: la baja nivelación del suelo de ese territorio, comparada con la alta del ya descrito.
Empieza el descenso a pocas millas al oeste de Guanajay, advirtiéndose desde luego un cambio brusco en el aspecto del país. El color del suelo, sus elementos componentes, la vegetación, el clima y el género de cultivo en general son del todo diferentes. Así es que el rápido declive constituye una rampa para el que va y un cerro para el que viene de la Vuelta Abajo.
Al borde de esta precipitosa rampa se desplega ante los ojos del viajero un cuadro inmenso, magnífico, que no hay lienzo que le contenga, ni ojos humanos que le abarquen en toda su grandeza. Figuraos una aparente planicie, limitada al oeste por las brumas del lejano horizonte, al norte por las colinas peladas que corren a lo largo de la costa, y al sur por las ásperas y alterosas sierras que forman parte de la extensa cordillera de montañas de la Vuelta Abajo. Y hemos dicho aparente llanura, porque de hecho es una serie sucesiva de valles transversales, estrechos y hondos, formados por otros tantos riachuelos, arroyos y torrentes que descienden de las laderas septentrionales de los montes y, después de un curso torcido y manso, se pierden en las grandes e insalubres cuencas paludosas del Mariel y de Cabañas.
A la vista del grandioso cuadro, Isabel, que era artista por sentimiento y que amaba todo lo bueno y bello en la naturaleza, mandó parar los caballos a los bordes de la rampa y echó pie a tierra, sin aguardar a que se aceptara la proposición por sus compañeros. Serían las ocho de la mañana. Ensanchábase allí el camino, describiendo una zeda para disminuir en lo posible lo precipitoso de la bajada. Por esta razón, aunque ambas laderas se hallaban cubiertas largo trecho de un arbolado crecido y hojoso, ni sus copas sobresalían mucho del nivel de la planicie que ocupaban los viajeros, ni obstruían, que digamos, la vista panorámica de más allá. Asombrosa era la vegetación. A pesar de lo avanzado de la estación invernal, parece que había vestido sus mejores galas y que orgullosa sonreía a los primeros rayos del almo sol. Do quiera que no había hollado la planta del hombre ni el casco de la bestia, allí brotaba, por decirlo así, a raudales el modesto césped o rastrera grama, el dulce romerillo, el gracioso arbusto, el serpentino bejuco y el membrudo árbol. Hasta de las ramas verdes y gajos secos, cual cabelleras de seres invisibles, pendían las parásitas de todas clases y formas, que viven de la humedad de que está constantemente saturada la atmósfera de los trópicos. El suelo y la floresta, en una palabra, cuajados de flores, ya en ramilletes, ya en festones de variada apariencia y diversidad de matices, formaban un conjunto tan gallardo como pintoresco, aun para aquellas personas acostumbradas a la vista de los campos feracísimos de Cuba.
Para mayor novedad y encanto, se ofrecía allí la vida bajo sus formas más bizarras: bullía materialmente el bosque vecino con todos los insectos y pájaros casi que cría la prolífica tierra cubana. Todos a una zumbaban, silbaban o trinaban entre el sombrío ramaje o la espesa yerba, y hacían concierto tal y tan armonioso como no podrán jamás hacerlo los hombres con la voz ni los instrumentos músicos. Dichosos ellos que de puro pequeños e inermes no excitaban la codicia del cazador, ni temían ser interrumpidos en sus inocentes correrías y revoloteos mientras recogiendo la miel en el cáliz de las flores, o saltando de rama en rama, hacían temblar las hojas, desprendían el rocío cuajado en ellas y las gotas, al dar en la hojarasca seca del suelo, remendaban una lluvia en que no tenían parte las nubes.
No hay paridad ninguna en la fisonomía del país visto por ambos lados de las montañas. Por el del sur, la llanura con sus cafetales, dehesas y plantaciones de tabaco, continúa casi hasta el extremo de la isla y es lo más ameno y risueño que puede imaginarse. Al contrario por el lado del Norte, en el mismo paralelo se ofrece tan hondo, áspero y lúgubre a las miradas del viajero que cree pisar otra tierra y otro clima. Ni porque está ahora cultivado en su mayor parte hasta más allá de Bahía Honda, se desvanece esa mala impresión. Quizás porque sus labranzas son ingenios azucareros, porque el clima es sin duda más húmedo y cálido, porque el suelo es negro y barroso, porque la atmósfera es más pesada, porque el hombre y la bestia se hallan ahí más oprimidos y maltratados que en otras partes de la Isla, a su aspecto sólo la admiración se trueca luego en disgusto y la alegría en lástima.
Tal, poco más o menos, sintió Isabel en presencia de aquel pedazo de la famosa Vuelta Abajo. Sus puertas, que eran de hecho las alturas en que se hallaban detenidos los viajeros, no podían ser más espléndidas; podían calificarse de doradas. Pero ¿qué pasaba por allá abajo? ¿Sería aquélla la morada siquiera de la paz? ¿Habría dicha para el blanco, reposo y contentamiento alguna vez en su vida para el negro, en un país insalubre y donde el trabajo recio e incesante se imponía como un castigo y no como un deber del hombre en sociedad? ¿A qué aspiraba ni qué podía esperar tanto ser afanoso cuando pasado el día y venida la noche se entregaba al sueño que Dios, en su santa merced, concede a la más miserable de sus criaturas? ¿Ganaba alguno, entre tanto trabajador, el pan libre y honradamente para sostener una familia virtuosa y cristiana? Aquellas fincas colosales que representaban la mayor riqueza en el país, ¿eran los signos del contento y de los puros placeres de sus dueños? ¿Habría dicha, tranquilidad de espíritu para quienes a sabiendas cristalizaban el jugo de la caña-miel con la sangre de millares de esclavos?
Y la ocurrió naturalmente que si se casaba con Gamboa, tarde que temprano tendría que residir por más o menos tiempo en el ingenio de La Tinaja, a donde ahora se dirigían en son de paseo. Naturalmente también, se agolparon a su mente, como en procesión fantástica, los rasgos principales de su breve existencia. Recordó su estada en el convento de las monjas Ursulinas de La Habana, donde en medio del silencio y de la paz se nutrió su corazón de los principios más sanos de virtud y caridad cristiana. Como en contraste recordó la muerte de su piadosa madre; la orfandad en que quedó sumida; su desolación y hondo pesar; los días serenos e iguales que después había venido pasando en el cafetal La Luz, bello jardín, remedo del que perdieron nuestros primeros padres, acariciada por sus más allegados e idolatrada por sus esclavos como no lo fue reina alguna sobre la tierra. Recordó, en fin, la situación aflictiva en que dejó a su padre, achacoso y ya entrado en años, el cual no aprobaba del todo aquel viaje, tal vez porque podía ser el preludio de separación más grave y prolongada.
Brevísimos fueron el silencio y recogimiento de la joven; pero tan intensa, tan viva su emoción, que no pudo evitar se le llenaran de lágrimas los ojos. Leonardo se hallaba a su lado, teniendo por la brida el brioso caballo, y ya por divertirla de sus tristes ideas, ya por echarla de cicerone, comenzó a describir los puntos culminantes del magnífico panorama que tenían a la vista. Había pasado él varias veces por aquellos lugares; conocía a palmos el terreno que pisaba y quería dar muestras a las amigas de su buena memoria. El primer ingenio a nuestros pies, dijo, es el de Zayas. Los árboles de esta parte de la loma nos impiden ver las fábricas, pero aquéllos son sus últimos cañaverales. Debe de estar moliendo, porque hasta acá llega el olor del melado. Muele todavía con trapiche y mulas. Tenemos que pasar por el mismo batey. Después, en el centro de este gran valle, un poco hacia nuestra derecha, por junto al tronco de aquella ceiba, pueden verse las tejas coloradas de la casa de calderas del viejísimo ingenio de Escobar o del Mariel. Según me cuenta mamá, fue el primero que se fomentó en esta parte de la Vuelta Abajo. También debe de estar moliendo pues veo salir humo de entre la arboleda del batey. Luego, ¿no ven Vds., una nube blanca que atraviesa el valle en toda su latitud a la altura de los árboles describiendo una porción de vueltas y revueltas? Un poeta diría que era un cendal de gasa. A mí me parece la piel de una culebra soltada en la huida del monstruo de las montañas al mar. Pues no es otra cosa, si bien reparan Vds., que los vapores que van marcando el curso torcido del río Hondo, notable por lo estrecho de su cause y por las grandes avenidas que hace en tiempo de lluvias. Ahora estará bajo y habrá puentes para pasarlo sin necesidad de mojarnos los pies. Del otro lado, por aquí derecho, en vuelta del noroeste, ¿divisan Vds., un bosque muy verde y tupido del cual asoman unas torres que parecen redondas? Ese es el ingenio Valvanera, de don Claudio Martínez de Pinillos, recién creado Conde de Villanueva. A la izquierda, al pie del monte de Rubín o Rubí, se ven los cañaverales del ingenio La Begoña, y a la derecha, aún no discernible, La Tinaja, cerca de una legua del pueblo de Quiebra Hacha.
Muy pendiente era la bajada por aquel lado al vastísimo valle de los ingenios de azúcar, y aunque trazada en zig zag, todavía trabajaban mucho los caballos para mantener el carruaje en el conveniente nivel. Acortaba el calesero las riendas del de varas, temeroso de un resbalón; y se abatía de nalgas y se deslizaba que no marchaba de firme. Con esto crujían las sopandas de cuero, sobre las cuales se mecía la caja del quitrín a guisa de zaranda, y el sudor empezaba a brotar del tronco de las orejas y de los ijares de las fatigadas bestias.
— Poco a poco, Leocadio, dijo Isabel en llegando a lo más agrio de la cuesta. No había visto yo camino más pendiente.
Cabalgaba Leonardo al estribo derecho del carruaje, y dijo en son de broma:
— ¿Es Isabel la que habla? La creía yo más guapa que eso.
— Si se figura Vd. que tengo miedo, repuso ella prontamente, se engaña de medio a medio. No temo ni pizca por mí, temo por los caballos. Mire Vd., el de barras: la carga es mucha y la bajada precipitosa; se ha bañado en sudor, y estoy esperando verle caer y rodar. Sí, mejor será apearnos. Para Leocadio.
— No, no se apee, niña, dijo el calesero con instancia, arriesgando un choque con sus amas. Como su merced se apee en este paraje, tendrá que apearse en todas las lomas. Pajarito es mu resabioso y sabe más que las bibijaguas. Déjeme su merced darle cuarta y verá cómo no se hace más el chiquito.
— Eso es lo que tú quisieras, que te dejase maltratar al pobre caballo. ¿No sabes que no está acostumbrado a las lomas? De ningún modo consentiré que le pegues. Para, te digo.
— La niña tiene perdíos los animales y la gente, murmura Leocadio recogiendo las riendas para parar. Cuando estaba viva la señora estos caballos volaban como pájaros. A ella sí que le gustaba jarrear de duro.
En este punto intervino Leonardo, oponiéndose al propósito anunciado por su amiga, no ya sólo porque de hacerlo así el tronco adquiriría el vicio de que hablaba el calesero, sino porque de resultas de la sombra del arbolado de la derecha aun no había enjugado el sol la humedad del suelo barroso del camino. Cedió ella con visible repugnancia, y como para no tomar parte directa en el martirio, según dijo, de los caballos, entregó los cordones del de la pluma a su hermana Rosa y cerró los ojos mientras duró la bajada.
No deseaba ésta cosa mejor. Joven y viva de carácter, amaba el peligro y se perecía por manejar, fueran las que fuesen las fatigas que experimentasen las caballerías en trasportarla por aquellos derrocaderos, como al niño en su cuna de viento.
Molía Zayas en efecto. Las pilas de caña miel recién segada cerraban casi los costados exentos de la casa de ingenio, pues sólo dejaban un pasaje bastante amplio, eso sí, por el lado del batey, o camino que traían los viajeros. Notábase allí gran vocerío y movimiento, lo mismo dentro que fuera. Dentro, las mulas del trapiche pasaban y repasaban por delante del espacio abierto en su precipitado giro, azotadas despiadadamente por los mozos negros que corrían a par de ellas con ese único propósito. Por entre aquel estrépito infernal se oía distintamente el crujir de los haces de caña que otros esclavos desnudos de medio cuerpo arriba metían de una vez y sin descanso en las masas cilíndricas de hierro. Al otro lado del trapiche, aunque eran mayores si cabe la batahola y la algarabía, por decirlo así, de los ruidos confusos, no se veía cosa alguna; impedíalo completamente el denso humo revuelto con el vapor que se desprendía de las hirvientes calderas, donde se cocía el dulcísimo jugo de la caña y llenaba con sus inmensas olorosas columnas todo el interior del gran laboratorio.
Afuera, una doble fila de carretas, o se acercaban cargadas a dicha casa, o se alejaban de vacío en dirección del campo o del corte de caña, como se dice; todas tiradas por un par de bueyes no menos flacos que tardos en sus movimientos. Pie a pie de cada yunta marchaba el conductor o carretero esclavo, armado de ahijada larga y pincho agudo de hierro; y a todo lo largo de la doble fila de carretas, ya en una dirección, ya en otra opuesta, cabalgaba en su mula marchadora el bovero blanco, armado también, mas no de vara, sino del indispensable cuero, con el que de cuando en cuando cruzaba las espaldas de aquel negro que creía remiso en el uso de la férrea ahijada.
La hechura de las carretas era lo más zurdo y primitivo que puede imaginarse; el engrase de los ejes por darse, con lo que las cargadas chirriaban sin cesar; al paso que las de vacío, con sus desmesuradas ruedas y holgura de manga, sobre no guardar jamás la perpendicular, fuera cual fuese la nivelación del piso, hacían un retintín desagradable, chocando de continuo las sueltas bilortas contra los sotrozos de hierros fijos, y saliéndose de su sitio las tablas de la cama. Por largo trecho en una y otra dirección, el batey y las guardarrayas desaparecían bajo las hojas pajizas y aun los trozos útiles de caña dejados caer por incuria, por exceso de carga o por defecto material de los vehículos empleados en su trasporte. A este lamentable desperdicio contribuían como los que más los conductores. No bien se alejaba el boyero de un punto dado, se aprovechaba el conductor inmediato para sacar de la carga el trozo de caña que mejor le parecía, en cuyo acto arrastraba otros varios que se caían en el camino y allí quedaban para ser hollados y molidos por las carretas que venían detrás. No se cuidaba de eso, antes se llevaba a la boca por un extremo el trozo de caña y le chupaba afanoso, sin dejar de animar a los bueyes con voces descompasadas y repetidos pinchazos hasta sacarles sangre: puede ser en desquite por la que el boyero hacía saltar de sus espaldas con la pita, o llámese punta, del terrible látigo.
Tales escenas u otras muy parecidas a éstas se repitieron a la vista de los viajeros, a su paso por los ingenios de Jabaco, Tibotibo, El Mariel o antiguo de Escobar, Ríohondo y Valvanera.
Entre las dos plantaciones últimamente mencionadas, sólo avistaron una pequeña sitiería, a la margen derecha del camino, quiere decir, de un grupo de cabañas pajizas donde algunas familias pobres cultivaban un corto paño de tierra y criaban animales domésticos. No podía dársele siquiera el nombre de aldea, dado que allí, ni en muchas millas a la redonda, había escuela ni iglesia. Los ingenios de fabricar azúcar no consentían, por lo general, en su inmediata vecindad, esos símbolos del progreso y de la civilización.
Para librarse de aquellos amargos pensamientos procuraba separar los ojos del suelo negro, duro y sin lustre, cual hierro dulce, del camino, y los pasaba por cima de las flores o güines color violado claro, de las cañas en sazón, hasta tropezar en la zona azulosa donde se unía el horizonte con las cumbres oscurísimas de las distantes montañas.
Pero por más de un motivo poderoso no la era dable a Isabel aquella concentración que demandaba el espíritu en su agonía. Bruscas cuanto frecuentes eran las ondulaciones del terreno; el camino, aunque ancho, necesariamente torcido; las cañadas estrechas y hondas; la mayor parte de las cuales había que pasarlas por puentes hechos sin arte ni solidez, con maderos rollizos, o con tablas sacadas de los troncos de las palmas. Tenía que ser la marcha, en consecuencia, lenta y cautelosa, y luego no sabía Rosa regir el caballo de fuera; razón por qué más bien que de ayuda servía de estorbo al de varas, ya atravesándosele delante, ya no tirando a la par, o tirando en dirección opuesta a la del movimiento del carruaje. Quejose más de una vez el calesero de estos tropiezos, hasta que Isabel, para acallarle y evitar un contratiempo serio, reasumió los cordones del caballo de la pluma.
Si Rosa supiera, no habría podido manejar mejor en aquella alegre mañana de viaje. A la izquierda del quitrín, donde lo permitía la amplitud del camino, iba Diego Meneses, tan galán a caballo como decidor y amable a pie y entonces inspirado y elocuente, dispuesto más que otras veces a ver las escenas que recorrían sólo por su lado poético y brillante. A cada paso hallaba motivo para empeñar la atención de su entusiasta amiga, ya indicándole los festones de aguinaldos blancos o campanillas pendientes de todos los arbustos a orillas de los cañaverales, ya los güines de las cañas, que comparaba con las garzotas de innumerables guerreros en marcial arreo, mecidos blandamente por la gentil brisa de la mañana; ora los grupos de tomeguines que con rumor sordo, cual de viento rastrero y en gran tropel, seguían por algún trecho la dirección de los viajeros, rozando con las yerbas y luego desapareciendo por entre los troncos de las cañas; o el vivaracho sabanero de tardo vuelo, que salía con estrépito del espeso matorral y se posaba con mucha dificultad en la primer hoja de caña con que tropezaba en su desatentada fuga; o la esquiva garza blanca que se abría paso por entre las ramas del roble ribereño, y con el largo cuello replegado a la espalda y los pies colgando seguía en su huida el curso del arroyo; o la bandada de alborotosas cotorras que cubrían los naranjos silvestres y sólo se veían cuando se aferraban a la dorada fruta para extraerle la simiente; o el gavilán, en fin, águila de Cuba, que daba gritos y gritos penetrantes mientras se cernía por encima de las palmas más alterosas, entre la tierra y el cielo.
Finalmente, pasadas las diez de la mañana, atravesaron los viajeros los cañaverales del ingenio Valvanera, a la vista de sus grandes fábricas. Dos millas adelante se acercaron al pueblo de Quiebra Hacha. Aquí se dividía en dos el camino que traían, uno que torcía al oeste y era el carretero de la Vuelta Abajo, y el otro, el de La Angosta, que servía de entrada a los ingenios de azúcar, ya establecidos en esa región de la costa. Este tomaron nuestros viajeros. A su paso por el pueblo varias personas reconocieron y saludaron con amistoso respeto a Leonardo Gamboa.
Presentábase adelante el país tan áspero, desigual y montuoso como el anterior recorrido, aunque el arbolado era más frondoso y lozano, casi primitivo, y el suelo surcado de arroyos bulliciosos y de limpias aguas que corrían a perderse al fondo de la bahía del Mariel, o en el mar abierto al Norte. Tras media hora de camino debajo del bosque, donde no penetraban los rayos del sol, se avistaron los cañaverales de un ingenio en el repecho de una colina, acotados por una cerca rústica hecha de gajos, que mantenían en posición horizontal rajas de leña o estacas con horquilla hincadas en tierra y atados juntos de trecho en trecho, para mayor seguridad, con un bejuco que, cuando verde, es bastante flexible y elástico, conocido en la Vuelta Abajo con el nombre vulgar de colorado, Bauchinis heterophyllas.
Luego que, siguiendo por breve espacio, paralelo a dicha ruda cerca, en cuyo tiempo ganaron los viajeros la altura de la colina, se les ofrecieron en toda su extensión y grandeza los campos de caña y allá, en el centro del cuadro, el variado grupo de sus fábricas, coronando otra colina de mayor planicie y más ancha base. Aquél era el ingenio de La Tinaja, y Leonardo Gamboa, que servía de guía, se las mostró a sus amigos con cierto sentimiento de orgullo. Para ello había motivo sobrado, no ya sólo por el valor en dinero que representaba la finca, y por las consideraciones sociales que se les guardaban a sus dueños, mas también por el cuadro bello y pintoresco del conjunto, contemplado a buena distancia; encubridora eficaz de los lunares y manchas inherentes a casi todas las obras, así humanas como divinas.
El camino por donde se habían internado los viajeros hasta allí era el denominado de la Playa, porque servía para el acarreo de los azúcares al pueblo del Mariel, desde el cual se embarcaban y conducían en goletas al mercado de La Habana. Cruzaba la colina por su cúspide y había establecida en ella una talanquera no menos rústica que la cerca, pues se reducía a unas varas en bruto, metidas por sus cabezas en los orificios de dos largueros paralelos. Arrimada a la cerca, y en su encuentro con la talanquera, se alzaba una cabaña o bohío de los de vara en tierra o de dos aguas, tan gacho que la techumbre se componía de hojas enteras de la palma tendidas en los costados o vertientes, con las puntas descansando en el suelo.
Adelantose Leonardo para ver por qué no se hallaba en su puesto el negro guardiero y abría la talanquera. Con tal objeto, plantó su caballo ante la única entrada del bohío, e inclinando el cuerpo, trató de registrar el interior. Inútil trabajo: la puerta o boca era muy estrecha y baja, y más allá de dos pies del umbral no podían penetrar ojos humanos, no tanto por la viva claridad del día afuera, cuanto por la densa nube de humo de leña que ardía dentro y no tenía otro medio de escape que ése.
— No veo nada y dudo que haya alma viviente en el bohío, dijo Gamboa hablando con las señoras en el quitrín, parado en medio del camino. ¡Maldito negro!
— Tal vez duerme, dijo Isabel.
— Si no es el sueño de la muerte, repuso Gamboa, juro que no le salva nadie de un bocabajo.
— ¿De qué se trata? preguntó Meneses. ¿De abrir la talanquera? Yo abriré y no perderé el casamiento por eso.
— No harás tal, replicó Leonardo colérico. No lo consiento.
— Bien, sugirió Isabel con su voz argentina y dulce. Abrirá el calesero; los caballos están harto cansados para echar a correr. Leocadio, apéate.
— No, no, Isabel, replicó Leonardo, cada vez más colérico. Tampoco puedo consentir en eso, no debo consentirlo. Si el guardiero está vivo abrirá la talanquera, que para eso y para más le han puesto ahí.
Sacó el reloj y añadió enseguida:
— Ya han dado las doce, hora en que sueltan la negrada para que coma. Si hubiéramos llegado aquí un poco antes, habríamos oído la campana del ingenio. Apostaría a que el taita guardiero se ha metido en el cañaveral para verse con alguna de sus carabelas. ¡Por Dios vivo que la paga! Nada, no está en parte alguna. ¡Caimán! ¡Caimán!, gritó a todo torrente.
Los montes del rededor fueron los únicos que le devolvieron el eco de sus voces con temblor continuado, hondo y siniestro; y luego empezó a ladrar un perrillo dogo dentro del bohío. Ahí está el guardiero, pensó el joven, y se hace el dormido para no tomarse el trabajo de abrir la talanquera. Lo haré salir a patadas, agregó alto, dando un puñetazo en el pomo de la silla. Echó pie a tierra sin más demora y se metió en el bohío, teniendo siempre el caballo de la brida.
Muy mal sonaron estas palabras y aquellos juramentos en los oídos de la modesta Isabel, aun cuando para no avergonzar a su amigo ni irritarle más contra el pobre esclavo, se guardó de representarle lo absurdo y aun el riesgo de su final propósito, si a posta éste se escondía por tener oculto algún compañero en el bohío o por otra causa cualquiera. Afortunadamente, nada de eso ocurría. En aquel mismo instante las señoras del carruaje, Meneses y el calesero a caballo oyeron un ruido de ramas en el bosque vecino, agitadas por una persona o animal que se abría paso con alguna dificultad, y después apareció en la orilla un negro anciano mal vestido, con un gorro de lana en la cabeza, un palo largo y nudoso en la mano, que le servía de apoyo, tal vez para no besar la tierra con la frente, pues tenía el cuerpo hecho un arco por la edad, por los trabajos o por la costumbre inveterada de vivir en casas de techo bajo. Echó de ver a los viajeros apenas salió del bosque, porque se detuvo un momento indeciso del partido que debía tomar, y en soltando entre las altas yerbas algo que brillaba a los rayos del sol y parecía botella u otra vasija por el estilo, después continuó andando derecho al carruaje por la parte opuesta al bohío.
Esta circunstancia casual le salvó del primer choque de la ira de su amo, el cual, no bien salió del bohío, le reconoció desde lejos y se lanzó sobre él a carrera tendida. Pero mientras montó a caballo y salvó la distancia que le separaba de su intentada víctima, dio tiempo para que éste se pusiera inconscientemente al amparo de las señoras. Lo probable es que el infeliz esclavo no tuviese noticias de que aquellas personas eran esperadas en el ingenio, ni que entre ellas viniese guiándolas su joven amo. A derechas no le conocía tampoco. Pero al notar que se le venía encima a todo correr, y que gritaba: — ¡Ah, perro! ¡Ahora lo verás!, no pudo desconocerle ni dejar de caer de rodillas a los pies del caballo, quien, conteniéndose y todo, le echó a rodar con el solo bote del pecho.
El susto de las señoras fue grande. Rosa hizo una exclamación de horror; doña Juana repitió: — ¡Jesús! ¡Jesús! e Isabel medio que se incorporó en el asiento, sacó el brazo fuera del carruaje y dijo más indignada que asustada: — ¡No le mate, Leonardo!
— Agradecer debe que están Vds. delante, dijo Leonardo; de otro modo me parece que le mataba. Tan indignado me siento contra él.
— ¡Ah, mi suamito!, exclamó el viejo incorporándose trabajosamente hasta ponerse otra vez de rodillas, como humildísimo pecador en presencia de su airado juez.
— ¿Dónde te habías metido, perro brujo? le preguntó el joven, y sin aguardar por la respuesta continuó preguntando o diciendo: ¿Qué hacías en el monte? ¿Por qué no estabas en tu bohío? ¿A que habías ido a cambalachar por aguardiente con el tabernero del pueblo la raspadura que robas en el ingenio? Sí, sí. Lo juraría.
— ¡No, mi suamito, no siñó, sumercé! ¡Caimán no roba rapaúra! ¡Caimán no bebe aguaurdiente!
— ¡Cállate, perro viejo! Anda, corre a abrir la talanquera. ¿No corres todavía? ¿No sabes correr? Ya haré que el Mayoral te avive un poco con el cuero. ¡Anda! ¡Vuela!… y trató de pegarle (sin alcanzarle por fortuna) un puntapié en la cabeza desde el caballo.
Parecía ser el guardiero hombre de más de sesenta años de edad. Tenía al menos encanecida la cabeza, y aun la escasa barba, que le cubría el labio superior, señal segura de vejez en las gentes de su raza. A unos brazos desproporcionadamente largos y huesosos, unía dedos crispados, cual si padeciese lepra; ojos chicos de expresión hosca y triste, nunca más triste que, cuando después de abierta la talanquera, echó una mirada a las señoras del quitrín y pareció rogarles le protegieran de la cólera de su amo.
Pasado el primer momento de irritación y de ceguedad, comprendió éste que había mostrado demasiado apasionamiento y bastante grosería delante de señoras que, además de hallarse bajo su protección, iban a disfrutar de su hospitalidad en el ingenio. El caballo había sido más generoso que él puesto que, pudiéndolo, no atropelló al esclavo cuando le halló postrado en su camino. Tuvo vergüenza Gamboa de su conducta, pero muy soberbio para reconocer su falta y enmendarla con la franqueza que demandaba el caso, se limitó a referir los rasgos principales de la vida del guardiero, por supuesto, calumniándole de paso.
— No se figuren Vds., dijo, que el taita Caimán es lo que parece, un viejo inerme y manso o esclavo leal y humilde. Han de saber Vds. que el sobrenombre que lleva no se lo han puesto a humo de paja; es lo más astuto, maligno, con ribetes de taimado que existe; ni tan ignorante que no practique ciertas artes, que le dan importante consideración entre los suyos. Pasa por brujo y por hacerse invisible cuando le conviene o se halla en peligro. Construye ídolos y encantos que tienen propiedades mágicas en ciertos casos. Nadie diría que ve, oye ni entiende, y sin embargo, tanto de día como de noche nada ni nadie se le escapa; y sabe, como el caimán, hacerse el dormido para asegurar mejor la presa. La juventud la ha pasado en el monte huido, y en sus repetidas fugas ha visitado todos los palenques del Cuzco y hecho amistad con los negros cimarrones más famosos de la Vuelta Abajo. Ahora está muy viejo para tales trotes, y, en consideración a haber sido uno de los fundadores del ingenio de La Tinaja, el único que sobrevive de los que tumbaron aquí los primeros palos, mamá hizo que lo pusieran de guardiero, y le conserva en ese puesto contra la opinión de los empleados que conocen su historia y sus malas mañas. Cuando quiere o le conviene no le gana a vigilante ni el perro más fino. Puede decirse que es libre: cría gallinas, engorda todos los años uno o dos cochinos que vende, y entierra el dinero en alguna parte, y posee una yegua, en la cual puede dar vueltas de noche a los linderos de la finca. Pero como digo, es muy taimado y maligno y apostaría cualquier cosa a que no se hallaba lejos del bohío y de su puesto sin algún objeto doloso y reprobado a la mira. Por el cañaveral se ve con sus compañeros del ingenio; por el monte sólo con los cimarrones o con los taberneros del pueblo para cambiar azúcar por tabaco, aguardiente u otra cosa por el estilo.
— Así debe de ser, Leonardo, comenzó diciendo Rosa, pues me pareció que traía una…
La tía y la hermana, más avisadas que ella, no la dejaron terminar la frase; y nadie más habló en el resto del camino.
Entre la una y las dos de la tarde, bajo un sol de fuego cuyos rayos los reflejaban las hojas de la caña cual si fueran bruñidas espadas, se desmontaron los viajeros en la gran casa de vivienda de La Tinaja.